Crisis del ideal occidental

por Ángel Pérez, 27 de febrero de 2008

Afirmar que la política exterior norteamericana y europea divergen resulta hoy, en ámbitos periodísticos y académicos, una obviedad. Sin embargo calificar esa divergencia de forma que su presentación pública resulte comprensible no es algo habitual, excepto cuando el foco de atención se centra en la mayor o menor disposición a proyectar fuerza militar fuera de sus respectivas fronteras. La dualidad que se ha establecido entre unos EEUU belicosos y una UE extremadamente pacífica o pacifista ensombrece la posibilidad de analizar estas diferencias bajo un prisma global, que interprete el despliegue o no de fuerza como una consecuencia, y no una causa de divergencia. Las políticas exteriores de EEUU y la UE divergen, como consecuencia los primeros intervienen fuera de sus fronteras y los segundos se repliegan sobre las propias. Pero esa divergencia tiene otra explicación más profunda y paradójica: el aislacionismo europeo.
 
Desde la Segunda Guerra Mundial Europa Occidental ha recorrido una parte de la trayectoria histórica norteamericana a la inversa. Un continente de estados consolidados se ha propuesto a sí mismo un punto de partida deliberadamente poco organizado que se ha querido comparar con la situación de las iniciales colonias que dieron origen a los EEUU. Y al adoptar esta posición se han asumido como naturales los principios que inspiraron en su momento el recogimiento norteamericano: crecimiento interior, expansión continental y aislacionismo como eje de la acción exterior. La comparación podría resultar desmesurada si la UE no estuviera centrada en incorporar nuevos estados a su organización, consolidar un mercado único y evitar toda acción exterior que implique verse envuelta en los conflictos regionales o generales que  afectan al mundo circundante. En definitiva, si los hechos no confirmaran la teoría. Europa asume así unos valores que le son impropios, por su historia, por su posición geográfica y por la naturaleza de sus partes; y que están en el origen de su profunda crisis existencial y las graves implicaciones políticas de aquella.
 
El aislacionismo norteamericano  no solo consistió en la adopción de una posición política, sino que se basó en un amplio consenso social y en el rechazo explicito de las guerras provocadas por otras naciones, y en particular las europeas. El nuevo aislacionismo europeo tiene una naturaleza semejante, no solo tiene sólidas terminales políticas que influyen o dirigen gobiernos nacionales o la propia Unión, además está respaldado por una vasta base social y se traduce en el rechazo de los conflictos que proceden del exterior, y en particular de aquellos en cuyo desarrollo se ven envueltos los EEUU. El mimetismo no solo afecta a este hecho, como sucedió en los EEUU, el aislamiento es compatible en Europa con una extraordinaria percepción de si misma, como cuna y casa de la libertad y la democracia, cuya exportación conviene realizar, aplicando patrones automáticos a los conflictos en cuya resolución se ve envuelta de difícil comprensión sin hacer referencia a la historia reciente de los EEUU. Así la aplicación sin límite del derecho a la independencia política ha llevado a la Unión Europea a respaldar la desmembración de Yugoslavia, más tarde de Serbia, en una política wilsoniana que resulta muy discutible y en la que coincide plenamente con la tradición de los EEUU.
 
Llegados a este punto resulta atractiva la idea de una divergencia convergente. Esto es, si la primera no es producto de la segunda, y viceversa. Los EEUU han llegado al puerto del que quisieron escapar sin éxito durante doscientos años, representado por Europa. Y esta ha recorrido el camino inverso, descubriendo los valores norteamericanos justo cuando los EEUU, por la fuerza de los hechos, ha debido abandonarlos. Es posible que esta paradoja albergue en si misma el germen de una posible unificación de criterios políticos en el futuro, habida cuenta de que resulta ser el mejor exponente de la ligazón histórica y moral que existe entre Europa y la potencia norteamericana. Occidente resultaría constituir así una sola entidad, reconocible por su tradición, política y cultural; y de la que Europa pretende escapar sin éxito, porque intuye las trascendentales consecuencias, y la notable responsabilidad que comportaría semejante ideal unitario. Esta tensión puede resolverse de tres maneras: con la efectiva unificación de EEUU y Europa, con la crisis sin retorno del núcleo europeo o generando una carrera ineficiente entre unidad europea y occidentalismo, asentada sobre un profundo antiamericanismo y la modificación de la naturaleza de Europa, que dejaría de constituir un núcleo de poder avanzado, occidental y de raíz cristiana, para convertirse en un magma multicultural, estancado y sin raíces culturales reconocidas.

