Veinte años después: al otro lado del muro

por Juan F. Carmona y Choussat, 5 de noviembre de 2009

Mijail Gorbachov escribe en The Guardian que el mundo no es más justo veinte años después de la caída del Muro. Pero de lo que realmente se trata es de considerar al capitalismo, sin un contrapoder que lo equilibre, como un error equivalente
 
Pronto se ha visto que el capitalismo occidental (?), despojado de su antiguo adversario e imaginándose el vencedor sin rival, y la encarnación del progreso global, corre el riesgo de llevar a la sociedad occidental y al resto del mundo a otra vía histórica sin salida.
 
Conmemorando el décimo aniversario Revel escribía:
 
Una vez que desapareció el sistema soviético, se desvaneció el espejismo del comunismo reformable junto con el objeto a reformar, y, con ambos, la penosa servidumbre de tener que defender la causa en términos demostrables de éxito o fracaso. Desembarazados de la inoportuna realidad, a la que negaban ya cualquier autoridad probatoria, los fieles se reencontraron con su intransigencia. Se sintieron por fin libres para sacralizar de nuevo sin reserva un socialismo devuelto a su condición originaria: la utopía. El socialismo encarnado daba pie a la crítica. La utopía, en cambio, es por definición inaccesible a toda objeción [1].
 
¿Qué ha sucedido para que Gorbachov piense que está intacta la capacidad de engaño de la utopía? Veinte años después, el fin de la época contemporánea ha dado a luz la era posmoderna. En ella la historia no existe y Occidente pretende instalarse en un periodo de ignorancia, desafío de la lógica, y rechazo a la razón.
 
Ninguna de las justificaciones desde 1917 en favor del comunismo real han resistido la experiencia; ninguno de los objetivos que presumía alcanzar ha sido alcanzado: ni la libertad, ni la prosperidad, ni la igualdad, ni la paz. Tanto que ha desaparecido bajo el peso de sus propios vicios más que bajo los golpes de sus adversarios. Y sin embargo, quizá nunca haya sido tan denodadamente defendido como desde su naufragio, por tantos censores sin escrúpulos[2].
 
Deténgase el tiempo un momento para considerar en qué consiste esa vía histórica sin salida, el comunismo, equiparado hoy con incluso menos vergüenza que verdad al capitalismo. Si hay que celebrar haber vivido el fin del comunismo, al menos en la Europa en que nació, es más que nunca necesario evitar caer en la famosa trampa de Santayana. Aquellos que no recuerdan la historia están condenados a repetirla.
 
La huida de las masas, aprovechando el verano para escapar del paraíso comunista, fue el preludio de la caída del Muro el 9 de noviembre de 1989. Desde entonces y hasta el día de Navidad de 1991, la señalada fecha del derrumbamiento de la Unión Soviética, fueron cayendo uno a uno los miembros de la utopía socialista que ya no mataría más.
 
Hacia el mañana sin ocaso
 
En 1848, Marx y su socio capitalista para la ocasión, Engels, escribieron el Manifiesto Comunista. En una Europa revuelta por los restos del Antiguo Régimen, la industrialización y el desarraigo de los agricultores venidos a las ciudades, buscaban despertar a las masas. En el texto, que lo explica todo desde la perspectiva de la lucha de clases, se defiende no sólo el impuesto progresivo, que hoy asume con naturalidad todo el mundo, la estatalización de la banca, la universalización de la educación o la abolición de la propiedad y la herencia, sino que se arremete contra todo lo burgués por opresivo. Se ataca la familia, institucionalización de la prostitución, el afán de mejora personal, y el propio trabajo que se identifica con el salario del obrero, denunciándose su apropiación por el burgués.
 
