La vieja URSS hizo parecer nueva a la Vieja Europa

por Mark Steyn, 6 de febrero de 2007

(Publicado en Chicago Sun Time, 28 de enero de 2007)

El nuevo libro de John O'Sullivan, El Presidente, el Papa y el Primer Ministro, contiene un maravilloso relato del funeral de Yuri Andropov. En caso de que lo haya olvidado, él fue uno de aquellos líderes soviéticos de la última etapa que tenía aspecto de haber sido sacado a toda prisa de la perfumería local y colocado de insignia en el exterior del balcón para el desfile del Día de de los Sindicatos. Cuando fue pronunciado (oficialmente) muerto en 1984, Margaret Thatcher fue inducida con éxito por un ayudante a detenerse en una zapatería de camino al aeropuerto y hacerse con unas botas de caña para el distante entierro de febrero. Ella se quejó entre dientes del precio todo el camino hasta Moscú. Allí se reunió con el sucesor de Andropov, Konstantin Chernenko, a quien la Politburó había agasajado como próximo Cadáver en Jefe. Y, tras estrechar las manos, dejó de quejarse del precio de sus botas Kremlin. 'Fueron una prudente inversión a largo plazo', dijo a su ayudante.
 
Tirando más al corto plazo. El vicepresidente George H. W. Bush se aproximó más a la idea al despedirse del personal de la embajada norteamericana tras el funeral de Andropov: 'El año que viene, a la misma hora, en el mismo lugar'. Por poco. Chernenko moría 13 meses después.
 
La decrepitud de las labores funerarias de la Politburó y sus clientes de Europa del Este plasmó la salud ideológica del comunismo: Andropov y Chernenko fueron la esclerosis del régimen hecha decadencia. Con las democracias, la decrepitud es más difícil de reconocer. Nuestros líderes son más jóvenes, e incluso en el Senado norteamericano -- lo más parecido que tiene el mundo occidental al politburó Brezhnevita -- aparece ocasionalmente sangre nueva: Barack Obama está en el candelero, es apuesto, ocurrente, incluso si ninguna de sus ideas políticas lo son. Pero los caldos viejos en botellas nuevas se venden mejor que los caldos viejos en botellas viejas, como concluyó evidentemente John Kerry. La semana pasada, el Senador tomó la palestra y se deshizo en lágrimas al anunciar que había decidido lamentablemente no presentarse a presidente de nuevo. John Edwards lo llevó con pala al baúl de los recuerdos con alguna formulación periodística inconsecuente acerca de la disposición de Kerry a 'responder a cualquier llamada para servir a mi país'. ¿Llamaba alguien? ¿Y por qué lo iban a hacer? ¿Por qué lloriquea el propio Senador Kerry, aparte de por sus propias ambiciones frustradas? ¿Qué defendió? ¿Cuál fue su visión, aparte de la fe en su propia indispensabilidad?
 
Lamentablemente, el aire de cansancio Andropoviano no se confina a Massachusetts. En el discurso del Estado de la Unión, el presidente (como están acostumbrados los presidentes a hacer las noches de martes de enero) habló acerca de la energía, pero no parecía tener ninguna. Hace cinco años, cuando estaba genuinamente metido en la materia, quería hacer prospecciones en la ANWR y fomentar la energía nuclear. Fue enérgico con la energía. Cuando ambas excelentes ideas acabaron en agua de borrajas, el Presidente Bush reculó hasta algunas fantasías familiares acerca de objetivos vagos y nuevas regulaciones y crecientes eficacias. Su lista fue letárgica.
 
Esto parece encajar a los Demócratas. La única energía demostrada por Nancy Pelosi fue el espectacular salto para ponerse de pie en cuestión de un nanosegundo de que el presidente mencionara Darfur. Allá que se levantó Madam Portavoz y toda la plana mayor Demócrata como pirados entusiastas en un concurso. ¡Darfur! ¡Todos estamos a favor de Darfur! ¡La gente está siendo asesinada! ¡Cientos de miles! ¡Tenemos que hacer algo! Como, er, saltar arriba y abajo cuando se menciona en un discurso. Y, er, pedir que la comunidad internacional se movilice. Tal vez uno de esos roqueros de los años sesenta con la piel como cuero podría organizar un concierto de estrellas o algo así. Si Darfur fuera realmente un concurso, los sudaneses descubrirían rápidamente que es uno de esos en los que has descubierto con decepción que has perdido todos los grandes premios pero que no te vas a casa con las manos vacías: no, caballero, aquí tiene su propia camiseta SAVE DARFUR! autografiada por Nancy Pelosi y George Clooney.
 