La unidad europea
 
La unidad europea es en muchos aspectos un hecho. No solo en aspectos técnicos, sino también emocionales. La identificación difícil que se daba hace no muchos años entre ciudadanos de diferentes lugares de Europa resulta hoy llevadera, existiendo de facto una notable similitud de ideas y de problemas en todos los estados miembros de la Unión. Este aspecto positivo del proceso de unificación europea es resultado sin embargo de la conjunción de fenómenos de naturaleza compleja y con frecuencia ajenos a la voluntad explícita de la mayoría de los europeos. Se trata de un proceso que ha unificado problemas, homogeneizado políticas activas y generado tensiones existenciales cada vez más intensas. Esos fenómenos han sido al menos tres: el ideal norteamericano, las guerras mundiales, en especial la segunda y el fenómeno islamista.
 
La de Europa no es, obviamente, una idea nueva. Desde la caída del Imperio Romano la idea unitaria de Europa ha tenido su sitio en el pensamiento europeo, incluso en la política activa. Y cuando ese sitio no estaba claro siempre hubo autores capaces de interpretar hechos concretos, desde el proyecto de Carlomagno hasta la aventura imperial napoleónica, como ejemplos subyacentes de esa idea. Sin embargo el que piense que ese ideal más o menos deslavazado ha cimentado la actual unidad de Europa se equivoca. Cierto que esa tradición intelectual ha servido de justificación ex post facto, pero la noción de unidad continental que verdaderamente ha influido en el desarrollo de la actual UE no ha sido otro, menos antiguo y quizás más prosaico, que el americano (incluso la bandera de la UE está burdamente inspirada en la de EEUU). Ideal por cierto que también influyó en las viejas colonias españolas en pleno proceso de independencia, aunque en ese caso sin mucho éxito hasta ahora, al menos éxito práctico, porque como abstracción sigue siendo muy atractivo. América representó desde su descubrimiento un ideal extraordinario para los europeos, de hecho, ese descubrimiento es uno de los acontecimientos relevantes del Renacimiento y constituye, probablemente, el hecho más trascendental de cuantos han acontecido en la historia europea. ¿Es exagerado afirmar esto? Realmente no. Con América surgió la posibilidad de experimentar formulas de organización social y política imposibles en el Viejo Mundo, de tal forma que lo que se trasladó al nuevo continente, entre otras cosas, fueron los ideales europeas más avanzados o al menos más prometedores. Haciendo eso Europa trasplantó a gran escala su propio ser, y con el fundó los cimientos de lo que hoy conocemos como Occidente, que sería incomprensible sin el coloso norteamericano. Convirtiéndose en una realidad transatlántica, Europa se aseguró ni más ni menos que su supervivencia. El ideal americano, en la política, como en lo social, ha sido tan impactante, entre otras razones, porque era un ideal local, propio, y como tal ha sido incorporado al proceso moderno de unificación continental. Cuando se funda la Comunidad Europea y su éxito inicial garantiza su consolidación, nadie acudió a la idea de Europa de Carlomagno, Carlos I, Napoleón o Bismarck. El referente inmediato fue Norteamérica, que amalgamaba muy bien su democracia, su tamaño continental y su pluralidad sociocultural. Parecía, y sigue pareciendo, el espejo natural en el que mirarse. Este ideal resultó ser una bendición. Porque era, de hecho, un ideal conocido y compartido no por los estados, sino por una parte razonable de los ciudadanos europeos. Los holandeses, españoles o los británicos mantenían sus diferencias en casi todo, pero compartían una idea atrevida y exitosa que, sin embargo, no estaba exenta de riesgos. Y el principal de ellos era la necesidad de simplificar la realidad europea para aplicar el ideal americano. Europa no era, y no es, una tierra virgen habitada por pequeños grupos humanos, débiles y atrasados. Resulta ser un conjunto de estados muy consolidados, con largas trayectorias imperiales y culturas bien definidas. La escasa identidad diferenciada de las colonias iniciales que fundaron los EEUU facilitó su unificación, al contrario de lo que sucede en Europa. El aislamiento de las trece colonias americanas ayudó igualmente a consolidar una unión que exigió tiempo y, de hecho, una guerra civil, para dejar de ser puesta en cuestión. Ese aislamiento no existe en la Europa de hoy, y cuando se intenta configurar un mundo europeo centrado en si mismo se incurre en riesgos de seguridad que debilitan y ponen en serio peligro la viabilidad de la Unión y sus partes. Pese al rechazo aparente que suscitan los EEUU, la configuración de esa nación constituye el único modelo existente e imaginable a seguir. La Unión aspira a convertirse en los Estados Unidos de Europa, y toda su vida interna gira en torno a esa polémica, a saber, seguir el ideal americano aun a costa de sus miembros, o no.
 
