Un año después del 11-S

por Ignacio Cosidó, 5 de octubre de 2002

El 11 de septiembre fue considerado por muchos como un gran fallo de los servicios de inteligencia occidentales, pero en realidad esos atentados pusieron en evidencia algo aún más grave: la existencia de una profunda laguna conceptual en nuestra cultura estratégica. Un año después de aquellos atentados resulta necesario, por tanto, realizar una reflexión sobre nuestros conceptos y nuestras políticas de seguridad.
 
¿Vivimos hoy en un mundo más peligroso que en el pasado? ¿Tenemos más posibilidades de morir por los efectos de un artefacto químico colocado por unos terroristas islamistas de las que tuvimos de morir calcinados por un misil nuclear soviético en la guerra fría? No es fácil dar respuesta a estos interrogantes, pero para hacerlo es necesario formular al menos tres consideraciones previas. La primera es que no hay mayor peligro que aquel que se desconoce. Los norteamericanos eran perfectamente conscientes de la amenaza que suponían los mísiles nucleares soviéticos y los europeos teníamos una clara percepción del riesgo de los miles de carros de combate desplegados al otro lado del Telón de Acero. Conscientes ambos de ese peligro actuamos en consecuencia y logramos, varias décadas más tarde, derrotar pacíficamente a ese enemigo y conjurar esa amenaza.
 
El problema es que las amenazas actuales son más difíciles de identificar y de percibir por nuestras sociedades. Sólo tras el terrible impacto del 11 de septiembre, una vez que la amenaza se había consumado, parece que gobiernos y sociedades tomaron conciencia de al menos uno de los peligros existentes: el terrorismo. Pero aún hoy, atenuado el efecto psicológico de los atentados contra Nueva York y Washington, hay renuencia en algunos gobiernos para adoptar el tipo de medidas efectivas  que exige luchar contra la amenaza terrorista.
 
Una segunda reflexión es el carácter global de la amenaza, en el sentido de que terrorismo, crimen organizado e inmigración clandestina son factores interdependientes entre sí. Las conexiones entre las organizaciones terroristas y las redes trasnacionales de delincuencia organizada resultan hoy incuestionables y se fortalecerán en un futuro. Terrorismo y delincuencia organizada son tan interdependientes en el campo criminal como poder político y poder económico en las sociedades democráticas y en las economías de mercado. Por otro lado, la capacidad para introducir clandestinamente miembros de estas organizaciones en nuestros países resulta un requisito fundamental para poder desarrollar sus acciones criminales. Todo esto implica que la respuesta que debemos dar a este conjunto de riesgos emergentes debe ser necesariamente una respuesta global.
 
La última consideración previa  es constatar el hecho de que la superioridad tecnológica de los países occidentales no sólo no garantiza la seguridad perfecta, sino que en ocasiones supone una mayor vulnerabilidad para las sociedades más desarrolladas.
 
Las lecciones del 11-S
 
Tres son las cuestiones principales sobre las que debemos reflexionar, un año después, en torno al 11 de septiembre: la emergencia del terrorismo global como principal amenaza a nuestra seguridad, la necesidad de replantearnos el eterno debate entre libertad y seguridad, y, por último, la revisión de los conceptos tradicionales de seguridad y defensa.
 
En primer lugar, resulta hoy obvio que el terrorismo se ha erigido como la principal amenaza no sólo para la seguridad de nuestras sociedades democráticas, sino para la democracia misma. Es más, tras el 11 de septiembre ya no es posible realizar distinciones entre diferentes movimientos terroristas, porque no sólo los fines de los terroristas son siempre los mismos: atacar nuestras sociedades, destruir nuestra democracia y acabar con nuestros valores; si no que sus medios son también siempre idénticos: el terror, la muerte y la destrucción.
 
Fruto de esta nueva conciencia, en los últimos doce meses hemos avanzado más en la cooperación internacional contra el terrorismo de lo que lo hicimos en las cuatro décadas anteriores. Así, y como efecto inmediato, los atentados contra Estados Unidos aceleraron la adopción por la Unión Europea de la denominada “eurorden” de detención y entrega, así como del acuerdo para lograr una definición y una tipificación común del delito de terrorismo en todos los países de la Unión, la elaboración de una lista que permita adoptar medidas efectivas para prevenir la financiación de estos grupos y el impulso a los equipos conjuntos de investigación. Todas estas iniciativas, en las que España ha trabajado e insistido con enorme perseverancia desde hace mucho tiempo, y que mejorarán sin duda la eficacia para lograr ese gran objetivo político que es la creación de un espacio común de libertad, seguridad y justicia en el seno de la Unión. Hay a su vez un impulso a la cooperación trasatlántica en materia policial y en el intercambio de inteligencia.
 
