Euroislamismo: La alternativa del diablo

por Óscar Elía Mañú, 26 de marzo de 2017

Una versión corta de este texto fué publicada en Libertad Digital el 23 de marzo 2017 
 
Si algo muestra la experiencia adquirida desde 2001 es que al islamismo se le puede derrotar militarmente en su propio terreno. Al Qaeda fue derrotada, primero con su expulsión de Afganistán y después en 2007 en Irak; y aunque de manera mucho más lenta y dificultosa de lo que se repite una y otra vez, el ISIS está en vías de ser derrotado también en Irak y Siria. Basta con que los países occidentales  o Rusia mantengan el esfuerzo para que el ISIS salga derrotado.
 
Es verdad que el yihadismo se ha metastasizado en otras tres áreas: el sur de la Península Árabiga, el norte, el Cuerno de África y el centro del continente europeo. En los tres escenarios está en alza: pero en ninguna de las tres regiones se enfrentan los terroristas a unas fuerzas armadas bien entrenadas y equipadas. Los países de la región tienen capacidades militares limitadas, y ya participación occidental es débil, centrada en labores de entrenamiento y asesoramiento? o protección. En ninguna de las áreas de expansión islamista han puesto todavía los occidentales interés auténtico en acabar con los yihadistas, que construyen campos de entrenamiento, reclutan personal y preparan su expansión a otras regiones.
 
Con  esto quiero decir que se puede derrotar militarmente a AQMI, a Boko Haram o a Al Shabab en el territorio que ocupan o aspiran a ocupar, si uno se lo plantea en serio. Ni en Yemen, ni en Somalia ni en Nigeria serían los yihadistas verdaderos enemigos para las tropas occidentales, al menos si se planteasen involucrarse de verdad. Es posible que, al igual que en el pasado, deban hacerlo en el futuro, cuando las consecuencias de la expansión yihadista sean más evidentes.
 
 
Pero a estas alturas no es esa la cuestión: lo que parece claro es que la derrota sobre el terreno de cualquiera de esos grupos y del resto de las marcas islamistas que reaparecen por aquí y por allá no es garantía del fin de los atentados. Es totalmente cierto que las bases de operaciones proporcionan a estos grupos recursos, campos de entrenamiento y propaganda e impulso moral. Es por lo tanto necesario no descuidar la intervención directa y decisiva en estas y otras regiones.
 
 
Pero al margen de ello, tenemos ya suficiente perspectiva para concluir que  atentados como el de Londres del 22 de marzo van a continuar en las ciudades europeas, con independencia de la derrota de las milicias yihadistas en Oriente Medio o África. Aquí encontramos ya el primer aspecto desalentador de la guerra contra el terrorismo, porque la victoria necesaria en esos países no detendrá del todo los atentados en las calles islamistas.
 
 
Esto ocurre porque el virus islamista ha contagiado a las comunidades islámicas europeas: no siempre ha sido así en el pasado, y quizá no tendría por qué serlo, como liberales y multiculturalistas repiten con insistencia. Pero lo cierto es que son musulmanes en Europa o musulmanes europeos, los que cometen los atentados. Y que la expansión del yihadismo en Europa -aquí sí, como en otras regiones del globo- se produce a través de la expansión de las comunidades islámicas. Los focos yihadistas coinciden con las grandes aglomeraciones de población musulmana.
 
 
Esto explica la mutación de la figura del terrorista. Del grupo profesional del 11-S pasamos en su día al combatiente regresado de luchar en Afganistán o Siria; de éste hemos dado ya el paso al radicalizado en la mezquita o a través de internet, lleno de odio y frustración contra la sociedad abierta, que considera que le ha traicionado y a la que desprecia. El yihadista ya no se esconde en una cueva en Tora Bora o en el desierto libio; se esconde en la casa de la vuelta de la esquina. Tiene pasaporte español, francés o británico. Odia y combate la idea occidental de ciudadanía, pero es un ciudadano de pleno derecho.
 
A este proceso de expansión o de “democratización” del islamismo a través de Europa se une el proceso de diversificación de sus medios: los atentados no exigen infraestructura, ni grande ni pequeña. Hoy los coches bomba parecen ya anticuados, y ni los terroristas palestinos los utilizan. De ellos pasamos a las mochilas bomba. De éstas a los aviones, al coche, al camión, al cuchillo. Cualquier islamista tiene en su casa, en su trabajo, las herramientas para sembrar el terror: es sencillo hoy paralizar el centro de una gran ciudad, aterrorizar a los ciudadanos, excitar a los periodistas y poner contra la pared a los gobiernos durante días. Nunca el terrorista ha podido hacer más con menos.
 
"Mejor combatirlos allí que esperarlos aquí", afirma Putin, viendo el espectáculo occidental antes de proceder al planchado de barrios enteros en Siria y al despliegue permanente de guarniciones en la región. Rusia sin duda prefiere combatirlos allí, aunque Putin gusta de mano de hierro también en el interior. Eso no impide periódicos ataques en territorio ruso.
 
Los occidentales han optado por esperarlos aquí, aunque el “aquí” significa cosa distinta a éste y al otro lado del Atlántico. Trump parece dispuesto a esperarlos en las mismas fronteras de Estados Unidos, con controles más estrictos y minuciosos, tanto de equipajes como de personas.
 
 
Lo de los europeos es más dramático: su aquí ya no es la frontera, los aeropuertos de entrada o de salida. De manera suicida y traicionando toda la tradición jurídica occidental creen que se despreciar las fronteras, tirar abajo los controles y abrirse pasivamente al extranjero.
 