La segunda variable que ha condicionado la unidad de Europa es la Segunda (también la Primera) Guerra Mundial. Efectivamente, además de un ideal, la Unión Europea tiene un detonante, la guerra, especialmente cruel y dramática para el continente. La guerra constituye un fenómeno doloroso, pero desde un punto de vista político fructífero. Y la segunda gran guerra resultó ser tan cruel como eficiente a la hora de modificar la faz del continente. La Unión fundamenta una de sus razones de ser en evitar una nueva conflagración parecida; nace por tanto con un ánimo pacifista y renovador, algo que facilitó la asunción del ideal americano tal y como fue originalmente concebido; y constituyó al mismo tiempo una suerte de alianza contra la amenaza socialista y soviética. Resulta esta una contradicción solo aparente, porque los dos objetivos precisos, evitar una nueva guerra y formar una alianza defensiva no son contradictorios en absoluto. La contradicción procede del tercer elemento en discordia, el pacifismo, que no obedece a la necesidad defensiva o preventiva citada, sino al agotamiento que, al estilo de lo acontecido tras la primera guerra mundial, desmovilizó a una gran parte de la sociedad que abjuró sin reparos estéticos primero, y formales después, de los valores que habían cimentado hasta entonces la cultura europea. Esta conciencia pacifista está en el origen del profundo relativismo que sacude hoy el continente, producto a su vez de una modificación de principios profunda, la paz por encima de todo, incluyendo la patria o la libertad. Y entre este elemento distorsionador y el ideal americano si existe una radical incompatibilidad, utilizada por el socialismo, militante hasta 1991, y fluctuante después. La unificación de estos dos fenómenos, el socialista y marxista y el pacifista, hoy inseparables en la política diaria como en las ideas, si ha marcado la aparición de una corriente contraria al ideal americano y una división insuperable de las conciencias entre los europeos. Ha supuesto la consolidación de la falla de ruptura entre los occidentalistas y los autodenominados europeístas, una división que se acerca más a la arcaica tensión entre occidentalistas y eslavófilos rusos que a la complejidad y dinamismo de la sociedad norteamericana. Europa tiene por tanto su ideal, su contraideal y su guerra espiritual. Le faltaba un enemigo. Y este, el fundamentalismo islámico,  no ha tardado en aparecer con inusitada agresividad.
 
La identificación entre socialismo, antiamericanismo, pacifismo y europeismo hizo creer a algunos que el enemigo ya existía, los EEUU. De hecho el desarrollo de la Unión durante dos décadas fue a menudo justificado por la necesidad de erigir un contrapoder frente a los EEUU. Lógicamente esta porción de la sociedad acoge mal el cambio de enemigo, pero intuye, con acierto, y viendo la convicción de los occidentalistas, que ese enemigo nuevo es ya una realidad. Como ha sucedido con el ideal norteamericano y la guerra, este nuevo factor que impulsa la unidad europea es ajeno a sus ciudadanos, para quienes es un hecho dado. Sencillamente la amenaza existe, en España, en Holanda, en Francia o en el Reino Unido. Los estados muestran las reticencias propias de la acción política, pero es difícil imaginar hoy un gobierno capaz de desconocer por completo la amenaza islamista; numerosas formaciones políticas de hecho la han acabado incorporando a su discurso habitual, popularizando la idea de un enemigo real e inevitable. Europa tiene por primera vez en varios siglos un enemigo exterior, nada novedoso por lo demás, que pone en tela de juicio su propia identidad y encuentra un aliado especialmente eficaz en el relativismo  que comparte una parte sustancial de la sociedad y en especial de la clase política dirigente. Como la sociedad europea se encuentra profundamente dividida en torno elementos sustanciales, de tipo moral, religioso y político, también ha trasladado esa división al tratamiento de la amenaza. Los occidentalistas han reconocido abiertamente el reto, mientras los europeístas dudan entre denostar como irrelevante al enemigo, malinterpretar los valores que lo animan o utilizarlo sencillamente en su particular combate ideológico con los occidentalistas.
 