Darfur es un símbolo apropiado del progresismo del siglo XXI: lo que importa es que instes a la acción en lugar de llevar a cabo alguna. En Irak, mientras tanto, el presidente declaraba: 'Dejadnos encontrar nuestra resolución, y dar un vuelco a los sucesos hacia la victoria'. Y los Demócratas se sentaron cuidadosamente.
 
La izquierda norteamericana ha deplorado desde hace tiempo la dependencia retórica de Bush de engaños vulgares tales como 'bien' y 'mal'. Pero se diría que incluso 'victoria' parece un concepto problemático, y ahora mismo el ánimo está completamente a favor de la derrota de un tipo u otro. América se está conduciendo voluntariamente a una derrota que sobre el terreno no ha tenido lugar (aún), y que sería fatalmente perjudicial para la credibilidad de esta nación si tuviera lugar. El año pasado Arthur M. Sulzberger Jr., editor del New York Times, daba un discurso de apertura de narcisismo en expansión casi ridículo, elogiando a su propia generación de idealismo pacifista. Defendiendo la derrota por primera vez, John Kerry estimaba que América podría tener que reubicar a unos cuantos miles de aliados locales. Como es el caso, millones murieron en Vietnam y Camboya. Y lo menos que podrían hacer fraudes absortos en sí mismos como Sulzberger es recordar puntualmente que el mundo trata de algo más que su vanidad moral.
 
Los derrotistas abiertos del bando Demócrata y los derrotistas discretos entre los Republicanos 'moderados' parecen pensar que los países grandes pueden elegir perder guerras pequeñas. Después de todo, rezan los 'realistas', Irak no es mucho más importante para los americanos de lo que lo era Vietnam. Pero el cínico de realpolitik conoce el precio táctico de todo y el valor estratégico de nada. Esto es algo de una escala completamente diferente a los años 30: hace 70 años, Gran Bretaña y Europa no pudieron despertar por sí mismas para centrarse en una guerra inminente; hoy, no podemos despertarnos ni siquiera para centrarnos en una guerra que está teniendo lugar ahora mismo. Lea el 100% de las plataformas de los candidatos presidenciales Demócratas y una franja considerable de las de los Republicanos: estamos llenos de pseudo-energías para crisis fantasma y enemigos de palo como 'el calentamiento global'.
 
El otro día me encontraba leyendo un informe de la última idea genial de Gran Bretaña. El sistema de intercambio de emisiones de carbono impuesto por Kyoto es absurdo y completamente ineficaz, pero en Londres, David Cameron ahora quiere aplicarlo a las hamburguesas. Allí, un Big Mac cuesta tres pavos más o menos. Pero, si los niños comen demasiados, los problemas posteriores de obesidad infantil serán un peso adicional sobre el Servicio Nacional de Salud. De modo que Cameron quiere imponer una especie de sistema de intercambio de calorías a lo Kyoto sobre los distribuidores de comida rápida, según el cual, a McDonald's se le impondrían ciertos límites de grasas trans con el fin de garantizar que asume una parte mayor del gasto de lo que cuesta realmente un Big Mac de tres dólares a la sociedad.
 
Y David Cameron es el líder del supuesto Partido Conservador.
 
También vive en un país cuyas ciudades importantes han sido presa de células islamistas. No obstante, mientras Inglaterra decae en una Somalia con puestos de patatas fritas, gravar los puestos de patatas fritas es la prioridad de los conservadores.
 
El mundo civilizado afronta profundos desafíos que amenazan el orden mundial. Pero la mayor parte de las democracias avanzadas llevan ahora sistemas bipartidistas en los que ambos partidos se venden al electorado con el argumento de derechos económicamente inasumibles cuyos costes pueden ser capeados por el camino, incluso si el camino es un corto callejón sin salida y los costes arrastrados ya llegan al cielo. Esa es la verdadera crisis energética.


 

 
 
Mark Steyn es periodista canadiense, columnista y crítico literario natural de Toronto. Trabajó para la BBC presentando un programa desde Nueva York y haciendo diversos documentales. Comienza a escribir en 1992, cuando The Spectator le contrata como crítico de cine, Más tarde pasa a ser columnista de The Independent. Actualmente publica en The Daily Telegraph, The Chicago Sun-Times, The New York Sun, The Washington Times y el Orange County Register, además de The Western Standard, The Jerusalem Post o The Australian, entre otros.
 
 
© Mark Steyn, 2007