Convulsos años siguen a la frustrada revolución del 48 europeo y dan lugar en Francia al II Imperio del sobrino de Napoleón Bonaparte. Este régimen, surgido de las cenizas de la contestación a la Monarquía de Julio en que Luis Felipe había llevado a la práctica las auténticas conquistas de 1789 mediante un régimen burgués, comercial y progresista, ¿de verdad?, trató de hacer algo similar. Durante veinte años sólo lo logró en parte. Se vio sorprendido por sus torpezas intervencionistas: en Crimea, en Méjico y, en la propia Francia, perdiendo en 1870 Alsacia y Lorena ante los prusianos. Paradójicamente es este drama nacional, cuando el proletario no tiene patria, el que desemboca en la Comuna de París y en unas jornadas de inusitada violencia. Se incendian edificios públicos y casas privadas, se destruye expresamente la columna de la plaza Vendôme por ser un símbolo de militarismo y un atentado a los principios de la República, se asesina a religiosos. Vuelve el orden tras la represión, y se abre en Francia el camino a las leyes que constituyen la III República. Sin embargo, en el espíritu marxista, la Comuna es el antecedente de la revolución pendiente que, se decreta, las masas están dispuestas a conseguir.
 
Y así sería. Lenin, recogiendo el poder más que conquistándolo, en un lugar tan improbable como la atrasada Rusia de 1917, levantó la bandera roja del suelo de París.
 
La I Guerra Mundial, con independencia de sus causas en el sistema de alianzas y los afanes nacionales del imperio Austro-Húngaro, constituyó el mejor preámbulo para la revolución de Octubre. Lenin defendió para Rusia? que formaba parte de la Entente que la vinculaba a los aliados y hacía figura de extraño aliado zarista entre las democracias ? el derrotismo revolucionario, o, en términos actuales, la paz. No podía implicarse al proletario internacionalista en una guerra que habían traído el liberalismo, el nacionalismo y el espíritu de competencia.
 
El imperio de los zares cayó con la revolución de febrero, y tras un periodo de gobierno provisional, Lenin y Trotsky dirigieron a sus bolcheviques a la toma del Palacio de invierno, en el noviembre gregoriano, pero en el Octubre juliano que daría nombre a la hazaña.
 
Tenían un afán revolucionario absoluto y querían hacer un hombre nuevo. Lenin impuso no sin dificultad su idea de la paz, firmándola en Brest-Litovsk, y comenzó un programa colectivista y de anulación de la burguesía. Los primeros pasos vacilantes de la revolución y su incapacidad de evitar la resistencia, como la de los marinos de Cronstadt, a pesar de la dramática situación de Rusia, le llevaron a calibrar cambios de tendencia estratégicos como la más moderada NEP (Nueva Política Económica). El rasgo característico, sin embargo, fue la imposición desde el principio por el Terror, que se aplicaba mediante la Checá.
 
La muerte de Lenin, en 1924, abre el paso a Stalin, cuyo carácter más pragmático, e incluso más brutal, marcaría la historia del mundo de los años siguientes. Stalin cambia la tendencia pacifista de Lenin por una Komintern comprometida con el socialismo en un solo país: la Unión Soviética. Pone los mimbres para cambiar lo que había sido la oposición absoluta al régimen burgués, partidos social-demócratas incluidos, hacia colaboraciones estratégicas con las democracias primero - bajo la bandera tan propicia hasta hoy del antifascismo -, y con las dictaduras después - el pacto germano-soviético que marca los primeros años de la II Guerra Mundial.
 
Pronto Stalin acelera el programa totalitario de Lenin. Copia de Hitler la eliminación de adversarios políticos, la Noche de los cuchillos largos de 1934, pero la multiplica al infinito y comienza la época de las purgas y los juicios de Moscú. Emprende la mayor obra de genocidio hasta entonces conocida, la deskulakización, en la que los campesinos (kulaks) que tuvieran una casa con dos pisos, o mayor que la de los vecinos eran sistemáticamente desplazados, asesinados, o matados de hambre. Se calcula en 5 0 6 millones esta primera de las eliminaciones soviéticas. Se generalizan los campos de concentración a partir de las islas Solovetsky, en lo que ha quedado bautizado desde Solyenitsin como el Archipiélago Gulag.
 