La combinación de los tres elementos lastra el proceso de unificación europea, porque esa combinación condiciona los efectos de cada uno de ellos. Y lo hace de una manera concreta, pues el pacifismo y la existencia de hostilidad exterior en un marco de debilidad política (la Unión continua siendo un frágil proyecto) e indefinición identitaria (imposibilidad de decidir entre panoccidentalismo, eurocentrismo o simple contrapoder) refuerzan el aislamiento y las fórmulas ideológicas que lo defienden o coyunturalmente lo necesitan.
 
Aislacionismo
 
El aislacionismo constituye en Europa una política de facto, un secreto a voces y un fracaso estrepitoso. A primera vista nadie diría que el continente se ha aislado. La actividad exterior de algunos de sus miembros sigue siendo intensa; la OTAN que aglutina a muchos de ellos sigue operando; tropas europeas están desplegadas en varios escenarios bélicos y sus diplomáticos, con escaso éxito a menudo, intentan mediar en numerosos conflictos. ¿Por qué entonces se puede hablar de aislacionismo? Por una razón sencilla, porque esas acciones responden a estímulos exteriores; se realizan con reticencias, no utilizan recursos a la altura de sus exigencias y se realizan a pesar y no gracias a la filosofía oficial de la Unión: construcción interior, desarrollo económico y paz en las fronteras inmediatas. La Unión no aspira a ser una potencia con plena capacidad económica, política y militar. No aspira a modificar los escenarios de conflicto más acuciantes y se niega a reconocer abiertamente las amenazas exteriores, que se contenta con mantener lejos, en el difuminado campo de la contención permisiva. Los elementos que vertebran este aislamiento son tres: la ideología (pacifismo y culpabilidad), el miedo (hostilidad exterior e inseguridad) y el relativismo comprensivo (filosofía justificativa de las propias carencias).
 
La ideología que hasta ahora ha condicionado el desarrollo de la Unión tiene dos pilares esenciales, el pacifismo a toda costa y la culpabilidad como sustrato de aquel. Ambos, como se ha visto, tienen un origen contemporáneo preciso en las dos grandes guerras mundiales. La culpabilidad procede además del proceso de descolonización, siendo el colonialismo un fenómeno que desde mediados del siglo XX adquirió una imagen muy negativa y permitió interpretar la historia europea en términos de opresión e injusticia. Semejante sustrato ideológico exige necesariamente el rechazo de políticas de fuerza y políticas morales intervencionistas. Aunque desde un punto de vista intelectual, utilizado sin pudor por el socialismo, esta es una opción posible, desde un punto de vista práctico desemboca en la ineficacia de la acción del Estado, que pierde toda legitimidad para emplear la totalidad de sus recursos en circunstancias de crisis. Esta postura se ha traducido en la disminución de presupuestos militares, la práctica desaparición publica de valores patrióticos, la dificultad extrema en el reclutamiento militar, la imposibilidad de imaginar y aplicar sin oposición políticas de seguridad preventiva; pero también en la extraordinaria dulcificación de los códigos penales, la reinterpretación de la función de la política penitenciaria o el desarrollo de programas de ayuda al desarrollo alejados de criterios elementales de eficiencia o justicia.
 
