Luna llena sobre Europa

por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, 22 de diciembre de 2003

La quiebra del Pacto de Estabilidad y Crecimiento promovida y obtenida por los gobiernos de Francia y de Alemania ha suscitado reacciones diversas: rechazo y aprecio, indignación y aplauso. Entre quienes han manifestado su acuerdo con la ruptura de la “Europa de Maastricht” se encuentran quienes consideran erróneo que la política monetaria  esté indisponible para los gobiernos, que deberían poder malearla a su gusto. Siendo ésta una  preferencia respetable, de lo que se trata ahora es de intentar aclarar el fondo del asunto -que ninguno de los gobiernos mencionados quiere seriamente discutir-, un comportamiento emparentado con la traición que, además, basa su utilidad en que no sea emulado por el resto de los socios. Francia y Alemania afirman no querer cumplir algo que, en esencia, siguen considerando acertado y que ellos impusieron (en el caso de Alemania, como reflejo de las disposiciones de la Ley fundamental); no promueven una quiebra definitiva, razonada y abierta a la discusión  de los principios del proceso de Unión Económica y Monetaria, en los que siguen creyendo, sino un trato privilegiado -es decir, una interpretación privada, particular de la ley- que les permita hacer  lo que nadie más debe hacer.
 
Hay razones que aconsejan rechazar la iniciativa franco-alemana y forzar, hasta donde sea posible,  la recuperación de la legalidad. Quienes afirman que  la estabilidad presupuestaria (que no ha de ser estricta según el pacto vulnerado) es un principio útil cuando la economía va bien pero no cuando va mal,  ignoran que el pacto fue impuesto precisamente para evitar que los gobiernos cayeran en la tentación de aumentar su gasto en los momentos de crisis, de satisfacer a corto plazo y perdiendo la perspectiva intereses incompatibles con la recuperación económica. Igual que quien se cree licántropo se encadena cuando va a haber luna llena,  a partir de los años ochenta los gobiernos europeos   reconocieron que las políticas keynesianas y proteccionistas no les estaban permitiendo mejorar su posición económica sino que la estaban debilitando, y trataron de poner remedio encadenándose a los criterios que sabían correctos y difíciles de cumplir cuando las cosas van mal. Esta convergencia de los principales gobiernos europeos en la percepción  de la debilidad de sus planteamientos económicos -particularmente por parte el Gobierno francés de F. Mitterrand, liderado en esta materia por quien poco después pasó a ser Presidente de la Comisión Europea, J. Delors, suceso que tanto influyó en la transformación del socialismo español en la década de los ochenta- se expresó primero en el Acta Única Europea de 1985, que permitió tomar en serio la realización del Mercado Interior, y una vez hubo sido derribado el muro de Berlín, en el proyecto de Unión Económica y Monetaria que finalmente condujo a la adopción del euro como moneda común. Ahora hay luna llena en Francia y en Alemania, y, como estaba previsto,  sus gobiernos tratan de romper las cadenas. Es un error gravísimo facilitarles esa ruptura, una irresponsabilidad que debe ser denunciada como lo que es: la elusión de un compromiso virtuoso y la caída en un círculo vicioso, un proceso de degeneración.
 
Aun en el caso de que los gobiernos de Francia y de Alemania hubieran experimentado súbitamente una conversión a las viejas políticas de los años setenta y ochenta, no estaría ya en su mano dinamitar un pacto que no es sólo suyo, y de cuya observancia, particularmente en momentos de crisis y dificultad,  depende la prosperidad del conjunto al que voluntariamente pertenecen. Es posible que la aspiración de irreversibilidad que suele exhibir el derecho comunitario no encaje bien con la complejidad política y social de las sociedades europeas, y es legítimo proponer cambios de rumbo y alteraciones en la ruta marcada. Pero no lo es la quiebra de la legalidad  y su presentación como un acto consumado de imposible reversión.
 
Llegando un poco más lejos, debemos considerar que la mayor parte de la historia del proceso de integración europea, empezando por su nacimiento, tuvo lugar en un contexto de Guerra Fría que reducía extremadamente el margen de actuación de los Estados miembro. Es muy probable que la Unión Europea haya contribuido a  pacificar Europa y  a mejorar su prosperidad, aunque no debe olvidarse que en Europa también ha habido prosperidad y paz fuera de la Unión (el caso de Noruega y hasta hace poco de otros países nórdicos es muy llamativo), ni que, como afirmaba recientemente R. Kagan, los europeos tendemos a perder de vista que nuestro pacifismo fue posibilitado por la intervención  militar norteamericana y constituye una rareza histórica en nuestro continente. El impulso norteamericano está también en el origen de la creación de las Comunidades Europeas a principios de los años cincuenta, dato frecuentemente ignorado u omitido. El inicio del proceso de Unión Económica y Monetaria ancló a Alemania a la Unión Europea en un momento en que su reunificación y la recuperación de la libertad en el este hacían temer una reorientación oriental de su política exterior, y, de hecho, los recientes sucesos parecen  dar la razón a quienes, como  José María Aznar, advirtieron a principios de los años noventa de que la elaboración del Tratado de Maastricht se había producido en un momento extraordinariamente convulso de la historia  europea, lo que quizás había hecho que el alcance de algunas de sus previsiones, extremadamente ambiciosas y contradictorias de casi todos los antecedentes relevantes, no hubieran llegado a ser debidamente asimiladas. 
 
Una de las  razones por las que el estudio del proceso de integración europea es  interesante es porque, con mucha más intensidad que durante los procesos constituyentes nacionales,  es posible encontrar en él cuatro  tradiciones políticas  en plena actividad: el contractualismo liberal, el  contractualismo jacobino,  el conservadurismo de raíz burkeana, y los nacionalismos  étnicos de  aspecto romántico.  Por supuesto, se trata de versiones  contemporáneas de estas tradiciones, convenientemente revisadas y  coloreadas por el paso del tiempo, pero la discusión sobre lo que  es posible “crear” mediante  nuestra razón aplicada a los asuntos políticos, o sobre  la conveniencia de  respetar  el legado de los siglos  y de limitarse a “innovar” algunas cosas conservando lo fundamental de lo que se hereda, son  polémicas  vivísimas en los debates acerca del futuro de Europa. Para quien siente cierto aprecio reflexivo  por la tradición y no cree que   sea posible  “pilotar deportivamente”  los Estados europeos, que son  buques  de gran tonelaje  con las bodegas llenas de  mercancías peligrosas (lengua, cultura, agravios, ilusiones, muertos, prejuicios), no ha sido un buen punto de partida el modo asambleario en que se ha desarrollado la Convención sobre el Futuro de Europa. Tampoco lo es la forma en que, una vez más, Francia y Alemania (aunque no sólo ellas) presentan como indiscutible el resultado de la Convención,  perjudicial para España en algunos aspectos.  Sin duda, todo esto debe pesar en la Conferencia Intergubernamental que trata de redactar una modificación de los Tratados vigentes, que, en todo caso, después de lo sucedido ya no son lo que eran.
 
Miguel Ángel Quintanilla Navarro es Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid (Instituto Universitario Ortega y Gasset) y profesor en el departamento de ciencia política de la Universidad Carlos III de Madrid.