Democracia en África Subsahariana

por Ángel Pérez, 8 de octubre de 2004

Entre las polémicas suscitadas por la tensión entre modernidad, occidentalismo y tradición una ha tenido especial relevancia. Se trata del carácter universal, o no, de la democracia y su posible adopción por cualquier sociedad, con independencia de sus características socioculturales. Y entre los espacios geográficos de cuya capacidad para afrontar su transformación democrática se ha dudado se encuentra el África Subsahariana, arguyendo en ese sentido las deficiencias de toda índole, económicas e institucionales, de los estados que la integran.
 
No existe acuerdo doctrinal sobre las condiciones que hacen posible una democracia y su posterior consolidación. Se han defendido ideas diversas al respecto. Unos autores han insistido en la conexión existente entre democracia y desarrollo económico; otros en la necesaria existencia de valores y actitudes democráticas entre los ciudadanos y un tercer grupo de teóricos ha resaltado la importancia de la estructura política, la vitalidad de las instituciones, la influencia exterior o la unidad nacional. Si algo es evidente al escrutar estos argumentos es que en África Subsahariana no se da íntegramente  ninguno de ellos, ni siquiera el de unidad nacional, que se encuentra con frecuencia en entredicho en un marco político que parece perpetuar la división y el conflicto. Esta realidad podría llevarnos a pensar que la democracia en África al sur del Sáhara es por ahora imposible. Y lo cierto es que no han faltado opiniones que tomaban esa dirección, considerando que el subdesarrollo político, económico e institucional hacían inviable un sistema democrático estable. Dos factores acabaron por consolidar esta idea, el enfrentamiento Este-Oeste, que hizo de África uno de sus escenarios, primando la seguridad sobre cualquier experimento político que pudiera ser desestabilizador; y las propias clases dirigentes africanas postcoloniales que arguyeron la necesidad de desarrollo económico para justificar gobiernos autoritarios más preocupados por el poder y la expansión territorial que por el bienestar social y económico. Esta pretensión de delimitar espacios de la sociedad internacional aptos o no para gobernarse de acuerdo con un sistema democrático  parece ser demostrada por la realidad del continente africano. En 1993, con motivo de la primera gran crisis de los Grandes Lagos, Edward N. Luttwak se expresaba de la siguiente manera (1):
 
“A menos que se haga frente a la enormidad de una recolonización que estableciera a la ONU como administración a largo plazo de un número cada vez mayor de colonias africanas, lo único que puede hacerse es abandonar cada país y sus pueblos a su suerte...El nivel de desarrollo político que prevalece en ellos es sencillamente insuficiente para poner en funcionamiento las estructuras de un estado moderno. Inevitablemente, sus líderes suelen ser  los principales saqueadores de sus países, los burócratas suelen operar como chantajistas, los soldados son, por lo general, la mayor amenaza para la seguridad pública, y los policías son más proclives a robar a sus conciudadanos que a protegerlos”.
 
No es posible negar la realidad de esta afirmación. Sin embargo en defensa de una posible democratización de la región impulsada por factores endógenos hay que decir que la realidad del continente es compleja, en tanto que esas afirmaciones son demasiado generales. Existen estados razonablemente consolidados, incluso países con salud económica. No se puede caer en los extremos, como sucede periódicamente ante crisis como la ruandesa o más recientemente con las de Sudán, Guinea Bissau o Sierra Leona. Un cierto determinismo insiste en considerar que aquella violencia étnica y política era y es un problema sin solución, actitud que contrasta con la mantenida en fechas anteriores, mucho más optimista. Recordemos que la antropología política francesa había llegado incluso a despreciar a las etnias como realidad operativa en África Subsahariana, considerándolas una invención colonial, postura rechazada por autores como Georges Balandier, Claudio Moffa o Ferrán Iniesta.
 