El miedo es producto de dos variables, la hostilidad exterior (guerra fría, anticolonialismo y más tarde islamismo) y la inseguridad provocada por las dudas sobre la capacidad europea para afrontar esos riesgos. Esta inseguridad se apoya en hechos reales, y no solo ambientales o intelectuales. La descolonización fue un proceso violento donde las capacidades de las metrópolis europeas se pusieron al límite con escasos resultados. El caso de Francia en Indochina y Argelia; de Portugal en Angola, Guinea Bissau y Mozambique; del Reino Unido en Malasia o en Kenia; de Holanda en Indonesia, de Bélgica en el Congo. A estas experiencias nacionales, pero sentimentalmente compartidas en Europa Occidental hay que añadir las experiencias objetivamente compartidas y fracasadas, como la expedición anglofrancesa que ocupó el canal de Suez, que marcó un antes y un después en lo referente a la autonomía y capacidad de intervención política y militar de Europa. La amenaza nuclear soviética terminó con la escasa complacencia que le restaba al continente y acentuó la sensación de dependencia que ha caracterizado a Europa durante cincuenta años. Asumida la incapacidad para operar con autonomía, esta se convirtió en retraimiento, y este en un deseo ferviente por quedar al margen de crisis internacionales en las que se daba por hecho la irrelevancia de la postura europea.
Finalmente el relativismo comprensivo es el conjunto de valores en los que esa decadencia material se ha traducido. La contradicción entre las situaciones descritas y la tradición europea es de tal envergadura que para asimilarla ha sido necesario desarrollar un nuevo pensamiento capaz de exculpar y justificar el comportamiento de Europa. En lugar de elecciones, se opta por considerar que solo hay opciones dadas y básicamente similares, por tanto irrelevantes; por consiguiente relativas. Ese relativismo aplicado a todas las esferas de la vida continental ha terminado por minar las señas de identidad europeas, al mismo tiempo que incapacita para asumir los riesgos que conllevan determinadas decisiones. Reconocer al enemigo y combatirlo exige un gran esfuerzo; igual que la defensa de un principio de libertad o la contención activa de regímenes intolerables e insaciables.  En estas circunstancias el recogimiento interior, la ampliación continental y los esfuerzos sistemáticos por comprar la tranquilidad exterior adquieren pleno sentido. Independientemente del camino recorrido la pregunta es inevitable, ¿convergen o divergen Europa y EEUU?
 
Divergencia convergente
 
Si Europa y EEUU divergen, opinión mayoritaria, o convergen resulta ser una cuestión más trascendente de lo que a priori  pueda parecer. La implantación de Europa en América ha resultado ser un hecho de suma importancia porque permitió crear lo que hoy denominamos Occidente, y por tanto ha garantizado la supervivencia de los valores y en general de la cultura europea, que hoy con frecuencia se denomina occidental. La supervivencia de esa cultura yo no gravita solo en Europa, y esto que genera una gran seguridad, permite deducir a sensu contrario que no requiere de la existencia futura de Europa. Esta podría desaparecer mañana y lo esencial de la misma seguiría existiendo en otras latitudes. Lo que Europa por tanto se juega en esa divergencia o convergencia es su supervivencia material.
 
Aunque los hechos parecen conducir a Europa y EEUU por caminos distintos, de facto ambos están recorriendo el mismo trayecto en sentido contrario, pero paralelo. Como ya se ha establecido anteriormente resulta curioso comprobar como los EEUU ha partido de un origen desorganizado, aislacionista y antieuropeo para convertirse en el paradigma de lo europeo: una potencia hegemónica, bien estructurada y con elevada voluntad de intervención allende sus fronteras. Europa, que se configuró como un entramado de estados modernos desde el siglo XV ha hecho lo contrario, iniciando tras un largo proceso de declive material un proceso de unificación que parte de una estructura política simple, un deseo intervencionista bajo y una escasa capacidad como potencia global. Aquellos que no se sientan reconfortados con esta interpretación lineal de la historia, pueden sin embargo sentirse mejor considerando que en el peor de los casos europeos y americanos llevan varios siglos girando en torno a valores, principios, formulas políticas y proyectos culturales muy similares. Un vínculo que, a pesar de las tensiones periódicas, no ha dejado de estrecharse. La convergencia es por tanto posible e incluso probable, y la aparente divergencia es solo resultado de un calendario poco coordinado: sencillamente los acontecimientos que jalonan la historia de ambas partes no siempre han coincidido en el tiempo, pero son esencialmente de la misma naturaleza.
 
