España 2012: el cambio en las organizaciones internacionales

por Carlota García Encina, 13 de octubre de 2011

 

1. La mutación de las organizaciones internacionales
 
¿En qué mundo vivimos? Es la primera pregunta que el gobierno salido de las urnas el 20N deberá hacerse para tratar de subir a España al carro de la realidad internacional de la que hemos estado apartados en los últimos años. Y dentro de este mundo, las organizaciones internacionales han tenido un importante papel con mayor o menor acierto, peso y poder. España forma parte de las principales, aunque a veces parece que se trate sólo de un compromiso presencial. No debiera ser así. Qué ganamos con nuestra presencia en los organismos internacionales, por qué hay que estar ahí, y qué hay que hacer para que se nos oiga deben ser algunas cuestiones a tener en cuenta. Sin olvidar que muchas de las organizaciones internacionales de hoy en día son los antiguos modelos nacidos tras la Segunda Guerra Mundial, que se han mantenido vigentes aunque no exentas de críticas, mientras el mundo ha cambiado radicalmente.
 
Nos remontaremos a los años noventa, momento en el que, tras la caída del muro de Berlín la tensión bipolar dejó de presionar. Acabó la guerra fría, con una peculiar victoria de Estados Unidos y de la Alianza Atlántica, y los países debían perfilar el nuevo escenario, los nuevos principios, y las nuevas estructuras institucionales e internacionales, o al menos reformarlas profundamente. Aparece una nueva relación entre los grandes, se buscan con ansia los llamados dividendos de la paz, y de la Defensa se pasa a hacer más hincapié en la Seguridad; algunos empiezan a hablar de una hipotética desaparición de la OTAN y del fortalecimiento de la OSCE, más enfocada hacia la seguridad, y la UEO aparece como el posible futuro pilar europeo de Seguridad y Defensa.
 
Pero el sueño de un orden pacífico mundial se viene abajo por el empuje de los carros de Saddam Hussein invadiendo Kuwait, por las guerras civiles en la antigua Yugoslavia, y por un sin fin de conflictos retransmitidos en directo en los que aparecen combatientes poco profesionales, masas de desplazados y limpiezas étnicas. Se configura así un nuevo tipo de conflicto y se desata el ansia intervencionista ante tales catástrofes humanas, particularmente si se producen en zonas remotas, chocando frontalmente con la poca aceptación del riesgo. Reaparece la ONU en la que, con la caída del bloque soviético, se vierten las esperanzas de un orden internacional garantizado por la comunidad internacional. Aunque de su auge se pasara a la desilusión.
 
Arranca en los años noventa una proliferación de misiones de la ONU por todo el mundo, traduciéndose algunas de ellas en estrepitosos fracasos, como Bosnia, Ruanda y Somalia. La credibilidad de la ONU, como una fuerza práctica para la paz y la seguridad, se va reduciendo. La OTAN, a quien querían dar por muerta tras el final de la guerra fría, se erige sin embargo como la institución mejor situada para tener una repercusión positiva en todo lo que estaba ocurriendo en el mundo. El resto de instituciones supuestamente fuertes, como la Comunidad Europea, se encuentran impotentes y paralizadas ante la enorme cantidad de problemas que se les plantean de una forma simultánea. Serbia, Bosnia, Kosovo constataron las insuficiencias europeas: “Cuando el Pentágono aprieta un botón sale un misil, cuando los europeos aprietan un botón sale un comunicado”, se decía en aquel momento. Estados Unidos era la potencia del mundo.
 
En el ámbito económico, los años noventa asisten al boom el proceso de globalización, que arranca con intensidad y con ingentes flujos de capital hacia las economías de mercados emergentes. Globalización del que también se derivan las crisis del 94 y del 97 que se desatan en Latinoamérica y Asia respectivamente, ambas zonas de la periferia del sistema capitalista. Y el FMI interviene a veces en exceso y de forma inadecuada. Su papel empezó a ponerse en entredicho, así como su legitimidad y su relevancia en la economía mundial, sobre todo por los países asiáticos que empezaban a ser más dinámicos y que no querían depender del apoyo del FMI en caso de crisis futuras.
 
