La crisis del euro: perdónanos nuestras deudas

por Juan F. Carmona y Choussat, 28 de mayo de 2010

 

No hay ningún mal tan insoluble en los Estados Unidos que no pueda curarse con una buena crisis, dijo una vez Irving Kristol. ¿Será igualmente verdad para Europa? Lo sea o no, estamos a punto de comprobarlo.
 
1. Los hechos
 
El nacimiento del euro se remonta a 1998. Los países fundadores, entre los que se encontraba España, debieron cumplir unos requisitos económicos y presupuestarios rigurosos que tenían su base en el Tratado de Maastricht. Su finalidad era, en 1992, lograr la unión política de Europa a través de una unión económica y monetaria. Son notorios los esfuerzos de España entre 1996 y 1998 para cumplir las exigencias de la nueva moneda, dada la crisis que el socialismo había dejado. 
 
La unidad monetaria impedía la devaluación, usada tradicionalmente por los estados para mejorar su competitividad. También vedaba la emisión deliberada de moneda pues la competencia se atribuía a una autoridad común, e independiente, situada en Frankfurt, el Banco Central Europeo. Su tarea era evitar la inflación, fantasma recurrente de las crisis monetarias, doblemente temido en Alemania por considerarse uno de los precursores de la ascensión del nazismo. Vencían originalmente las teorías más económicamente ortodoxas defendidas por los alemanes, mientras que se postergaban las de Francia, el otro país determinante del Tratado de Maastricht, que prefería un euro "político" desde el que dirigir mejor la economía.
 
La crisis financiera del año 2008 llevó a todos los países de Occidente a una fiebre de gasto público causada por la considerada necesidad de proteger a los bancos de la quiebra. Como estos bancos recapitalizados con urgencia no estaban en condiciones de hacer su trabajo - conceder préstamos – de esta labor se encargaron los estados a través de diversos planes denominados de "estímulo" bajo diversas fórmulas. Aquí en España se llamaron: el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, para avalar a los bancos, y los variados “planes E” o equivalentes, además del resto de medidas destinadas a mantener un nivel de consumo privado alto. El resultado de estos "incentivos" fue inmediato. Sobre las economías europeas, ya afectadas por crecimiento bajo, alto endeudamiento por estados de bienestar muy costosos, energía cara, y declive poblacional, el súbito incremento de gasto abocaba a una situación delicada.
 
Se acercaba el momento, siempre difícil de calcular con precisión, en que no era sostenible la deuda.
 
Lo cierto es que a inicios del año 2010, al conocerse los datos de déficit anual de 2009 y las cifras de la deuda acumulada de algunos países, especialmente Grecia, se encendieron las alarmas de toda la zona euro. Al mismo tiempo, y esto es significativo, acababa de entrar en vigor el tratado de Lisboa, última reforma de las normas europeas, que, lejos de atender a las necesidades de la Europa contemporánea, como reiteraba la propaganda oficial costeada por todos, era un mero tratado procedimental resultado a su vez de la reducción progresiva del proceso constitucional rechazado por los ciudadanos.
 
En el mes de marzo ya era claro para los dirigentes europeos que Alemania - que acababa de celebrar elecciones en el otoño, expulsando a los socialistas del poder que habían compartido con los democristianos, y sustituyéndolos por los más económicamente ortodoxos liberales -, se oponía a cualquier cosa que llevara el nombre de rescate.
 
Su rechazo no procedía sólo del hecho de su prohibición por el Título VIII del tratado de funcionamiento de la Unión - una de las dos partes normativas en que se integraba el tratado de Lisboa en el entramado de leyes fundamentales europeas - sino en que la mayoría abrumadora de su población estaba en contra. Argumento este, el democrático, que poco eco venía suscitando en los últimos años, como se recordará en un momento. 
 
No obstante tras mucho tira y afloja la UE aprobaba el 2 de mayo un sistema de préstamos a Grecia que ascendía a 110 mil millones de euros. Al día siguiente, las bolsas del continente comenzaban a bajar, desplomándose a lo largo de la semana en especial la española. Lo más grave, sin embargo, era la apreciación de los intereses de las deudas española y portuguesa. Las autoridades entendieron que los inversores habían empezado a sospechar de la capacidad de devolver la deuda, especialmente a corto plazo, de algunos países - singularmente España -.
 
Durante esa misma semana se advirtió que el grado de dependencia de los bancos de la eurozona con la deuda de los países cuyas cuentas públicas dejaban más de desear era considerable. Fue un esquema en el New York Times[1] el que decididamente llamaba la atención sobre el asunto. 
 