Bajo la política de inmigración europea se esconden dos cuestiones bien distintas: por un lado, la cuestión migratoria en general, de miles y miles de personas de Oriente Medio que de manera sostenida en el tiempo llevan décadas entrando en Europa, legal e ilegalmente; por otro lado, el aluvión coyuntural de inmigrantes que, amparados bajo la etiqueta de refugiados, tratan de asentarse en las ciudades europeas tras la guerra civil siria, sin control ni discriminación algunos. Los terroristas que atemorizan en la calle proceden de los dos grupos, al que hay que sumar el tercero, el de aquellos de segunda o tercera generación.
 
 
Estas cuestiones desembocan en el cambio profundo del mundo musulmán europeo. Barrios enteros de las grandes ciudades se han islamizado de manera exponencial: zonas enteras de Bruselas, de Birmingham, de Marsella parecen El Cairo, Damasco o Amán. En ellos encuentran adoctrinamiento, refugio, comprensión y ayuda los yihadistas, y de ellos salen los terroristas aislados que no tienen más que cruzar la calle para cometer un crimen que estremezca al país entero.
 
 
Esto no sólo significa que para los europeos la línea del frente está en el interior. Significa que la dinámica migratoria juega en su contra de manera creciente: cada vez hay más terroristas, potenciales o en ejercicio, en las calles europeas. Da igual que sean una minoría, que lo son: el problema es que es una minoría cada vez más numerosa, a la que la mayoría no es capaz, por miedo, pasividad o convicción, de eliminar. Como en todo proceso totalitario, la minoría criminal encuentra amparo, voluntario e involuntario, en la mayoría.
 
 
Esta suerte de guerra civil en las ciudades pone a los europeos ante sus peores pesadillas: no sólo la guerra no tiene un frente definido, sino que este frente indefinido está en el interior de la sociedad occidental y, sobre todo, afecta a los valores sobre los que se sustenta la sociedad abierta. En las dos últimas décadas se ha puesto en marcha una espiral diabólica: el doble fenómeno de la presión migratoria y el radicalismo hacen que la sociedad abierta, orgullo de Europa esté volviéndose contra sí misma. Los derechos frente al Estado, las libertades de expresión y religiosa, la libertad de movimientos, hasta los subsidios sociales favorecen el asentamiento musulmán en territorio europeo, y con él el de la minoría de yihadistas dispuestos a matar en Europa.
 
 
Nunca nadie había pensado en ello, con lo que los occidentales se encuentran así atrapados, paralizados ante lo inimaginable. Nunca habían pensado que la sociedad abierta, real o idealizada, podría ser puesta en peligro desde la propia sociedad abierta y apelando precisamente a ella: las revoluciones, los golpes de Estado no son comparables a una subversión demográfica, pacífica, silenciosa. Como después de cada atentado, las autoridades, los medios, hacen profesión de fe sobre los valores democráticos. Pero son estos precisamente los que, tal y como los interpreta la sociedad actual, impulsan el doble fenómeno de la islamización de Europa y de la radicalización islámica en Europa.
 
 
En una deriva diabólica, los valores de la sociedad abierta sustentan las libertades y el margen de actuación del islamismo que aspira a acabar con ellos. La suma de tendencias demográficas en Europa, de inmigración, y de patrones de comportamiento del yihadismo permite entrever dos consecuencias: una presencia creciente del Islam en las calles europeas, en la sociedad y en la política; y una persistencia o aumento de los ataques yihadistas en suelo europeo.
 
 
¿Qué hacer? La parálisis actual europea es fácilmente explicable, pero difícilmente superable. A estas alturas de la historia, los europeos no están dispuestos a tomar unas medidas que consideran atentan contra sus propios principios, contra los valores que consideran sagrados: las deportaciones sociales, la discriminación religiosa, la limitación de la libertad de expresión o religiosa repugnan a los occidentales. No son capaces siquiera de planteárselas sin sentirse, con razón, traidores a sí mismos, a sus valores y principios. Las consideran parte del pasado más oscuro, o más propias de otras regiones del globo.
 
 
Una Europa así, con prohibición de cultos, con limitaciones a los movimientos por motivos religiosos, con discriminación de derechos y deberes, ¿seguiría siendo Europa? Los occidentales consideran que la democracia es el mejor régimen posible, el único que merece la pena ser vivido: ¿qué ocurre cuando este conduce a la inseguridad a corto plazo y al despotismo a largo? La cuestión, terrible, de los límites de la sociedad abierta y del régimen pluralista vuelve a abrirse de nuevo, esta vez con el goteo sistemático de ataques terroristas en París, Londres o Bruselas. Vencer al terrorismo, salvar Europa, tiene cada vez menos que ver con el despliegue de militares en lugares lejanos: no se puede luchar contra el islamismo en Europa sin vulnerar los mismos derechos que los europeos consideran sagrados, y que los terroristas, organizados o no, utilizan para acabar con la sociedad abierta, apoyados en la mayoría musulmana silente. Hacerlo, sin embargo, significa traicionar los valores e ideales sobre los que se asientan las democracias contemporáneas, y que las hacen más preferibles a cualquiera de las alternativas, empezando por las islámicas. 
 
Así las cosas, la alternativa es diabólica: ¿cercenar la sociedad abierta para salvaguardar algunos de sus aspectos, o salvaguardar la sociedad abierta en su totalidad dejándola más expuesta a los embites islámicos e islamistas?