Democratización
 
De hecho, la ola democratizadora de finales de los años ochenta y década de los noventa del pasado siglo ha alcanzado de lleno el continente africano. Entre las razones que se han dado para explicar el fracaso de la democracia en África destacan la falta de reconocimiento de derechos y libertades civiles y políticas, las diferencias étnicas y la tradicional personificación del poder. Pero en realidad al establecer este trío más que explicar su fracaso se están citando  obstáculos a la democratización no exclusivos de las sociedades africanas. Los estados africanos más avanzados en términos democráticos han iniciado la superación de esos problemas como en su día lo hicieron otras sociedades. Además es necesario tener en cuenta que en África han existido en realidad dos procesos democratizadores. El primero, tras la independencia, constituyó un fracaso. La independencia política y la democracia habían estado ligadas con anterioridad en ejemplos como el de Estados Unidos, Finlandia o Israel. En todos ellos la independencia supuso la victoria de la democracia. En el espacio subsahariano, por el contrario, este proceso tuvo dos características, a saber, no siempre la independencia fue producto de la presión de élites democráticas, dado que buena parte de aquellos dirigentes se identificaban con el marxismo; y, sobre todo, existió una preferencia, la construcción estatal, que a veces obligó literalmente a la adopción de gobiernos autoritarios capaces de hacer frente a las numerosas secesiones (Katanga, Biafra, separación entre Senegal y Mali, Cabinda entre otras). La democracia fue en esos casos sacrificada.
 
El segundo proceso de democratización comenzó en 1990, tras la cumbre de la OUA (antecedente de la actual Unión Africana) de ese año, en la que los gobiernos africanos se comprometieron con la democracia insistiendo en mantener absoluta independencia y soberanía, dos conceptos obsesionantes en un continente marcado por el neocolonialismo, el plurietnismo y las guerras secesionistas. A pesar de esa insistencia, lo cierto es que esa segunda oleada tuvo su origen en factores exógenos. El primero, el desmoronamiento del bloque comunista, lo que arrastró a algunas dictaduras emblemáticas: Hisen Habré en el Chad, Musa Traoré en Mali, Siad Barre en Somalia, Megistu Haile en Etiopía o Samuel Doe en Liberia. El segundo, la nueva actitud de los donantes de ayuda occidentales, que comenzaron a condicionarla al mayor o menor grado de respeto de los derechos fundamentales.
 
La transición se ha operado mediante la celebración de una conferencia nacional, a la cual sigue un referéndum constitucional y unas elecciones. Así sucedió en Nigeria, Ghana, Sierra Leona, Tanzania, Gambia, Camerún, Angola, Guinea Bissau, Burundi o Ruanda. En todos los casos fue patente la utilización de complejos mecanismos para conservar el poder por parte de los anteriores hombres fuertes y en numerosas ocasiones el proceso se ha visto desbordado por la guerra o la vuelta de un sistema autoritario. Fue el caso de Nigeria, Ruanda, Burundi, Guinea Bissau, Burkina Fasso o Costa de Marfil. En otros casos, como ha sucedido en Congo-Kinshasa (Zaire), el proceso revolucionario y violento no ha supuesto la instauración de un régimen democrático.
 
Los estados donde tal proceso ha dado buenos resultados cumplen dos condiciones esenciales, a saber, se trata de estados consolidados y las estructuras políticas que han sido transformadas o sustituidas para dar paso a un sistema democrático gozaban de una razonable legitimidad. Estas estructuras previamente legitimadas no son necesariamente las de un estado moderno, producto de la colonización; también pueden corresponder a una sociedad tradicional . Entre aquellos países destacan Burkina-Fasso, Mali, Niger, Cabo Verde, Gambia, Senegal, Benin, Sierra Leona, República Centroafricana, Santo Tomé y Príncipe, Gabón, Kenia, Tanzania, Etiopía, Mozambique, Zambia, Zimbabwe, Botswana, Namibia, Madagascar y Sudáfrica. Todos ellos respetan, al menos formalmente, la posibilidad de alternancia en el poder, criterio elemental que debemos considerar al definir la democracia y que  permite dejar a un lado aquellos estados que, incluso manteniendo el recurso al voto popular, constituyen sistemas unipartidistas. Entre estos, no lo olvidemos, existen importantes diferencias que van desde la razonable estabilidad y respeto formal de derechos básicos de Uganda a la dictadura más tradicional de Guinea Ecuatorial.
 