Ante el riesgo de que las economías públicas nacionales europeas se vieran obligadas a dejar de atender a sus compromisos más inmediatos, la UE aprobó, con otra base jurídica más que dudosa, la cláusula de fuerza mayor del artículo 122 del tratado de funcionamiento de la UE, un mecanismo de aval de los países del euro de cuantía deliberadamente elevada: 750 mil millones de euros. Obtenía el respaldo del FMI para 220 mil millones de euros. 
 
Esta garantía - destinada a evitar que las naciones europeas cayeran como piezas de dominó - logró el objetivo de asegurar que el euro siguiera existiendo impidiendo la suspensión de pagos de sus países integrantes. La contrapartida - la libra de carne exigida a cambio de este apoyo del que responden los contribuyentes europeos y americanos (Estados Unidos participa en el FMI en un 17,1%), y que no se puede aplicar porque implicaría el reconocimiento de una situación económica insostenible -, era la reducción suplementaria del gasto público de España y Portugal. 
 
Como muestra del compromiso, también en vulneración de la norma, en este caso del estatuto del Banco Central Europeo, este comenzó a comprar deuda pública de los países en riesgo[2]. El procedimiento, conocido bajo el término de monetización de la deuda, es delicado por su carácter inflacionista al resultar equivalente a la puesta en funcionamiento de dinero no respaldado por riqueza alguna en el mercado. Es, por definición, una medida excepcional en el tiempo y en la cantidad. Por ello, de acuerdo con otro mecanismo denominado por mal nombre “esterilización”, la medida se compensaría con otra dedicada a retirar del mercado la misma cantidad de liquidez introducida por las compras de bonos. 
 
El Wall Street Journal, junto con el New York Times muy atento a todo el proceso, decía el 10 de mayo: "Con el acuerdo del domingo, la UE señala que hasta los países pequeños de la zona euro son demasiado grandes para quebrar". Y concluía: "Los Tratados de la UE contienen una cláusula de prohibición de rescate, que impide al bloque o a cualquier miembro ‘asumir o ser responsable de los compromisos de’ otro país de la UE. Los tratados prohíben al Banco Central Europeo prestar dinero a las naciones o comprar directamente su deuda. Para sortear estos obstáculos, los funcionarios europeos parecen haberse basado en partes más vagas de los tratados, o en novedosas interpretaciones". 
 
Añadía: "Los funcionarios dicen que los préstamos bilaterales, es decir el préstamo de un país a otro, están permitidos porque los países prestamistas no están realmente comprando una deuda pre-existente. O argumentan que la parte de los tratados dedicada a permitir asistencia en casos 'excepcionales' es de aplicación, aunque parece indicada para el uso cuando el acontecimiento excepcional es una riada, un fuego a un huracán"[3]
 
Justo tras aprobarse la ayuda y antes de que el Gobierno español y el portugués entregaran la contrapartida pedida, comenzaron los temores a que la medida - apoyar precisamente a los que no habían sido diligentes - generaba un incentivo para el incumplimiento. Lo que se llama 'moral hazard' entre anglosajones y que se traduce como 'riesgo moral' por no querer decir: mal ejemplo. El New York Times del 11 de mayo afirmaba: 
 
"Sin embargo, algunos de los empleados (del FMI) han indicado que acaso, el rescate, y el apoyo del FMI al mismo, podrían dar a países como España una excusa para evitar parcialmente la dura toma de decisiones que han caracterizado los esfuerzos de austeridad de Irlanda y Grecia"[4]. Probablemente esta frase decidió al presidente Obama a asegurarse de que no fuera así.
 
El problema que toda esta situación plantea es el mantenimiento en el tiempo de las reformas y el aguante de los países que lo han prestado a regañadientes. Para asegurar su duración se propone una modificación jurídica que haga vinculantes actuaciones que hasta ahora, siéndolo, se han incumplido con cierta naturalidad y comprensión mutua. El mensaje parece ser: ‘ahora sí, va en serio’, porque nuestra dependencia nos obliga. Se sugieren, además de un derecho de revisión presupuestaria de los estados miembros entre sí, varias sanciones, que vagamente recuerdan las que con tanto entusiasmo proponía el presidente español en los vigorosos inicios de la presidencia europea hoy olvidados - como la retención de fondos de cohesión, que ya existe y no se ha usado, la entrega de depósitos destinados a convertirse en multa (que también existe ya) y otros criterios a añadir a los presupuestarios, como los costes laborales unitarios, la productividad, la tasa de desempleo o el superávit de la cuenta corriente.
 