La participación en la II Guerra Mundial, primero del lado del Eje y luego del lado de las democracias acrecienta enormemente el poder soviético. Ocupa toda Europa oriental tras la victoria y en las conferencias de Yalta y Potsdam, participa del reparto del mundo y emprende la proliferación de regímenes comunistas.
 
En 1949, toma el poder en China Mao Tsé Tung y su mezcla de marxismo y seudo-filosofía oriental comienza un modelo aún más mortífero que el original soviético, apropiado para una expansión en Asia tanto en Corea como en Indochina.
 
No sería el único lugar de la expansión marxista que en 1959 se imponía en Cuba bajo la dirección de Castro, donde sigue. Aprovechando la época de la guerra fría se extendería a sitios tan insospechados como Angola o Etiopía.
 
Silencio, se mata
 
Lo típico del régimen, como dejó claro el Libro negro del comunismo[3], es su carácter criminal. Existe, sí, la identidad ideológica con otros totalitarismos como con el nazismo del Partido Nacional Socialista del Obrero alemán, destacada ya por Mises, quien en El estado omnipotente subrayó los ocho puntos del Manifiesto Comunista que ya había puesto en marcha Hitler, o por Hayek en las raíces comunes de uno y otro que aparecen en su notable capítulo del genial Camino de servidumbre. Más allá de esta, y de la supresión de disidentes, y de los campos de concentración, la identidad se encuentra en su capacidad letal.
 
Nada como la sobria enumeración de Stéphane Courtois en el capítulo introductorio del Libro negro:
 
Podemos sin embargo establecer un primer balance numérico que no es más que una aproximación mínima y que necesitaría precisarse largamente, pero que, según estimaciones personales, da un orden de magnitud que permite tocar con el dedo la gravedad del asunto:
 
- URSS, 20 millones de muertos.
- China, 65 millones de muertos.
- Vietnam, 1 millón de muertos.
- Corea del Norte, 2 millones de muertos.
- Camboya, 2 millones de muertos.
- Europa del Este, 1 millón de muertos.
- Hispanoamérica, 1.500.000 muertos.
- África, 1,7 millones de muertos.
- Afganistán, 1,5 millones de muertos.
- Movimiento comunista internacional y partidos comunistas no en el poder, unos diez mil muertos.
 
El total se acerca al límite de los cien millones de muertos.
 
(?)Es incontestable que en valor relativo la 'palma' se la lleva la Camboya de Pol Pot, en la que, en tres años y medio, logró matar de la manera más atroz? hambruna generalizada, tortura? aproximadamente una cuarta parte de la población total del país. Sin embargo, la experiencia maoísta choca por la amplitud de las masas implicadas. En cuanto a la Rusia leninista y estalinista, hiela la sangre por su lado experimental pero perfectamente reflexivo, lógico, político.
 
Al transcribir las órdenes de Latsis, uno de los primeros jefes de la Checá, el 1 de noviembre de 1918, se advierte porqué el comunismo es mortal: No hacemos la guerra contra las personas en particular. Exterminamos a la burguesía como clase. No busquéis, en vuestra investigación documentos y pruebas sobre lo que el acusado ha hecho, en actos o palabras, contra la autoridad soviética. La primera pregunta que debéis hacerle, es a qué clase pertenece, cuáles son su origen, su educación, su instrucción, su profesión.
 
Courtois se pregunta entonces por el silencio sobre los inmensos crímenes del comunismo, que hoy cuentan con el añadido del silencio procedente de la deliberada ignorancia posmoderna. 
 
Cita el informe Krutschev de 1956 que como primer reconocimiento de los crímenes soviéticos trata de atribuirlos en exclusiva a Stalin, oculta una mayoría, califica los crímenes de abusos, y justifica la continuidad de un sistema con los mismos principios, estructuras y personas.
 