Esta idea requiere sin embargo de un modelo teórico adecuado que la explique y la haga creíble. Y un modelo convincente es el de las espirales históricas. Una espiral histórica es una representación abstracta del desarrollo a lo largo de un período de tiempo de una entidad política cualquiera. La espiral marca en su recorrido puntos de fricción con otras espirales vecinas, paralelas o no, y establece su dirección de acuerdo con los criterios objetivos y subjetivos que influyen normalmente en las relaciones internacionales. De la misma manera en que lo hacen, por ejemplo, en una teoría de la guerra inevitable. En esta última los elementos objetivos, por ejemplo la naturaleza de un régimen político, determinan la posibilidad o no de que la guerra se produzca. Los elementos subjetivos modifican la intensidad de la guerra o de los daños de aquella. La teoría de las espirales históricas permite establecer las constantes que deberían hacer converger o separarse los desarrollos históricos de dos entes dados, de similar naturaleza, por supuesto. La Unión Europea y los EEUU pueden considerarse entes de naturaleza similar, tan similar que comparten en origen sus respectivas espirales históricas, que han coincidido en numerosas ocasiones, influyendo de hecho cada una de ellas en la contraria y viceversa. Las espirales históricas pueden ser por tanto convergentes o divergentes, en función de los elementos objetivos que influyen en ellas: base cultural, naturaleza política, identidad estratégica, problemas sociales o sistema económico. Ante hechos objetivos comunes, las espirales reaccionan de forma similar. El modelo teórico ideal permitiría afirmar que ante una identidad total de elementos objetivos, las espirales deberían converger y quizás unificarse. Los ejemplos prácticos de este modelo son numerosos. Véase el caso de EEUU y Japón. Sus espirales históricas han sido claramente divergentes. Cuando en el siglo XX Japón inició su rápido proceso de modernización algunos elementos objetivos comenzaron a converger, por ejemplo el modelo económico. Tras la guerra, esa convergencia fue muy intensa y ambas espirales comenzaron a ser paralelas: política doméstica, amenazas exteriores, capitalismo expansivo. Incluso la base cultural ha demostrado una gran flexibilidad, siendo evidente el acercamiento del modelo de vida japonés al norteamericano. Otros elementos objetivos, como la geografía y la población, además de la propia base cultural hacen que la convergencia sea limitada y el punto de equilibrio a partir del cual ambas se detienen o ralentizan fácil de alcanzar. Al comparar el binomio EEUU-Europa con el modelo EEUU-Japón se observa con claridad la identidad de elementos objetivos y por tanto la convergencia inevitable de espirales. De hecho para ejemplificar el alejamiento euronorteamericano se suele utilizar alguno de esos elementos como prueba. Se afirma por ejemplo que la proyección asiática de EEUU acabará por suplantar la atlántica; o se buscan diferencias sustanciales entre los modelos democráticos continentales y el norteamericano.
 
Admitido este hecho, el resultado final de este devenir paralelo solo puede ser uno de los tres siguientes: la unificación, cualquiera que sea lo forma, de EEUU y Europa; la crisis irreversible de esta última o una tensión ineficiente entre las dos anteriores, marcada por la separación creciente y progresiva de ambos mundos a caballo entre el antiamericanismo y el relativismo cultural.
 
Conclusión: ideal occidental
 
Cierto que el proceso de unificación europea se está produciendo a pesar de Europa y de los europeos. Sus paradojas explican sus numerosas irregularidades, incluyendo una tendencia aislacionista poco sana, y, es más, poco natural en la trayectoria histórica del continente. Pero del proceso de unificación en curso si puede extraerse una conclusión efectiva, el ejemplo e ideal americano están presentes con inusitada fuerza, alimentando un ideal común que puede denominarse occidental. El ideal occidental tiende a ser unificador, acoge en su seno las variables esenciales de la tradición cultural de Europa y sus extensiones transatlánticas y constituye una guía de gran valor que Europa puede seguir. No es la única opción, puede ser rechazado, haciendo incompatibles americanismo y europeismo, algo que solo es posible vaciando de contenido el uno, el otro o ambos. Esta segunda opción, abrazada, con satisfacción incomprensible, por la izquierda europea, está repleta de riesgos. Unos internos, el desconocimiento consciente de las bases fundadoras de la existencia de Europa; y otros externos, a saber, la incapacidad para reconocer el enemigo exterior y reaccionar antes de que sea tarde o el coste demasiado elevado. Sencillamente no es posible contraponer un ideal de civilización europeo a otro americano, al menos no sin un coste elevado; ni pretender la unidad de Europa a costa de la hegemonía de EEUU. Solo aquellos que detestan Europa pueden desear que esta deje de ser reconocible como lo que es: una parte sustancial de Occidente.