Una segunda cuestión sobre la que reflexionar es la actual inadecuación que los instrumentos tradicionales de seguridad: ejércitos, policías y servicios de inteligencia, presentan para hacer frente a esta nueva amenaza global. Disponemos así de unos ejércitos diseñados para defender nuestro territorio de invasiones imposibles, unas policías desbordadas en sus medidos y procedimientos por las nuevas formas de criminalidad y unos servicios de inteligencia más acostumbrados a interpretar imágenes de satélites que a seguir terroristas por las mezquitas.
 
Debemos realizar, por tanto, una profunda revisión conceptual que lleve a una reformulación de nuestras políticas de defensa y seguridad. Necesitamos una reflexión profunda y radical sobre como organizar el trabajo, que métodos debemos emplear y de que medios debemos dotarnos para hacer frente a esta nueva amenaza.
 
Tradicionalmente, los estados hemos diferenciado nítidamente entre lo que entendíamos que eran amenazas exteriores, provenientes fundamentalmente de la acción hostil de otros estados, de lo que eran nuestras amenazas a la seguridad interior, que tenían como origen principal la acción de grupos de delincuentes dentro de nuestras fronteras.
 
Para neutralizar las amenazas externas, los estados se dotaban de un instrumento, las fuerzas armadas, cuyos objetivos prioritarios eran la defensa de la soberanía, la integridad territorial y la independencia del país. Para hacer frente a las amenazas interiores, los estados disponían de unos aparatos policiales cuyo principal objetivo era garantizar la seguridad ciudadana, defender el orden y hacer cumplir, bajo la autoridad del poder judicial, la legalidad dentro del país.
 
Todo este esquema conceptual se derrumba en buena medida  tras el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. Así, la tradicional diferencia entre las amenazas exteriores e interiores parece difuminarse definitivamente tras el 11 de septiembre. Los ataques contra Estados Unidos provienen sin duda de grupos exteriores, pero quiénes cometieron los atentados se encontraban desde hacía años en suelo americano.
 
Por otro lado, un ataque terrorista había sido considerado habitualmente como una acción delictiva, cuya prevención y represión correspondía a los cuerpos policiales. Sin embargo, los atentados contra Nueva York y Washington fueron definidos por la propia OTAN, con toda propiedad, como verdaderos actos de guerra.
 
Todo ello debe hacernos reflexionar sobre la adecuación de nuestros sistemas de seguridad al nuevo tipo de amenaza al que nos enfrentamos. Es una cuestión compleja que requiere una reflexión más extensa y a largo plazo, pero sobre la que es posible adelantar algunas ideas.
 
En primer lugar, hay que replantearse las prioridades en la asignación de unos recursos siempre escasos, en función de la gravedad de las amenazas y de la adecuación de los diferentes instrumentos para hacerles frente. La cuestión no es, como a veces se plantea, una transferencia de recursos del ámbito de la defensa exterior a la esfera de la seguridad interior. Por el contrario necesitamos una defensa más fuerte al tiempo que una seguridad interior menos vulnerable.
 
Una segunda cuestión es la necesidad de adaptar nuestras fuerzas armadas a las nuevas misiones que sin duda se derivan de la actual situación. En primer lugar, como la actual guerra en Afganistán se encarga de demostrar, es evidente que las fuerzas armadas tienen sin duda que jugar un papel en esta lucha global contra este nuevo terrorismo transnacional. Pero debemos ser extremadamente cautelosos. Así, el hecho de que las fuerzas armadas estén llamadas a jugar un papel relevante en la lucha contra el nuevo terrorismo de carácter global no debe confundirnos sobre los riesgos que supone involucrar de forma directa y permanente a nuestros ejércitos en el ámbito de la seguridad interior, una situación que puede generar efectos secundarios no deseados que es necesario evitar.
 
La respuesta que las fuerzas armadas den a esta nueva amenaza debe ser además diseñada a escala europea y no estrictamente nacional. Para ello es preciso que el segundo pilar de la Unión Europea avance hacia la formulación de un verdadero concepto estratégico que contemple el terrorismo como una de las principales amenazas a nuestra seguridad. Si la futura fuerza militar europea nace constreñida a las misiones de paz y gestión de crisis tendrá una utilidad reducida para la lucha contra el terrorismo.
 
En tercer lugar, hay que redefinir el propio concepto de seguridad y defensa. La OTAN estima que al menos en los próximos quince años no existe riesgo de invasión del territorio de un país aliado. Por el contrario, un ataque terrorista no solo resulta mucho más probable, como se ha demostrado, sino que además puede resultar igual de catastrófico que una agresión bélica por parte de otro estado.
 