Empieza el siglo XXI, en el que emerge un escenario radicalmente mundial, marcado por el terrorismo, la proliferación de armas NBQ en Estados totalitarios y fallidos, y la emergencia de nuevas potencias mundiales con el paulatino retroceso del peso de Occidente. La globalización, heredada de la década anterior, altera el panorama dotando al mundo de más problemas que soluciones. Problemas además nuevos para ser abordados por los Estados y que admitían más bien un tratamiento transnacional. Una globalización que multiplica los riesgos al tiempo que se carecía de instrumentos para una hipotética gobernabilidad global.
 
Estados Unidos ahora es la “hiperpotencia”. Los atentados del 11-S, la intervención en Irak y posteriormente en Afganistán así lo manifiestan al tiempo que la ONU pierde peso y su Consejo de Seguridad credibilidad, una cuestión que va mucho más allá de la adecuada representación y el derecho de veto. Se trata de su incapacidad para actuar en el momento adecuado, incluso anticipándose a las catástrofes humanas, y de forma efectiva. Era el fin de la “fantasía de la ONU como la base de un nuevo orden mundial”, como dijo Perle. Pues confiar el orden y la paz mundial en el Consejo de Seguridad era “una idea peligrosamente errónea que conduce inexorablemente a poner importantes decisiones morales, e incluso existenciales y político-militares, en manos de países como Siria, Rusia y China”. Al mismo tiempo, la OTAN trataba de encontrar su papel y su lugar en el siglo XXI. De Irak estuvo apartada pero en Afganistán volvió a encontrar su sentido, y es que sigue siendo una organización única para las tareas militares, con todos sus defectos.
 
Son también los años de la Corte Penal Internacional, creada en 1998 como culminación de los esfuerzos internacionales para sustituir la cultura de la impunidad por una cultura de responsabilidad. Hasta entonces, los tribunales ad hoc creados para juzgar lo acontecido en la ex Yugoslavia y otros sitios del planeta, enfatizaban que la comunidad internacional carecía de una estancia judicial a escala planetaria que los amantes del multilateralismo y de una nuevo orden mundial deseaban (la Corte Internacional de Justicia - órgano judicial de la ONU – no tiene jurisdicción sobre los individuos sino sobre los Estados). “A person stands a better chance of being tried and judged for killing one human being than for killing 100.000” dijo José Ayala Lasso, ex Alto Comisionadode los Derechos Humanos de la ONU. Y era verdad. Pero la idea de una justicia universal era tan utópica como los años han demostrado. Basta con leer las críticas al sistema de elección de los “jueces universales” que son los que deben impartir justicia en la Corte Penal Internacional.
 
El nuevo siglo y la intervención en Irak, estuvo acompañada también de una nueva crisis económica, con el petróleo de fondo, y una creciente incertidumbre sobre el futuro. También por el comienzo de la Ronda de Doha sobre la liberalización comercial multilateral, cuyos continuos tropiezos a lo largo de toda la primera década del siglo XXI pusieron en peligro una y otra vez la credibilidad de la OMC como institución multilateral, dando lugar a que las potencia económicas avanzasen en la liberalización comercial por las vías bilateral y regional.
 
El FMI siguió perdiendo peso y capacidad de influencia. Los mercados emergentes tendieron a desvincularse de ella en ocasiones anticipándose a la cancelación de sus programas que arrancaban de la década anterior. La irrupción de nuevos desequilibrios globales sin precedentes ponía de manifiesto una y otra vez su escasa capacidad para supervisar, evitar y corregir la emergencia de vulnerabilidades en la economía mundial. Su legitimidad también se ponía en entredicho dado que el peso de sus Estados miembros en los órganos de gobierno de la institución no reflejaba el peso real de estos países en la economía mundial. Algo que se ha tratado de corregir pero que apenas se ha conseguido transferir un 2% de cuota desde las economías avanzadas hacia los mercados emergentes.
 
En el inicio de la segunda década del siglo XXI, cada vez resulta más difícil definir el mundo dónde cada nuevo acontecimiento puede estar jugando un papel trascendental en un moldeable orden mundial, como es el caso de los recientes levantamientos populares en el norte de África y el mundo musulmán. La economía, la política, la seguridad, la ciencia, la opinión pública, el clima se han convertido en globales. Sin embargo, a pesar de los que se auguraba al iniciarse el siglo XXI las gobernanzas, las democracias, los Estados y las arquitecturas políticas finalmente no han dejado de ser locales.
 