Las dificultades
 
Los obstáculos que debe superar la democracia en África Subsahariana son múltiples. El requisito esencial para que aquélla pueda darse es la existencia de un estado. Y este factor, que pudiera parecer menor en otras regiones del planeta, es en este caso un elemento de suma complejidad. El concepto de estado es extremadamente ambiguo en un área geográfica que ha tenido que asimilar varios siglos de historia europea en unos pocos años de colonización. De hecho África es el único continente donde podemos encontrar estados casi virtuales, como Somalia, que existe en los mapas pero apenas en la realidad. En el momento en que el estado está sometido a fuertes tensiones secesionistas o simplemente no es capaz de ejercer su autoridad sobre el territorio y población que lo componen, la democracia se hace imposible. El estado, por tanto, ha de estar consolidado en alto grado. Este axioma es evidente si constatamos que los limitados y tímidos procesos de democratización que han tenido lugar en África Subsahariana se han producido en aquellos estados razonablemente sólidos. Éste es el caso de Gabón, Senegal, República Sudafricana o Zambia. Y es que es allí donde el estado no es sistemáticamente puesto en cuestión donde las posibilidades de democratización son mayores, con independencia del punto de partida, como sucede en Angola o Mozambique. Aquellos que muestran problemas de consolidación, por tanto de funcionalidad, o caen en el caos, como Somalia, o acaban configurando regímenes autoritarios, como ha sucedido en Ruanda, Burundi o Nigeria.
 
Por tanto el estado en África Subsahariana está sometido a una doble tensión. La endógena, originada en las características tradicionales de las sociedades africanas y en la delimitación territorial colonial; y la exógena, relacionada con el proceso de globalización que parece poner en duda la utilidad del mismo . Se presenta así la paradoja de que el estado, principal aportación política occidental a la cultura universal, podría estar consolidándose en el África Subsahariana justo cuando más dudosa es su capacidad para hacer frente a los problemas de la sociedad actual. En todo caso, su formulación más moderna en este continente tiene su origen en la colonización europea y en la división territorial pactada en Berlín en 1885. Las divisiones artificiales del territorio reforzarían uno de los problemas más graves del continente, la complejidad étnica de sus estados, que junto a su falta de vertebración económica constituyen formidables obstáculos para la democracia. A ellos debemos añadir factores que han demostrado cierta singularidad en la región. Se trata, en primer lugar, del nacionalismo, que en África Subsahariana no estuvo ligado necesariamente al resurgimiento de entidades colectivas precoloniales, todo lo contrario, tuvo como misión consolidar los límites coloniales. En segundo lugar, el ejército y los partidos políticos, catalizadores únicos a menudo del nacionalismo y la modernización, como  únicas estructuras capaces de superar la división étnica, aspecto este particularmente relevante en el caso de las fuerzas armadas, que generalizarían así su intervención en la actividad política. Y, por último, la modalidad de colonización, que reforzaría o debilitaría la legitimidad de las formas de organización política precoloniales o, sencillamente, las sustituiría por otras nuevas de legitimidad discutible. En ese sentido, el sistema de “control indirecto” británico permitió mantener con más frecuencia la ficción de legitimidad que la “asimilación” francesa. El resultado es que los estados de colonización anglosajona muestran mayor estabilidad y mejores condiciones para la democratización. Es el caso de Zambia, Namibia, República Sudafricana, Botswana, Zimbabwe o Tanzania. Incluso la antigua Somalia Británica. Si bien Somalia es un estado sumido en el caos, dentro de ella se han desarrollado subestructuras de poder que carecen de reconocimiento internacional. Una de ellas, sin embargo, es especial, se trata de Somaliland. Este es un buen ejemplo, además, de como las estructuras tradicionales de poder pueden servir de base a un sistema que se acerca más que la mayoría  a la democracia, utilizando la tradición de gobierno de una población tradicionalmente nómada. ­Somaliland (antigua Somalia británica) es hoy un estado de facto, bastante estable, donde las conferencias tribales tradicionales (shir) han permitido el equilibrio entre los diferentes clanes y la elección periódica de un presidente y dos asambleas, una de delegados y otra de ancianos elegidos por los clanes. El resultado es un estado más legítimo, estable y democrático, capaz de sobrevivir sin ayuda exterior con medios económicos ínfimos.
 
Pero existen, además de la fragilidad conceptual y funcional del estado, otras dificultades no menos relevantes. En primer lugar la democracia requiere para su desarrollo de una sociedad civil y política sana, esto es, de un marco donde la competencia política y las asociaciones de todo género sean posibles. Sin embargo, si por algo se caracterizan los estados subsaharianos es por la debilidad de aquellas, debido a la influencia que sobre ambas ejerce la diversidad étnica. La étnia condiciona la aparición de partidos y asociaciones, y controla con frecuencia los poderes locales. En África Subsahariana tanto la necesidad de asegurar la pervivencia del estado como la voluntad de emular a las antiguas metrópolis impusieron una construcción estatal unitaria que, en realidad, no fue tal. Y no lo fue porque a menudo la étnia mayoritaria era la que terminaba capitalizando el aparato estatal y su brazo armado, el ejército. Un buen ejemplo es el de Guinea Ecuatorial y el enfrentamiento, ya antes de la independencia, entre bubis y fang.
 