La defensa del territorio, que tras el final de la guerra fría había sido abandonada progresivamente, recobra así su sentido, pero bajo una perspectiva completamente distinta a como la hemos contemplado en los últimos siglos. Se trata, por definirlo de algún modo, de una defensa más de los ciudadanos que de las fronteras. Esto significa que estamos ante conceptos de defensa y seguridad mucho más globales, en los que la colaboración entre  fuerzas armadas y fuerzas de seguridad resulta cada vez más esencial. 
 
El 11 de septiembre tuvo lugar no sólo un brutal ataque que acabó con la vida de miles de inocentes, sino que fue un ataque contra los valores que amamos: la libertad, la democracia, el sistema de derecho y la propia humanidad. No debemos por tanto caer en la trampa del miedo. Con la perspectiva de un año tras aquellos atentados es necesario reafirmar el principio de que al terrorismo no lo podemos vencer recortando nuestras libertades, sino fortaleciendo la democracia. El objetivo de los terroristas no es solo causar daño a la sociedad, sino destruir los valores en los que creemos, acabar con nuestro modelo de convivencia y matar a la libertad. Por esta razón, más que en un choque de civilizaciones nos encontramos en una lucha entre la civilización y la barbarie.
 
Sin embargo, nuestra opción por la libertad no significa que debamos atar nuestras manos en la lucha contra el terrorismo. Necesitamos nuevos instrumentos jurídicos para poder hacer frente a esta amenaza con mayor eficacia. En este sentido, sería precisa una armonización de los sistemas jurídicos europeos y norteamericano en cuestiones tan sensibles como la protección a la intimidad que permitiera una más profunda cooperación policial y judicial. Pero esa lucha debe hacerse desde el respeto a los derechos humanos y sin ceder un milímetro del espacio de libertad que con tanto esfuerzo hemos construido en las sociedades democráticas. Ceder en el terreno de las libertades es en realidad dar victorias parciales a los terroristas.
 
La dicotomía tradicional entre libertad y seguridad, como valores antagónicos y aún rivales, debe superarse en una realidad en la que derechos y libertades no pueden ejercerse sin unas mínimas garantías de seguridad que permitan la convivencia entre los ciudadanos, la paz social y el funcionamiento normal de las instituciones. El gran desafío de este siglo será como responder a nuestra creciente vulnerabilidad al mismo tiempo que conservamos los principios fundamentales de nuestra democracia.
 
En este terreno, los medios de comunicación tienen también una importante responsabilidad. En una sociedad democrática, la información no debe ser ocultada a la opinión pública, pero tampoco podemos permitir que los medios se conviertan en estúpidas cajas de resonancia al servicio de los intereses de los terroristas.
 
En cualquier caso, la peor noticia respecto al terrorismo es que lo peor aún no ha llegado. Hay un consenso bastante generalizado entre los analistas sobre el hecho de que la utilización de armamento de destrucción masiva por parte de organizaciones terroristas, ya sea químico, biológico, nuclear o radiológico, será sólo cuestión de tiempo. Debemos por tanto redoblar todos los esfuerzos  para impedir a toda costa la proliferación de estas armas de destrucción masiva. La guerra contra Irak no es el capricho de una administración estadounidense particularmente beligerante, sino la única opción frente a regímenes que no solo se han dotado de este tipo de armas de destrucción masiva, sino que muestran una voluntad manifiesta de usarlas. Debemos estar preparados para responder a una amenaza de esa naturaleza y debemos tener las capacidades para gestionar los efectos de este tipo de armas.
 
Implicaciones para España
 
España está en la primera línea de esta lucha contra el terrorismo global por dos razones principales: en primer lugar, por responsabilidad y por solidaridad con un país, los Estados Unidos, del que no sólo somos aliados en la OTAN, sino con quienes mantenemos una relación especial de amistad y cooperación y con los que aspiramos a ser socios estratégicos en Europa. Pero entendemos además, probablemente mejor que ningún otro país europeo, porque lamentablemente aún sufrimos la acción asesina de ETA, que la amenaza del terrorismo es una amenaza a todas las democracias y que España, como país democrático, se encuentra también en el punto de mira de quiénes atentaron hace ahora un año contra Nueva York y Washington.
 
En el marco de este firme compromiso de España contra cualquier forma de terrorismo, la primera y principal aportación que nuestro país debe realizar a este combate global contra el terror debe ser la derrota de ETA. Esta organización terrorista es sin ningún género de dudas un componente más de este terrorismo global que hoy emerge como la principal amenaza que deben combatir nuestras sociedades democráticas en su conjunto.
 
Junto a los cruciales avances de la Unión Europea por crear nuevos instrumentos comunes en la lucha contra el terror, la nueva situación ha reforzado aún más la posición de colaboración plena en la lucha contra ETA que vienen manteniendo bilateralmente algunos países en los últimos años, muy en especial en el caso de Francia. Estados Unidos, por su parte, está ahora en plena disposición para compartir con España la inteligencia obtenida por sus medios técnicos e incluso transferir algunas tecnologías sensibles que pueden resultar de gran ayuda en nuestra lucha contra el terrorismo. Todos estos factores positivos nos exigen redoblar esfuerzos en materia de lucha contra ETA, para aprovechar al máximo este gran impulso de la comunidad internacional contra el terrorismo.
 