Unos hablan de un orden crecientemente multipolar de grandes potencias; otros de un mundo sin polos aunque con una interdependencia tan fuerte que los Estados deben recurrir a nuevas formas de multilateralismo; otros de multipolaridad sin multilateralismo; otros hablan de desorden mundial, y en general de un mundo inestable, fragmentado, y con una agenda emergente de problemas.
 
En el mundo en 2012 ya no se gestionarán los grandes asuntos globales con los parámetros de hace 10 años. Porque en el orden de hoy en día existe un Occidente que dejó atrás el optimismo y está preocupado y desorientado, y un boyante, aventurero y cada vez más confiado mundo emergente de países como India, Brasil, Turquía, Indonesia y otros tantos, con China a la cabeza. Occidente y más acentuadamente Europa padece la insistente sensación de que su tiempo ha pasado; fuera de él, muchos países creen que ha llegado el suyo o que está cerca.
 
2. El Poder económico
 
La crisis financiera global de octubre desatada en 2008 puso de manifiesto la inadecuación de las organizaciones financieras internacionales para afrontar el mundo del nuevo siglo. Instituciones especializadas como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional no supieron prever ni reaccionar ante los hechos. La comisión del Fondo Monetario Internacional (FMI) encargada de encontrar explicación a la crisis de 2008 llegó a una conclusión que produce cierto desconcierto: “Nos encontramos ante estructuras cada vez más complejas y difíciles de entender. La única solución que se prevé en el entorno actual es dar tiempo al tiempo.” Tampoco el G-7/G-8, que controlaba los destinos del mundo, sirvió para algo más que intercambiar información y apelar a la coordinación.
 
El poder económico apunta a un cambio de mesa, del G-7/G-8, a las manos del G-20, reuniendo a grandes potencias y países emergentes. Pero por ahora se ha quedado en un intento. El G- 20, sin el respaldo de ninguna estructura profesional significativa, resulta todavía inadecuado.
 
De las cinco cumbres celebradas por el G-20, las tres primeras primaron la unidad de acción y el consenso en torno a las medidas de rescate del sector privado, de inyección de estímulos masivos y de gasto público elevado para frenar el desplome de la economía. Los dos siguientes pusieron de manifiesto las fuertes divergencias que subyacen las estrategias de salida de la crisis y los intereses encontrados que dificultan la perpetuación de los consensos.
 
Aunque existe la convicción compartida de que de la crisis se saldrá mejor, más rápido y con menos quebrantos si se mantiene la unidad de acción y se llevan a cabo políticas compartidas, las contradicciones y divergencias que ahora afloran entre los países no son fortuitas y responden a las características específicas de cada área económica. Ante un escenario de débil crecimiento, tasas de paro elevadas y la incertidumbre de cuánto tiempo aún durará la larga travesía del desierto, y con los gobiernos muy presionados por sus electorados y el malestar de la opinión pública de sus países, el riesgo de búsqueda de salidas individualizadas de la crisis es muy elevado. Y a estas tentaciones -en las que cada nación trata de activar sus resortes y ventajas competitivas para impulsar su crecimiento aún a costa de dañar a los demás e incluso de perjudicar al interés común de la recuperación económica internacional- es a las que se trata de poner coto.
 
Nadie dijo que fuera fácil poner de acuerdo a una veintena de países, y menos con modelos de crecimiento, estructuras productivas y potencialidades diferentes e intereses divergentes. Las contradicciones entre áreas y países se acrecienta finalmente porque desde Toronto el G-20 ya no trata sólo de seguir tomando medidas contra el desplome, sino que ahora también aspira a pactar reformas y a aprobar nuevas regulaciones que dificulten futuras crisis. Y ahí, cuando se trata de modificar las normas, las instituciones, los mecanismos de supervisión y la llamada gobernanza económica, los intereses de cada país afloran de nuevo para preservar los intereses específicos que pudieran verse dañados con un nuevo orden mundial.
 