Las fórmulas para superar esta división étnica y su influencia sobre la sociedad civil y política no son numerosas. Una forma pudiera ser el respeto de las prácticas tradicionales capaces de adaptarse a las exigencias democráticas, como ha sucedido tímidamente en Somaliland; así como el reconocimiento de derechos específicos a determinadas minorías, como sucede con los zulúes o los tuareg. Y por último, quizá fuese necesario el desarrollo de naciones-estado frente a los tradicionales estados-nación. Un ejemplo de nación-estado sería Suiza, o incluso los Estados Unidos. Es decir, estados capaces de generar una fuerte lealtad siendo multiculturales o multinacionales.
 
A la fragilidad del estado y el componente multiétnico, debemos añadir la necesidad de contar con una burocracia razonablemente eficaz, a poder ser profesionalizada, única forma de garantizar su buen funcionamiento. Sin una burocracia eficaz es imposible prestar servicios, impartir justicia o simplemente recaudar impuestos. Los países subsaharianos donde la democracia se abre camino poseen en general rancias tradiciones burocráticas, por comparación, al menos, con sus vecinos. Es el caso de los estados anglosajones de África Austral, de Senegal, Gabón o Etiopía. Y los estados no democráticos con una administración sólida, como Nigeria o Uganda, poseerán una ventaja evidente cuando la democratización se produzca. Este elemento, además, está directamente relacionado con la capacidad del estado para hacer efectivo el respeto de los derechos fundamentales, elemento esencial de un sistema democrático. Este aspecto del sistema político configura lo que denominamos Estado de Derecho, cuya premisa esencial es el sometimiento de los poderes públicos y de la administración a la ley. Este criterio permite establecer la diferencia entre democracias reales y formales, o lo que es lo mismo, permite constatar la existencia de democracias no liberales. Lo menos que debe existir en un estado autoproclamado democrático es el compromiso formal de respetar ese principio de legalidad. Y para alcanzar ese grado de estabilidad legal ha sido necesario superar dos obstáculos. Uno psicológico, el rechazo de la democracia como sistema que crea división y conflicto, y otro de orden histórico, a saber, la tendencia a elaborar constituciones programáticas con escasos capítulos procesales que recojan los medios de defensa de los derechos reconocidos. Una constitución demasiado genérica en sus contenidos equivale poco más que a un sucinto programa de gobierno y no a un conjunto de normas que permitan el correcto funcionamiento de las instituciones democráticas.
 
Conclusión
 
¿Tiene futuro la democracia en África Subsahariana? La respuesta debe ser afirmativa. Pero eso no quiere decir que no vayan a persistir los retos, el menor de los cuales no es la globalización y el rechazo de la modernidad provocado por aquella en numerosas regiones del planeta. Los procesos de democratización serán lentos, a veces reversibles, pero siempre serán mejores que la carencia absoluta de libertades. Por lo demás, el problema étnico, siendo grave como es, no constituye una dificultad estrictamente africana. La tensión racial y cultural la sufren también naciones desarrolladas, como los Estados Unidos.
 
Quizá el peligro más claro para el África Subsahariana sea el riesgo de desbordamiento, esto es, el iniciar o consolidar la democracia cuando los países más avanzados se enfrentan ya a retos como el desarrollo tecnológico, la integración económica internacional o la supuesta crisis del estado-nación. Hacer frente a todos los retos al mismo tiempo, sin grandes medios como es el caso, es una tarea casi imposible. Debe entenderse que los estados subsaharianos, con alguna excepción en África Austral, tienen que realizar a un tiempo tareas como democratizar, consolidar el estado, asegurar el desarrollo económico, incorporarse a las tendencias tecnológicas más recientes; en definitiva, retos que superan con mucho las posibilidades de la mayoría de las pequeñas, frágiles y recientes naciones subsaharianas. Sucede, sin embargo, que ni siquiera en este caso parece haber alternativa a una gradual expansión de los principios, valores e instituciones liberales y democráticas.
NOTAS
            1. Edward N. Luttwark fue director de geoeconomía en el Centro de Estudios Estratégicos Internacional de Washington. Ver en José Pardo de Santayana (1997): “El centro de África sin horizontes de paz”, Política Exterior, vol. XI, nº55, pág. 52.
 
Ángel Pérez es Analista de Política Internacional.