Pero no debemos olvidar que ETA es más un residuo del pasado que estamos obligados a eliminar que una amenaza del futuro. El terrorismo etarra se ha convertido en un anacronismo del siglo XX, como lo demuestra el hecho de que sea el único grupo terrorista europeo que aún pervive, mientras que el terrorismo de una organización como Al Qaida se erige como uno de los principales desafíos del siglo XXI.
 
Por tanto, en la medida en que seamos capaces de ir neutralizando y reduciendo la amenaza que ETA representa hoy para nuestra seguridad, debemos ir también transfiriendo recursos humanos y técnicos para incrementar nuestra capacidad de información sobre otros movimientos terroristas transnacionales que representan hoy la principal amenaza para el conjunto de los países democráticos.  España, como un país firmemente integrado en la Unión Europea y en la Alianza Atlántica, comparte con el resto de sus socios y aliados la gravedad de esta amenaza.
 
En nuestro país, como en la práctica totalidad de los socios de la Unión Europea, se han detectado redes vinculadas a movimientos terroristas islamistas, que utilizan nuestros países como bases logísticas para la obtención de armas y financiación, la elaboración de documentos falsos, la captación de voluntarios y como refugio para terroristas huidos. Atentados como los realizados por el GIA argelino en Francia en 1995 demuestran claramente la peligrosidad de estas redes, que en la actualidad parecen además estar reorientándose hacia objetivos antioccidentales más globales, frente a los objetivos más locales que habían caracterizado su actuación en la década anterior. Las múltiples detenciones practicadas por España y otros países europeos relacionadas con los atentados del 11 de septiembre son una prueba más de la globalidad de esa amenaza.
 
Así, para poder hacer frente a la nueva amenaza terrorista nuestro país no sólo deberá mantener su actual esfuerzo de modernización de sus fuerzas armadas, sino que deberá incrementarlo si es que realmente quiere hacer frente a las nuevas misiones que se derivan de la guerra contra el terrorismo y lograr en ella una relevancia estratégica más acorde a la dimensión política, económica y cultural que nuestro país tiene tanto en el marco de la Unión Europea como en el mundial.  Pero simultáneamente a este necesario aumento de nuestras capacidades de defensa, es urgente una potenciación de las fuerzas de seguridad para poder hacer frente a fenómenos que como el propio terrorismo o el crimen organizado suponen las más graves amenazas a nuestra seguridad presente y futura.
 
En este marco europeo, las fuerzas armadas españolas deben estar en disposición de poder realizar una contribución proporcional al peso estratégico que nuestro país tiene y quiere tener dentro de la Unión. Las operaciones de paz, que monopolizaron la acción de los ejércitos en la década anterior, aún siendo importantes, no son las únicas misiones que debemos encomendar a las fuerzas armadas. La prevención de actos de terrorismo, mediante la protección de nuestro espacio aéreo; o la contribución a la gestión de daños si un ataque llega a producirse, en especial si se trata de un ataque con armamento bacteriológico, nuclear o químico; o la capacidad de realizar acciones militares que tengan un efecto preventivo o disuasor frente a estados o grupos terroristas situados a miles de kilómetros de nuestras fronteras, son sólo algunos ejemplos de las misiones que nuestras fuerzas armadas deberán abordar en un futuro inmediato.
 
La fortaleza de la democracia ha sido puesta a prueba muchas veces en la historia, e incluso en las situaciones más duras, la libertad ha salido triunfante frente a la tiranía, la paz se ha impuesto a la guerra y la democracia ha vencido al miedo. Para lograr la victoria es esencial mantener la determinación, la firmeza de convicciones, la fortaleza moral que caracteriza a todo demócrata. Los terroristas siempre tratan de presentar a sus víctimas como verdugos y a ellos como víctimas. Es importante no caer en ese juego malévolo del que por desgracia en ocasiones hemos sido víctimas en nuestro propio país. Porque uno empieza por tratar de justificar racionalmente unos atentados y puede terminar culpando a las víctimas de su propia muerte. Tenemos por tanto que saber mantener la fortaleza moral para combatir con la máxima determinación y la máxima firmeza a los terroristas. Esa convicción en nuestra inocencia, en nuestra razón, en nuestro legitimo derecho a defendernos, resulta hoy un requisito esencial para poder vencer al terror. Un año después,  conviene recordar que el terrorismo no merece ninguna justificación, no la merece en ningún sitio, en ningún momento y bajo ninguna circunstancia.