Al final de todo el proceso, la bolsa de Madrid caía el 14 de mayo más de un 6%, y más de tres puntos Londres y París. Los intereses que habían de pagarse por vender deuda española rondaban el 4%.
 
2. El peligro de la deuda
 
En el número de marzo de Foreign Affairs el enfant terrible de la historiografía actual, Niall Ferguson, escribió un artículo argumentando que los imperios se derrumban de manera mucho más súbita de lo que se cree[5]. Una combinación de déficits fiscales y exigencias militares imposibles de atender sugiere que los Estados Unidos pueden ser el próximo imperio en caer. Tanto valora este británico el peligro de la excesiva deuda en Occidente. Pero el primer imperio en sufrir está siendo el ya maltrecho europeo.
 
¿Por qué no se puede vivir en deuda permanente como han parecido pensar muchos dirigentes actuales?
En España la deuda acumulada en relación con su PIB anual es un 62,3%, por debajo de lo que ocurre en la mayoría de los países europeos, media del 85%. Así Francia tendrá casi un 84%, a final de año; y casi un 77%, Alemania.

Las perspectivas no son halagüeñas. Nadie prevé déficits anuales en Europa durante el próximo lustro por debajo del 5%; aunque Alemania se ha impuesto a sí misma una obligación constitucional de un 0,35% de déficit anual para el 2016. Esto significa que hasta mediados de la próxima década se seguirán arrastrando, en todos los países europeos importantes, déficits que de acuerdo con el Pacto de Estabilidad y Crecimiento son considerados excesivos, prohibidos y sujetos a sanción, en teoría. Esto, a su vez, impone un horizonte de deuda acumulada de alrededor del 100% del PIB de cada nación para el 2015.

Alrededor de esos años se sitúa el retiro laboral de las generaciones más numerosas de europeos. A medida que van a aumentar los gastos de derechos adquiridos van a disminuir los ingresos. Lo grave no son los déficits coyunturales que se han generado en los últimos años por circunstancias consideradas excepcionales, con ser tremendo, sino los estructurales que no tienen arreglo con la mera mejora de la economía, suponiendo que esta tenga lugar.

Para Donald B. Marron, profesor en el Instituto de políticas públicas de Georgetown, presupuestar déficits puede ser apropiado - e incluso benéfico - en tiempos de especial presión, como guerras o recesiones.
 
Pero la deuda, en último término, es un problema[6]: (1) perjudica el crecimiento económicofundado en la creación de riqueza por las empresas, al hurtarles recursos; (2) Genera inflación; (3) Aumenta la dependencia de manos extranjerastrasladando al exterior decisiones, por ejemplo presupuestarias, que en el derecho clásico están vinculadas a la soberanía y al mismo nacimiento de los estados-nación;(4)Al multiplicarse su emisión e incrementarse la que se pide a corto plazo, de modo que la devolución del capital de la deuda se encuentra cada vez más cerca en el tiempo, implica la generación de una pirámide: deuda nueva que se emite para poder pagar la antigua. Supone funcionar cada vez más al borde de la suspensión de pagos y al albur de los intereses ofrecidos por el mercado; (5) Es un interés de los estados mantener un fondo para las épocas de vacas flacas, pero la deuda lo impide dando la impresión de que, al producirse una contingencia, se debe financiar con la misma medicina; Por fin, (6) en último lugar, lo más importante: la deuda presenta un problema moral de justicia intergeneracional.
 
3. Las reglas
 
Hace unos años recorrió Europa una literatura apocalíptica considerada una exageración por los medios dominantes. No se trataba sólo del título más provocador, el de Eurabia, de la judía Bat Ye’or[7], sino de una serie de libros sobre la decadencia del continente. El primero en el tiempo bien pudo ser el de George Weigel, el biógrafo papal, quien escribió “El cubo y la catedral”, siendo seguramente el propio Papa Juan Pablo II quien le puso sobre la pista con la exhortación apostólica Ecclesia in Europa[8], recientemente recordada por Weigel al hablar del cardenal francés Lustiger[9]. No muy atrás en la línea de salida andaba el también judío Walter Laqueur, historiador de renombre, con el escasamente enigmático título “Los últimos días de Europa”. Junto a ellos, el libro de la inglesa Melanie Phillips, con el dramático “Londonistan”, así como el colorido columnista, Mark Steyn con su llamativo “America Alone”. 
 
Estos autores incidían en tres elementos: la decadencia demográfica del continente, su laxitud moral y su abandono a fuerzas extraeuropeas, irracionales o extremistas como única alternativa a un esfuerzo que no deseaban hacer y como excusa para el suicidio civilizacional. 
 
