Mejorar las relaciones transatlánticas

por GEES, 17 de noviembre de 2003

El problema esencial  de las relaciones trasatlánticas es que los europeos queremos compartir el liderazgo con los norteamericanos pero no estamos dispuestos a asumir el coste, mientras que los estadounidenses están encantados de compartir los costes pero no quieren compartir el liderazgo. Recomponer las relaciones exige por tanto una nueva visión, un compromiso y un esfuerzo desde ambas orillas del atlántico y no sólo desde una de ellas.
 
Es un tópico, pero no por ello menos cierto, que es más lo que une a Europa y a Estados Unidos que lo que nos separa. Podemos afirmar que nos une lo más permanente y esencial y nos separa lo más coyuntural y secundario. Nos une en primer lugar unos valores comunes fundamentados en la democracia, en la libertad y en el respeto a los derechos humanos. Nos une la historia, la geografía y la cultura. No unen, finalmente, unos intereses comunes en el campo económico, de la seguridad y de las relaciones internacionales.
 
¿Qué es lo que nos separa? No separa una rivalidad comercial a veces mal encauzada, nos separa una creciente rivalidad tecnológica y nos separan las divisiones que nos separan a los europeos entre nosotros.
 
En el campo de la seguridad, que es mi área, creo que compartimos el diagnóstico de los problemas pero diferimos en buena medida del tratamiento con el que solventarlos. Así, los europeos y los norteamericanos, tanto sus gobiernos como sus ciudadanos, compartimos una percepción de las amenazas que sitúa al terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva como los principales riesgos para nuestra seguridad. Es más, si descendemos al origen concreto de esas amenazas encontramos que en ambos casos el fundamentalismo islamista en los países árabes, el conflicto palestino-israelí, Irán e incluso Corea del Norte son identificados como los principales riesgos.
 
La diferencia en la estrategia para enfrentarse a estos problemas es doble. Por un lado, hay una discrepancia de fondo sobre los medios a emplear. Así, Estados Unidos es más partidario de emplear la fuerza para neutralizar estas amenazas, mientras que Europa apuesta más por el denominado poder blando. En segundo término, los norteamericanos son más unilateralistas cuando entienden que están comprometidos sus intereses esenciales, mientras que los europeos nos mostramos más inclinados al multilateralismo en todo caso.
 
La diferencia sobre el rol del poder militar en el mundo actual es un hecho incuestionable que se ha puesto de manifiesto con contundencia en el último conflicto de Irak. Según el último estudio sobre Transatlantic Trends 2003 del German Marshall Fund, la idea de que en determinadas circunstancias “la guerra es necesaria para hacer justicia” es compartida por el 84% de los estadounidenses pero tan solo por el 48% de los europeos. En España la situación es más dramática. Sólo en el caso de genocidio una exigua mayoría considera legítima la utilización de la fuerza militar, no en el caso de la posesión de armas de destrucción masiva, y sólo un 8% considera legítimo el uso de la fuerza militar para imponer la democracia[1].
 
¿Cuáles son las razones para esta diferencia en la percepción del poder militar? Algunos lo explican en clave de la traumática historia bélica de Europa en el siglo XX, otros porque la propia carencia de poder militar en Europa condiciona su propia percepción sobre la utilización del mismo, otros consideran que Europa ha entrado en la posmodernidad mientras Estados Unidos se mantiene en la modernidad. Probablemente la causa sea una mezcla de todas ellas, pero lo cierto es que esta percepción del poder militar separa aún más a las opiniones públicas que lo que reflejan las posiciones de sus propios gobiernos.
 
La segunda gran divergencia no es tanto de opinión pública sino de concepción política. Así, la administración Bush ha desarrollado una estrategia de seguridad nacional que pone el énfasis en la acción unilateral cuando sus intereses de seguridad están comprometidos. Esto no significa que no se busque el amparo multilateral para emprender determinadas acciones, pero tiene claro que la imposibilidad de una acción multilateral no debe impedir en ningún caso la acción unilateral si es necesaria para su seguridad. Esta posición enerva a algunos gobiernos europeos que se ven progresivamente irrelevantes e impotentes para contener e incluso moderar la acción exterior de los Estados Unidos.
 
Por el contrario, la opinión pública norteamericana es más multilateralista que su Administración, pero se muestra también más comprensiva con la acción unilateral que la europea en el supuesto de una amenaza directa a su seguridad.  Según el estudio del GMF, una mayoría  de los norteamericanos ve justificado “ignorar a la ONU si los intereses vitales de nuestro país están amenazados”, mientras que sólo una minoría, el 40% de los europeos comparte esa opinión. En España, sólo un 15% de nuestros ciudadanos consideran legítimo que un país amenazado ataque a otro sino cuenta con el respaldo de las organizaciones internacionales. El problema es que los gobiernos a ambas orillas del atlántico han agrandado con sus políticas más esa brecha en vez de tratar de reducirla.
 
La tercera divergencia es la visión del nuevo orden mundial. Aquí encontramos dos problemas. Por un lado, los europeos no aceptamos la realidad. No lo acepta ni la opinión pública europea ni lo aceptan algunos de los gobiernos de los principales países europeos. Ni los ciudadanos ni esos Gobiernos se resignan a una realidad en la que Estados Unidos es la única superpotencia global superviviente de la guerra fría y en la que Europa, por su división y por su debilidad estratégica, es hoy un actor relativamente irrelevante en el contexto mundial. Es más, muchos europeos se ven hoy amenazados por la hegemonía norteamericana tanto en términos estratégicos como económicos.
 