3. Los organismos internacionales
 
La pérdida de protagonismo de Occidente y la fuerte presencia de los países emergentes alimenta tensiones en otros ámbitos además del económico. La manifiesta falta de previsión de los organismos internacionales y su escasa respuesta ante los problemas y amenazas vuelve a pedir a gritos que los principales organismos internacionales que nacieron tras las Segunda Guerra Mundial, como Naciones Unidas y la OTAN, conlleven una reforma que refleje los cambios de traspaso de protagonismo en el mundo. Pero son muchas más y la cooperación entre ellas es tan escasa que no sólo no ayudan a mejorar la situación sino que pueden empeorarla. Un mismo escenario en el que participa la OTAN, la Unión Europa, la ONU con sus interminables agencias, el Banco Mundial, la INTERPOL, ONGs y otras organizaciones civiles acarrea más problemas que soluciones en un deseado gran entorno global de seguridad futuro.
 
¿Las organizaciones internacionales son necesarias hoy en día? Sí mientras cumplan con sus fines, se adapten a las circunstancias pero en ningún caso sobrevivan como burocracias. Precisamente uno de los principales obstáculos para reformarlas lo constituyen las potentes burocracias que las sostienen. Así ocurre en las dos grandes organizaciones internacionales: la ONU y la OTAN
 
La ONU representa países, no población; no es un parlamento sino un organismo internacional, agrupa Estados, no personas, y no es un germen de democracia mundial como es percibida por la población. De los 193 países que la componen ni la mitad pueden ser considerados como democracias verdaderas.
 
Si comparamos las dificultades de articulación de Europa entre varios Estados cuya diversidad está lejos de poderse comparar con la de la ONU, no es de extrañar que un organismo con casi dos centenares de Estados inevitablemente no sea operativo. Jamás los Estados grandes y poderosos del mundo permitirán que el resto aprovechen la ONU para marcarles el camino a seguir. No lo permite Estados Unidos, pero tampoco Rusia o China. Son las potencias medias y los países del tercer mundo las que más recurren a ella para obtener legitimidad ante sus acciones contra otro país, como el caso de la Autoridad Palestina en su petición de reconocimiento de un Estado palestino saltándose las negociaciones con el principales afectado, Israel.
 
Tampoco hay que olvidar que Naciones Unidas es mucho más que el Consejo de Seguridad, sus misiones de paz, sus débiles y ambiguos mandatos, y el hecho de que sirva de plataforma para mantener una buena parta de las élites de los países más pobres y corruptos del mundo, son los principales culpables del descrédito de la organización. Hay un enorme entramado de agencias, muchas de las cuales realizan un buen y necesario trabajo.
 
Naciones Unidas carecen de fuerza que apoye sus resoluciones salvo que ésta le sea proporcionada por quienes sí la tienen, que evidentemente lo harán en función de sus propios intereses. Un escollo más a la hora de sacar adelante una misión, junto con los débiles mandatos que les acompañan. Y sin embargo sigue creciendo el número de cascos azules en el mundo, teniendo en cuenta que Naciones Unidas devuelve parte del coste de las operaciones, mientras que en otros casos como el de la OTAN o la UE son los que corren con todos los gastos.
 
En el año 2000 el propio organismo publicó el denominado informe Brahimi sobre las operaciones de paz, con el fin de paliar los grandes fallos de las misiones de la ONU. Se encontraron grandes errores como llevar la neutralidad hasta el punto de rechazar distinguir entre víctima y agresor; el excesivo “politiqueo” de la organización; la falta de realismo y el exceso de ambición. El informe recomendaba, por el contrario, mandatos más firmes que autorizaran el uso de las fuerzas y una serie de reformas enfocada a tener misiones más rápidas, capaces y efectivas. Hoy en día continúan esas carencias y en algunos casos se han acrecentado. Existen muchos problemas de mando y control, falta liderazgo y muchos contingentes no son profesionales o no están suficientemente preparados, sin olvidar las insuficientes capacidades militares y logísticas.
 