No obstante, tras esta llamada al orden, el presidente Obama llegaba a los Estados Unidos con un programa extrañamente europeo. El columnista del Washington Post Charles Krauthammer se preguntaba si el nuevo presidente era de Hawaii, de Indonesia, de Chicago,… y se contestaba: es de Suecia.
 
Pero si había algo que la literatura crítica con Europa no llegaba a concluir, salvo acaso el malentendido discurso del Papa Benedicto XVI en Ratisbona[10] evocando la racionalidad humana, es que los europeos se habían liberado, ya decididamente de toda modernidad. El nuevo mandato europeo era pues la liberación de reglas, ya fueran de la razón o la tradición, que intentan limitar el inmenso espíritu humano que lo puede contener todo. Una cosa y su contraria. La máxima realización, posmoderna, de la intuición de Walt Whitman, tan poco europeo él: ¿Me contradigo? Muy bien, pues me contradigo. Contengo multitudes.
 
Europa, pues, con sus multitudes, rechazando ser constreñida por cualquier cosa, y por encima de todo renunciando a limitar sus deseos perfectos por la perturbadora realidad, se encaminó a la vulneración de todo lo vulnerable, muy atenta a la moraleja (¿?) ya antigua pero nunca marchitada del Marqués de Sade: Juliette ou la prosperité du vice, Justine ou le malheur de la vertu. Nadie la iba a pillar intentando ser virtuosa y sufriendo lo más mínimo por ello.
 
Por eso cuando en la pasada década más de uno de los países importantes del euro pasaron dificultades para cumplir el jurídicamente vinculante Pacto de Estabilidad, no se dejaron amilanar por ello y reinterpretaron su significado. Sin la necesidad de pasar por el engorroso trámite de reformar los tratados. Misma historia con el proceso constitucional de la Unión, que, salido de la declaración de Laeken en 2001 engendrado en el deseo de mejora en el proceso de decisión, la simplificación y la democratización dio como resultado no una constitución sino un mero tratado procedimental como el de Lisboa, del que ya se dijo en su día que habría que haber hecho como Espronceda al entrar en Lisboa: que tiró el escaso peculio que llevaba por no entrar en tan gran ciudad con tan poco dinero. Pero tras los dos rechazos por referéndum de dos países fundadores, cuando lo más razonable – y democrático – hubiera sido abandonar el proyecto y seguir con lo existente que no era poco, se dieron un plazo de resuello, y, tras reducir el tratado, lanzaron el texto de Lisboa a ser aprobado por los medios que menos molestia suscitara. Salvo en el caso de Irlanda, único en que constitucionalmente era imposible. La consulta popular se saldó con un sonoro ‘no’, pero fieles al mandato de Sade, se forzó a la inocente república irlandesa a un nuevo referéndum, que esta vez, mediando presiones exitosas, fue positivo. Sólo quedaba apremiar a la - según se repetía sin descanso -recalcitrante y derechista Chequia, para lograr la cuadratura del círculo de un tratado nacido con más pena que gloria. Entrado en vigor en enero del 2010, en lugar de presagiar una Europa unida y potente, como se dijo hasta la náusea, coincidente con la presidencia española, no ha presenciado más que crisis, quiebras y replanteamientos.
 
Pero a lo que Europa se dedicaba era a lo que los antiguos llamaban: antinomianismo. A saber, el rechazo de la norma por ser norma y la tentación de la vulneración de lo que se había aprobado como tal porque, los que mandan, saben mejor lo que conviene. La suplantación del lema fundacional del estado de derecho: ser gobernado por leyes y no por hombres. Esta puesta del revés, como en las misas negras, no era sino el aggiornamento de los mandatos recogidos por Orwell en 1984: la verdad es la mentira, la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud. Pertrechados con sus lemas y propagandas, los poderes que son en Europa se creyeron liberados de arcaicas ataduras.
 
Norman Podhoretz escribió un interesante libro en 2003 titulado “Los profetas” en que estudiaba con inusitada erudición las enseñanzas morales, teológicas y las simples apreciaciones de esos enojados recordatorios del Antiguo Testamento, parte esencial de la Biblia judía, que, precisamente insistían en que olvidarse de la Ley, de Dios, y de la Ley de Dios, era un mal camino.
 