Luego está la ceguera propia de Occidente, por una parte inocente y por otra, culpable. Por un lado por una adhesión inquebrantable y simplista a la idea de revolución, con sus símbolos: bandera roja, internacional, puño alzado? extrañamente resurgidos en la España de hoy y cuyo significado es este precisamente que estamos glosando - , camisetas del Che, y citas aquí y allá de Lenin, Mao o Castro. El segundo elemento, capital, es la participación soviética en la victoria contra el nazismo convirtiendo a la URSS en una democracia anti-fascista más, en la línea marcada por Stalin sobre Lenin. La utilización del atroz genocidio nazi de los judíos como único elemento sobre el que centrar la atención y como justificación de los propios crímenes, destacando su singularidad para mejor disuadir de mirar hacia el Este es también una de las operaciones de propaganda y de razonamiento más perversos jamás imaginados.
 
 Lo cierto es que se ha estado en condiciones de saber desde hace mucho tiempo, probablemente desde siempre. Menciona Courtois las encíclicas de Pío XI, Mit brennender Sorge y Divini Redemptoris de 14 y 19 de marzo de 1937 condenando el nazismo y el comunismo. Destaca las prerrogativas que el hombre ha recibido de Dios:
 
El derecho a la vida, a la integridad del propio cuerpo, a los medios necesarios para la existencia; el derecho de atender a nuestro fin último en la vía trazada por Dios; el derecho de asociación, de propiedad, y el derecho a usar de esta propiedad.
 
Incluso ya en Quadragesimo Anno, 1931:
 
El comunismo tiene en su enseñanza y su acción un doble objetivo que persigue no en secreto y mediante desvíos, sino abiertamente, a la luz del día y por todos los medios, hasta los más violentos: una lucha de clases implacable y la desaparición completa de la propiedad privada. En la persecución de este objetivo, no hay nada que no ose, nada que respete; allí donde ha logrado el poder, se muestra salvaje e inhumano hasta un grado que apenas se imagina y que tiene algo de prodigio, como testimonian las atroces masacres y ruinas que ha acumulado en inmensos países de Europa oriental y del Asia.
 
  Y un día, cayó el Muro.
 
Y algún día en el futuro, este Archipiélago, su aire, y los huesos de sus habitantes, congelados en un trozo de hielo, serán descubiertos por nuestros descendientes, como una improbable salamandra. Esa salamandra, primer personaje del Archipiélago Gulag[4], ya nos ha revelado lo que nos quedaba por saber. No caben más excusas.    
 
En esta posmodernidad que se priva del conocimiento y la razón, de la tradición y las costumbres, pero no de los símbolos del comunismo, de sus trajes y sus maneras, corremos un riesgo bien real. Que aquellos en la élite que critican al comunismo pero insisten en distinguir el puño que se levanta, o el ardor con el que se interpretan las tonadillas, rechacen con equivalente entusiasmo el capitalismo, y nos prometan otras utopías socialistas, colectivistas, estatistas.
 
Como aquél rabino de Moscú, que sabía que Trotsky era un nom de guerre, estamos a tiempo de repetir para impedirlo: Los trotskys hacen las revoluciones, los bernsteins pagan las facturas. Si viven.
 
Reagan le dijo en Berlín una vez a Gorbachov en 1987: 'Sr. Gorbachov, derribe ese muro'. No lo hizo. Cayó por su propio peso.
 
Estos bernsteins que están aquí no admiten más lecciones de ningún trotsky. Con cien millones de muertos basta, Sr. Gorbachov. Ni un solo paraíso terrenal más; ni media lección de igualdad; ni una más de las equiparaciones engañosas. Más reflexión en el silencio de la dacha, acompañado de las obras completas de Solyenitsin, y los discursos de Reagan; y menos recoger los pedazos de geniales utopías igualitarias.

 
 
Juan F. Carmona y Choussat es Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
 
 
Notas
[1] La grande parade. Essai sur la survie de l?utopie socialiste. Jean-François Revel, Plon, 2000, pp.21 y22.
[2] Ibid., p.95.
[3] Le livre noir du communisme. Crimes, terreur, repression. Stéphane Courtois, et al., Robert Laffont, 1997.
[4] The Gulag Archipelago. 1918-1956. An experiment in Literary Investigation I-II, Aleksandr I. Solzhenitsyn,  Westview Press, 1998, p. ix.