Su desprestigio es hoy demasiado grande. La irrelevancia de sus cumbres y asambleas, su inoperancia a la hora de frenar sangrantes violaciones de los derechos humanos, la vaguedad de las resoluciones del Consejo de Seguridad, le han impedido ser resolutiva en el ámbito de la seguridad alimentando falsas expectativas respecto a sus posibilidades reales, fomentando la frustración y contribuyendo a su descrédito. La lucha contra la carrera nuclear, la provocación de Corea del Norte y la ambigüedad del régimen de Teherán, son algunos de los últimos capítulos en esta caída.
 
La Alianza Atlántica sigue tratando de ganar – al menos en teoría - en flexibilidad, en adaptación a los nuevos retos y escenarios aunque se queda a medio camino. A pesar del nuevo concepto estratégico, continúa arrastrando un déficit que le resta frescura en desarrollar conceptos e implementar las capacidades necesarias para el mundo de hoy. Pero sigue siendo todavía la única organización capaz de encauzar con cierto éxito el empleo del instrumento militar a gran escala. Su actuación en Afganistán revela una acumulación de contradicciones en el nivel político, producto de la falta de cohesión de sus miembros, que tienen su expresión en el nivel táctico. La toma de nuevo de las riendas del escenario afgano por parte de Estados Unidos tras el empeoramiento de la situación, y la coincidencia después de ocho años de dos operaciones en el mismo teatro - “Libertad Duradera” y la de ISAF, manifiestan algunos de los problemas y contradicciones sobre el terreno. Afganistán es hoy en día el símbolo de la insolidaridad y por lo tanto también de los problemas transatlánticos y de la Alianza.
 
De Estados Unidos obtiene sus mayores capacidades militares y el apoyo para ampliar su influencia en dirección al futuro centro de gravedad estratégico. Mientras, otros aliados desean convertirlo en el imprescindible instrumento que permita compatibilizar seguridad con desarrollo y con democracia. Los mismos que reducen peligrosamente los presupuestos de defensa en una época de austeridad económica. Y precisamente es estrategia lo que se necesita cuando no se tiene dinero. Falta imaginación y voluntad en lo miembros de la OTAN para afrontar los retos que vienen.
 
El último capítulo libio, a pesar de su curiosa victoria de la Alianza, más bien ha vuelto a sacar a la luz sus debilidades, como el hecho de que sólo nueve de los 28 miembros de la Alianza se involucraron en una operación sacada adelante por el empecinamiento de Sarkozy y Cameron que tuvo que contar, por detrás, con el apoyo esencial de Estados Unidos, dadas las enormes carencias en capacidades de los europeos.
 
A pesar de la ineficacia de los grandes organismos internacionales, proliferan instituciones semejantes en áreas como la cooperación económica, sanitaria, jurídica o de desarrollo tratando de compensar la fragilidad de algunos estados. También han surgido para la preservación del medio ambiente, de la alimentación, de los recursos hídricos, de las posibles pandemias, y de las catástrofes naturales. Muchas con espíritu regionalista y otras global y se trata de coaliciones, movimientos sociales, ONGs, o fundaciones que cuentan con medios propios para ejercer un poder cada vez mayor.
 
Los grupos de presión siempre han existido y sus actividades las han realizado bajo formas diversas. La novedad respecto de otras épocas reside en el reconocimiento de todas estas instituciones no gubernamentales y del papel que ejercen como poder fáctico más allá de la organización y estructura de los estados. En la actualidad estas organizaciones han crecido de manera considerable tanto en número, como en capacidad de influencia y movilización de recursos.
 
Estos actores no estatales pueden responder a intereses concretos, declarados o no, de uno o varios estados, o bien los de uno o varios grupos que aspiran a imponer sus intereses particulares a los Estados. Actúan con sus propios recursos que los obtienen de la sociedad civil pero también de los presupuestos de los gobierno. Su eficacia es desigual, y normalmente interfirieren con las actividades de otras organizaciones, o de los propios estados e incluso en algunos Estados débiles asumen las obligaciones que corresponderían al propio gobierno. Organizaciones como Human Rights Watch o Amnistía Internacional son capaces de ejercen presión sobre la poderosa administración norteamericana; afirman actuar como “conciencia global” y que representan intereses públicos amplios, más allá de la esfera de acción de los Estados. Desarrollan sus propias normas, incluso a veces violentas, para presionar a gobiernos y empresas para que cambien su política y obtienen resultados porque atraen seguidores. Las ONG y actores no gubernamentales no hacen más democrática a la política mundial, y muchas veces actúan de manera irresponsable y sin rendir cuentas a nadie.
 