En un último capítulo: “Los profetas y nosotros”, después de haber dejado a un lado la afirmación de Max Weber de que lo único que importaba a los profetas eran las relaciones internacionales – lo que tiene menos ironía de lo que parece -, concluía que pueden enseñarnos mucho: a judíos, cristianos e incrédulos. ¿Qué? Que lo que del siglo IX a C. al siglo I se llamaba idolatría se llama hoy relativismo, o corrección política, o multiculturalismo. Es decir, la renuncia a la verdad por un bien mayor, quizá el aparente entendimiento con todos, la paz, o la calma social. Pero a cambio de la desvirtuación de lo racional, y, sobre todo, de la violación de las reglas.
 
Tras hacer un resumen de los males que ha heredado nuestro tiempo de la contracultura de los sesenta, y advertir la deliberada desatención de aquél tiempo por las normas, animaba a luchar contra las reproducciones de aquellos síntomas en nuestros días, que identificaba con los voluntarios apartamientos de las reglas. Sintetizaba Podhoretz estos males en el narcisismo aparente en muchos, tan satisfechos de sí mismos que no reparan en el desagrado que esta actitud afectada causa en los demás. Estos hombres, los que viven ahora en las alturas políticas, recuerdan a los que Archibald Kox, profesor de Derecho de Harvard llamó, en pleno auge de la crítica social de los sesenta, “los mejor informados, los más inteligentes, y los más idealistas que jamás haya visto este país”. No eran nada de eso, pero, ahora, mandaban.
 
4. La felicidad
 
Charles Murray rememoró hace dos años que los europeos habían perdido el tren de la edad contemporánea, cuando precisamente pensaban hallarse más allá de ella en plena posmodernidad. Que tal carencia procedía del hecho de haber abandonado en las manos del estado aquellas cosas que, por ser más difíciles y requerir la responsabilidad personal de cada individuo, no pueden cederse si no es a cambio de la renuncia a la felicidad. Habían cambiado su libertad por una seguridad ilusoria ofrecida por el estado, como no había cesado de repetir ya a finales del siglo XX el filósofo Julián Marías. 
 
Decía así Murray que los europeos iban a deber replantear sus estados del bienestar, et il ne croyait pas si bien dire, por razones económicas y demográficas, pero que había otras, de orden moral, que eran aún más importantes. Para Murray había cuatro instituciones que, puestas en las manos del poder público pierden su vitalidad e impiden lo que la civilización occidental ha considerado vida durante los últimos veintisiete siglos. Son estas: la familia, la comunidad, la vocación y la fe.
 
Estimaba Murray que las ayudas que los estados del bienestar proporcionan a los europeos para facilitar la familia, de orden económico, han obtenido como resultado tasas de reposición que precisamente no llegan a esta. Considera que la redistribución desmesurada a través de una maraña impositiva difícilmente reconocible ha hecho perder el concepto de prójimo, al que no se puede ayudar porque ya se ha dado: al estado, a la región, al municipio, a Europa, para que se ocupe de él. Desaparecía así el propio concepto de gratitud, como ha escrito el filósofo Roger Scruton con perspicacia, pues el que de nada dispone libremente, nada puede dar[11]. Decía Murray que casi nadie en Europa aprecia su trabajo como resultado de una llamada vocacional sino como un medio de vida en el que no merece la pena esforzarse por sí mismo. Por fin, juzga absurdo que sean los estados los que se dediquen a sostener las iglesias porque esto las deja vacías, como en Suecia, e impide que las personas se acerquen a ellas espontáneamente y por su propia voluntad.
 
 
Al buscar una metáfora Niall Ferguson en su extraordinario análisis de la caída de los imperios, aplicado a los Estados Unidos, pero que, vaya usted a saber porqué se manifiesta hoy con plena actualidad en Europa, se acercaba a los cuadros de Thomas Cole. En ellos se ve desde el ascenso de los imperios hasta su decadencia y derrumbe, que, pictóricamente, tiene mucho de moral[13].
 
Si Europa quiere seguir existiendo, no digamos ya renacer, necesita no sólo poner su casa en orden económicamente, sino advertir la raíz moral de sus males e intentar remediarlos. Puede empezar por seguir las reglas, actuar con racionalidad y no creer que la propaganda y el engaño a los votantes cambian la realidad, a la que se debe un respeto. ¿Quién les iba a decir a los socialistas de todos los partidos que la solución a los males del continente pasaba por rechazar la idolatría y permitir a las personas buscar la felicidad como les plazca sin inmiscuirse en sus vidas y decidir por ellos? Y es que hay historias, y libros viejos, que tienen su gracia.


 

 
 
Juan F. Carmona y Choussat es Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.
 
 
Notas