En Estados Unidos encontramos una división entre su política y su opinión pública. Así, la Administración Bush parece haber superado la tentación del aislacionismo y, tras el 11-S, considera imprescindible ejercer un creciente intervensionismo militar y un liderazgo democrático mundial. Por otro lado, existe una sociedad que es renuente a asumir los costes políticos, económicos y militares que implica ese imperialismo benéfico. Como consecuencia de ello, una gran mayoría de los ciudadanos norteamericanos querrían que Europa ejerciera un mayor protagonismo internacional, que Europa se transformara en una superpotencia, incluso aunque ello implicara que a veces se enfrentaran a las políticas norteamericanas.
 
El problema, por tanto, es que la Administración Bush estaría encantada de que Europa colaborase más con Estados Unidos en asumir el coste del liderazgo, pero mantiene una actitud de excesiva prepotencia y de intransigencia con las diferencias. Los gobiernos europeos querrían, por el contrario asumir un creciente liderazgo pero no parecen tener ni la capacidad ni la voluntad para asumir los costes que implicaría ese liderazgo compartido.
 
El resultado final es que Europa se siente marginada y los Estados Unidos decepcionados. La debilidad de Europa hace que nos sintamos más afectados por la crisis, más resentidos y más amenazados por Estados Unidos de lo que se sienten los ciudadanos norteamericanos que incluso echan de menos un mayor liderazgo y compromiso de Europa.
 
Un problema añadido en Europa, como ya hemos señalado, es que ni las políticas ni las opiniones públicas son homogéneas. Es más, la crisis trasatlántica tiene un reflejo preciso en la crisis europea. Las mismas divergencias en las políticas que se observan en los gobiernos a ambos lados del Atlántico se reproducen en territorio europeo entre los gobiernos de España o Reino Unido y los gobiernos de Francia o Alemania. Las mismas divergencias que existen entre las opiniones públicas trasatlánticas se reproducen entre las opiniones públicas europeas.
 
La conclusión es que solo una relación trasatlántica fuerte permite una Europa unida y sólo una Europa unida permite una relación trasatlántica fuerte. La Unión Europea se ha construido históricamente bajo el amparo político y bajo el paraguas de seguridad ofrecido por Estados Unidos. En un momento de ampliación al Este y de emergencia de las amenazas del terrorismo y las armas de destrucción masiva ese amparo y esa seguridad son más vitales para Europa que nunca.
 
En segundo lugar, Estados Unidos necesita a Europa para afrontar los desafíos a los que nos enfrentamos el conjunto de los países democráticos. No es sólo un problema de capacidades y de costes, que también, pero es sobre todo un problema de soledad, de tener alguien con quien compartir los riesgos, disfrutar los buenos momentos y aguantar también juntos los malos ratos. Tener la confianza de que juntos es más difícil cometer errores que solos. Evitar la percepción, siempre peligrosa, de que un solo país domina el mundo, tiene toda la fuerza, toda la razón, toda la legitimidad.
 
Esto exige un esfuerzo por ambas partes y de cada uno de los socios europeos en particular. Por parte de Estados Unidos es necesario recuperar su papel como impulsor de la convergencia europea, superando su tentación de dividir Europa para debilitar a sus oponentes. En este sentido tendrá que incrementar sus capacidades de diplomacia psicológica para que los europeos superen sus miedos infantiles, sus complejos adolescentes y sus achaques de senectud. Estados Unidos tiene que considerar a Europa como un socio relevante. No se trata sólo de tener sus opiniones en consideración, sino  que tengamos la percepción de que nuestras opiniones cuentan en la toma de decisiones. Sin embargo, nada sería más contraproducente para el futuro de las relaciones trasatlánticas que premiar, en aras de recuperar el consenso, a aquellos gobiernos que de forma irresponsable y en contra del criterio de la mayoría han puesto en riesgo la cohesión y la viabilidad de esa relación. Estados Unidos debe entender también que las posibles divergencias de intereses no pueden poner en peligro la fortaleza de la comunidad de valores y que la actitud de Europa no puede ser la subordinación sino la cooperación. Y finalmente, debe entender que una cierta autonomía estratégica de Europa puede ser positiva a sus intereses en crisis como la actual con Irán.
 
Por parte de los socios europeos es preciso definir qué papel queremos para Europa en el nuevo orden mundial. Europa debe aspirar a tener un mayor peso en la escena internacional y a ser un socio más relevante en la relación trasatlántica. El mayor error sería configurar Europa como un contrapoder a Estados Unidos como potencia global a través de alianzas con otras potencias regionales. Pero además de tener una idea clara y compartida del papel de Europa en el mundo, tenemos que estar dispuestos a asumir los costes que implica aspirar a un coliderazgo con Estados Unidos. En este sentido, Europa no podrá ser nunca un socio estratégico relevante ni ejercer un mayor peso en las relaciones internacionales sino equilibra su potencial económico y político con sus capacidades militares. Pero Europa debe entender además que la gravedad de las amenazas actuales exigen una firmeza, una determinación y una fortaleza mayores de las que nuestras opulentas sociedades poseen en este momento.
 
Todos estos esfuerzos deberían converger en una refundación de la Alianza Atlántica ampliada en sus ámbitos geográficos y en sus ambiciones estratégicas que nos permita vencer juntos al gran desafío del siglo XXI: la pervivencia de la libertad.      


[1] Los datos de España están extraídos del Barómetro del Real Instituto Elcano de mayo de 2003.