Oriente Medio: tres aleluyas por el proceso de Paz

por Juan F. Carmona y Choussat, 8 de septiembre de 2010

 

 

(Publicado en Aurora Digital, 7 de septiembre de 2010)

El mundo posmoderno, fascinado por la magia del llamado proceso de paz y desorientado por su aparente complejidad, ignora la principal razón para celebrarlo. Mientras muchas personas sensatas dudan de su éxito, puede dar un buen fruto que casi nadie espera.

La confusión que rodea estos tratos y el arcano lenguaje usado oscurece los asuntos discutidos, cubriéndolos de una capa de esnobismo destinada a ahuyentar a los no iniciados. Se habla así de líneas rojas, verdes, porcentajes territoriales dominados por una u otra comunidad, fases, hojas de ruta, etc. Esto, ni es tan relevante como se quiere hacer creer, ni tan preciso como se supone. Lo importante son los hechos que constituyen el espesor de nuestro presente. Sin necesidad de acudir a la remota guerra de independencia de 1948 – aunque sin olvidar el rechazo a la existencia de Israel que está en el origen de mucho -, son los siguientes.
 
El 24 de junio de 2002 el presidente Bush habló por primera vez públicamente de una solución de dos estados. Pero, por primera vez también desde que existe la expresión proceso de paz, puso la carga de la prueba en los palestinos y no en los israelíes. Exigió de aquellos que se dotaran de mandos que castigaran el terrorismo, en lugar de promoverlo, en clara referencia a Arafat, entonces presidente de la ANP.
 
El gobierno israelí, antes que confiar en la palabra del dirigente de la OLP, construyó la barrera de protección y se dedicó a liquidar a los terroristas que sembraban Israel de sangre y fuego. Si la primera Intifada había engendrado los acuerdos de Oslo, el rechazo de Arafat a las inmejorables condiciones propuestas por Barak en el 2000, que suponían su culminación, había traído aún más violencia y muerte sobre inocentes israelíes. La comunidad internacional, siempre presta a escandalizarse ante cualquier intento de Israel por defenderse, condenó la postura del estado hebreo. Lo llevó incluso al Tribunal de La Haya a recibir la reprimenda de los bienpensantes. Sin embargo, la eficacia de las medidas hablaba por sí misma, y Bush, que nada quería saber de esas críticas, siguió respaldando a Israel.
 
La reducción de la violencia a términos soportables, junto con el impulso americano a un liderazgo palestino no terrorista, trajo consigo la sustitución de Arafat. Pero Israel quería hacer más para obtener la paz. Consciente del dilema entre estado judío y estado democrático – siendo el único estado de la zona en otorgar la ciudadanía a los palestinos siempre ha corrido el peligro de diluir la aspiración sionista en un océano demográfico – el mismísimo Ariel Sharon decidió en 2005 la retirada unilateral de Gaza. Antes, en mayo de 2000, el hoy ministro de Defensa Ehud Barak, había dispuesto el abandono de las tropas del Sur del Líbano por la sangría que suponía en soldados y esfuerzos su presencia allí. Así, según dictaba el razonamiento de antaño, aunque los palestinos no quisieran llegar a acuerdos, la cesión de territorios a sus pies haría, sino posible la paz, al menos imposible la aniquilación del hogar nacional judío a manos de la presión poblacional. Esta situación, por cierto, tampoco había contado con la comprensión de los vecinos árabes, sino que había propiciado los perpetuos campamentos de eternos refugiados administrados por la ONU, en las fronteras del estado hebreo y más allá.
 
Se entendía además que estas medidas - una de las cuales supuso la traumática expulsión de 8.000 judíos de sus casas - permitirían a Israel concentrarse en sus asuntos y territorio, mientras se daba tiempo al liderazgo renovado de los palestinos para construir el embrión de su propio estado. Palestina conviviría en paz con Israel y no disputaría las fronteras seguras que este, con razón, reclamaba, como consecuencia de los aterradores resultados de las dos Intifadas.
 
Pero, hete aquí que, a pesar de la cantinela que había adornado los procesos de paz anteriores - de los cuales, claro, el más paradigmático y más dramáticamente fallido fue el de Oslo -, a tenor de la cual la ecuación ganadora era el intercambio de paz por territorios, esta resultó, no ya errónea, sino contraproducente y atroz.
 
En efecto, si en las elecciones presidenciales del 2005 Fatah podía aún permitirse la victoria, su dominio de la Franja de Gaza era precario. Este hecho lo aprovecharon los pistoleros de Hamas para hacerse con el territorio tras un golpe de estado en 2007. Antes ya habían ganado las elecciones legislativas de 2006, y generado una situación difícil, que ahora se tornaba imposible. Internamente habían dividido el poder palestino – por seguir con el equívoco lenguaje seductor que hermosea estas situaciones - entre moderados, Abbas y Fayad, y extremistas, Meshal y Haniyeh. Externamente, al tratarse Hamas de una organización terrorista que volvía a las peores exigencias de la OLP y les añadía el radicalismo islámico, hacía inviable el apoyo internacional.
 
De manera concomitante, más al Norte, aprovechando la retirada israelí unos años antes, el grupo sirio-iraní que ha convertido el Líbano en un protectorado de estas dos naciones, y a su primer ministro, en dependiente de los asesinos de su padre – Hezbollah, es el nombre del invento -, comenzó a lanzar misiles sobre Israel. Un par de años después, en 2008, era desde Gaza desde donde los renovados ímpetus islamistas de Hamas – ya resueltamente dueños del lugar tras la derrota de armas de Fatah - se dedicaban a la liquidación del estado judío instada por su Carta fundadora provocando, con sus secuestros y Qasams, otra guerra. Esta, lanzada como carnaza a los medios occidentales en pleno asueto navideño, fue criticada por “desproporcionada” y sus resultados calificados de “masacre” por la prensa internacional.
 
