857

por Luis de la Corte Ibáñez, 10 de febrero de 2010

 

(Publicado en El Imparcial, 9 de febrero de 2010)
 
Tres dígitos apretados unos contra otros. Tres signos matemáticos que a primera vista pueden dejarnos fríos. Ochocientos cincuenta y siete ¿qué?: ¿euros?, ¿litros?, ¿metros? Hay tantas cosas cuantificables, mensurables. Pero a veces la nominación numérica se aplica a hechos cuya naturaleza y fondo no pueden expresarse plenamente mediante una simple cifra, cuya densidad existencial escapa a la medida.
 
Por ejemplo, la realidad que corresponde a toda vida humana (y la muerte en que falsamente ha de acabar) resulta indescifrable a través de puras operaciones contables. Cada vida humana (decía Ortega: lo que cada individuo hace y le pasa) es un haz de proyectos y trayectorias cumplidas y fallidas; una sucesión (a veces caótica) de pasiones, amores y desamores; y también un nudo donde se entrelazan los hilos de otras muchas vidas. Por eso cuando una vida, una sola, se trunca, se agrietan otras muchas, con riesgo de nuevas pérdidas y de inmenso dolor. Lo hemos visto en Haití, donde la onda expansiva culpable del insoportable número de víctimas sepultadas bajo los escombros de Puerto Príncipe ha prolongado sus efectos, erosionando la vida de tantos supervivientes. Numerar a estos supervivientes tampoco daría más que un pálido indicio sobre la condición miserable y solitaria a la que la naturaleza ha arrojado súbitamente sus existencias.
 
Algo parecido podría decirse de 857 personas muertas en España entre las postrimerías del franquismo hasta fechas recientes. Podemos hacer cuenta de sus nombres, sus rasgos comunes y distintivos, su origen y tantas otras características contables. Pero sus vidas y, sobre todo, la gravedad de sus muertes, perpetradas por la organización terrorista ETA, constituyen una pérdida inconmensurable para sus familiares, amigos… para España en su conjunto. Y es que cuando la muerte o su sombra sobrevienen por un acto de crueldad humana (sí, humana…) resulta aún más desquiciante para los que quedan vivos alrededor del finado (quiero decir, del asesinado). La pérdida de un ser querido o cercano se ve agravada por la inmoralidad de sus causas. Y los daños derivados de cada una de esas vidas interrumpidas por la crueldad o el odio, también las de quienes lograron sobrevivir a los atentados, se desencadenan como en cascada.
 
Aunque la cuestión debería haber sido atendida mucho antes, en los últimos años han comenzado a ver la luz en España testimonios, descripciones artísticas (literarias, cinematográficas) e investigaciones académicas y científicas destinadas al examen de esos deletéreos efectos suscitados por la violencia de ETA. El pasado año la Fundación Fernando Buesa hizo posible la publicación de La noche de las víctimas. Este documento recoge los resultados de una investigación científica sobre el impacto (intenso y agudo) de la violencia desatada en el País Vasco durante las últimas décadas. Realizado por un núcleo duro de investigadores psicólogos y psiquiatras, el estudio se centra en los efectos que el terrorismo ha provocado sobre la salud de las víctimas que han sobrevivido a atentados, incluyendo a sus familiares más directos y amigos más íntimos. Los resultados vienen a corroborar lo que, por otra parte, resultaba esperable y coincide con lo hallado en otros estudios similares previos: que el drama padecido por dichas personas fragiliza su salud física y mental, a menudo de manera crónica, creándoles enormes dificultades para recuperar una vida mínimamente satisfactoria o siquiera decente. El dolor suele acompañarse de una terrible propensión a la soledad e incluso, a veces, a un remordimiento que resulta absurdo de por sí, pero que aún es más lacerante si se tiene en cuenta los signos de arrogancia a los que ETA y sus colaboradores nos tienen acostumbrados. Los testimonios que ilustran el estudio comentado ofrecen una pequeña ventana a un mundo anochecido, una vida hurtada. 

Más desoladora es la impresión que va inyectando la lectura de las más de 1.300 páginas de “Vidas rotas” (Espasa Calpe, 2010), obra recién publicada y verdaderamente rotunda, escrita por Florencio Domínguez, Rogelio Alonso y Marcos García Rey, tres autores de enorme crédito en el tratamiento de asuntos relacionados con el terrorismo de ETA. El libro ofrece un ordenado recorrido, preciso y bien documentado de las 857 víctimas dejadas por ETA, incluyendo todos los detalles que ayudan a completar aquel dichoso número con su verdadero significado, realmente abominable: identidad y trayectoria vital de los asesinados, circunstancias del crimen, testimonios de sus seres queridos e incluso nombre de los asesinos y condenas impuestas por la justicia. A quienes minusvaloran el problema del terrorismo, ya sea por ignorancia, ideología o falta de perspectiva, a veces amparados en comparaciones numéricas con otras causas de muertes, habría que obligarles a leer este libro de principio a fin. Y también a los escolares a los que hoy se pretende formar como ciudadanos íntegros. En suma, un trabajo colosal, a la altura aérea de la inmensa dignidad moral de nuestras víctimas.