Bush, de nuevo, nada quería oír que disculpara ambas agresiones, y defendía el derecho de Israel a existir incluso demorando la intervención de la ONU, siempre dispuesta a intervenir al ver la debacle de los enemigos de Israel. Lo cierto era que, para cualquier israelí con ojos para ver, paz por territorios había sido una inmensa excusa para, una vez controladas las tierras por los más radicales, hacer llover misiles sobre Israel. Lejos de proporcionar paz, o un proceso que hacia ella llevara, habían generado guerra y más guerra.
 
Estando así las cosas, no era el momento de volver a repetir con Aba Eban que los palestinos no perdían una oportunidad de perder una oportunidad – sino de actualizar un tanto la frase y su autor, citando en su lugar al general Giora Eiland y su sospecha de que los palestinos no deseaban, en realidad, un estado. Lo que, a su vez, sonaba como el eco de lo afirmado en su día por Golda Meir que aseguraba no conocer Palestina ni a los palestinos, sino tan sólo a los árabes.
 
Ciertamente, se dice hoy, es posible discutir sobre Jerusalén Oriental, y también lo es hacerlo sobre las zonas de Judea y Samaria que viven bajo la administración de la ANP, pensando en que lo seguirán estando el día de mañana en un eventual estado palestino. Pero no es menos cierto que no hay forma humana – sí inhumana, se llama limpieza étnica – de expulsar de sus viviendas a más de trescientos mil judíos como se hizo con sus compatriotas de Gaza. Tampoco parecería factible hacerlo con los veinte mil habitantes de los Altos del Golán, en el hipotético caso que la nada pacífica Siria, de la que fue necesario desalojar por medios expeditivos un reactor nuclear en el año 2007, quisiera recibirlos comprometiéndose fiablemente a dar algo a cambio.
 
Del mismo modo, se comenta, el derecho de retorno de los refugiados, al que se añade la reclamación de indemnización, es seguramente susceptible de algún arreglo semejante al propuesto por Barak en 2000 en Camp David. Esto suprimiría su uso, generación tras generación, como peón con el que jugar en el ajedrez de las negociaciones. En efecto, pero todo ello en el bien entendido de que no se puede pretender lanzar al menos tres guerras contra un estado, primero, y no se sabe cuántas oleadas terroristas, después, con el objeto de aniquilarlo y, al no lograrlo, reclamar de este la recuperación de todo lo destruido en el proceso.
 
Es decir: cualquiera advierte la dificultad de que el “proceso” prospere. Incluso si, por poner un ejemplo candente que amenaza el mismo lanzamiento de las conversaciones, no es imposible que haya alguna manera de satisfacer la petición de Abbas de continuar la moratoria sobre la construcción de asentamientos a partir del 26 de septiembre. El ex embajador de Clinton, Martin Indyk, ha sugerido en el New York Times la de elegir con cautela las zonas sujetas a la prohibición de edificar, aunque seguramente hay otras. Sin embargo, en último término, nada puede sustituir la voluntad de los palestinos de lograr la paz y un estado. Y con esta no puede contarse, desde luego en lo que se refiere a Gaza, y quizá tampoco respecto a Cisjordania, donde el propio mandato de Abbas terminó hace un año. Entonces, ¿qué?
 
Pues, constatada la asunción por parte de todo israelí de a pie, con independencia de su adscripción política, de que la cesión no le proporcionará más paz, es legítimo pensar que toda entrega consentida en su nombre, habrá de ser compensada por el respaldo americano frente a la amenaza más imperiosa para Israel, a saber, Irán. No sólo se trataría con ello de desequilibrar la balanza, por parte del aliado americano, a favor de los estados árabes – súbitamente cercanos a Israel en este asunto - ante el imperio persa, sino, sobre todo, de dar cobertura política a Israel en el caso de un ataque a las instalaciones nucleares. De ser esto así, sería sin duda una apuesta arriesgada de las autoridades hebreas, pues la deslegitimación de Israel que campa por Occidente, y que tal acuerdo estaría destinado a desactivar, no se solventará ni con cien moratorias, ni con mil desmantelamientos, ni con la entrega de Jerusalén, Templo y Muro incluidos.
 
Pero, en cualquier caso, esta habría de ser, forzosamente, la única interpretación para entender que el gobierno judío haya aceptado un nuevo tránsito por los raíles ya gastados de otro proceso de paz más. Y habría de ser esta porque, por lo más sagrado, nadie en su sano juicio podría pensar que, de ser de otro modo, un hombre inteligente como Netanyahu habría dado su consentimiento a estas conversaciones. Es pues esta convicción, y únicamente esta, la de que ha de existir un compromiso por parte de Obama de defender a Israel por tierra, mar y aire, ante la más grave amenaza del momento, la que puede llevar a entonar tres aleluyas por el proceso de paz.
 
Tres aleluyas, porque tal pacto significaría también que, revirtiendo años de deriva hacia un anti-semitismo que no es más que el velo con el que esconde la falta de fe en sí mismo, Occidente habría sido persuadido por el estado hebreo para recobrar su esencia, y compartir la experiencia de caminar un rato en sus sandalias. Con estas, antes de la separación de las aguas del Mar Rojo, Nasón tuvo la fe para dar el primer paso y atravesarlo. Sólo así, sabiendo a dónde va, y confiado en un verdadero apoyo occidental podría Israel atravesar nuevos peligros. De otro modo, se le estaría pidiendo a este pequeño estado lo que a ningún otro, y eso, cuando lo hacen los hombres y no Dios, no es ningún privilegio, sino un inmerecido castigo. Y, en este año 5771 del calendario judío, no da para entrar en la lista de los justos.