4. El poder de los Estados
 
La puesta de manifiesto una y otra vez la inadecuación de las instituciones internacionales para resolver la crisis económica y abordar los retos estratégicos complejos del siglo XXI refrendó lo que empezó a ser evidente desde septiembre de 2001: que el Estado sigue siendo el principal actor estratégico a pesar de que sus limitaciones reduzcan su margen de actuación unilateral.
 
Fue Estados Unidos el primero que empleó el poder del Estado para suplantar al que antes ejercían las grandes empresas financieras. En las potencias emergentes se reprodujo el mismo esquema. En Europa fueron los Estados, no la Unión, los que salieron en defensa de sus respectivos sistemas bancarios. Cuando la crisis se extendió al resto de la economía, también fueron los Estados los que tuvieron que ayudar a diferentes sectores de actividad. Estos hechos que ponen de manifiesto al Estado como principal organización política y actor estratégica, a pesar de que su soberanía se ha visto enormemente limitada en los últimos años.
 
Hay una vuelta a un juego de potencias en el mundo actual, el número de Estados ha crecido enormemente y todo indica que “el juego” quedará reservado a los más fuertes. Una revalorización del papel del Estado como organizador y regulador del mercado con el peligro del regreso al Estado regulador.
 
Que el Estado el actor estratégico principal concuerda y conlleva a un auge de las políticas de Seguridad Nacional. La falta de nitidez entre política interior y exterior, sobre todos desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, y la necesidad de dar un “enfoque integral” de la seguridad, se ha ido materializado en la promulgación de Estrategias de Seguridad Nacional (ESN). Implican teóricamente la integración de sus políticas departamentales y la articulación de todos los medios hacer frente a las contingencias que ocurran tanto en suelo nacional como en el extranjero pero que tengan su repercusión en la seguridad del país. Las ESN constituyen una novedad para muchos países, como en el Reino Unido, a la vez que un reto al tratar de aplicar un concepto estratégico para proteger a un país, una sociedad y una población.
 
¿En este nuevo orden, cuántas y cuáles son las grandes potencias? Teniendo en cuenta los factores demográficos, económicos, de liderazgo político, fuerza militar, poder nuclear, soft power y auto-afirmación, podríamos confeccionar una primera la lista con Estados Unidos, sin duda, diputándose en un futuro e liderazgo en algunas áreas mundiales, flanqueados por otros BRIC como India, y alguno más como Indonesia y Turquía. Por detrás de todos ellos estaría la Unión Europea cuya relevancia dependerá mucho de que sea capaz de superar su actual crisis y hablar y actuar unitariamente. Por otro lado, es difícil afirmar el camino hacia una futura y eventual polaridad USA-China.
 
Estados Unidos sigue manteniendo su presencia en los nuevos escenarios estratégicos, aunque con más o menos determinación, y a pesar del evidente desgastamiento de los últimos 10 años. Obama no es el agente de cambio como sugerían sus discursos iniciales. El presidente norteamericano cada vez se parece más a un hombre inseguro sobre sus convicciones esenciales sobre quien se proyectó un erróneo idealismo en momentos en que Estados Unidos ansiaba una renovación.
 
Sin embargo, Estados Unidos sigue siendo el único país del mundo que supervisa todo cuanto ocurre y se ve obligado a pensar el mundo en su totalidad. Por supuesto, desde sus intereses. Todavía hoy ningún otro país puede rivalizar su invencible fuerza y, sin embargo, no es lo suficientemente fuerte para resolver problemas globales como el terrorismo y la proliferación. Estados Unidos puede ser el país más potente del planeta, pero no es omnipotente. No puede asegurar la gobernanza mundial y ni siquiera puede garantizar un orden internacional plenamente satisfactorio para sus intereses. Sobre todo se trata de una hegemonía que será cada vez menos marcada a medida que emergen otros grandes.
 
La Unión Europea es tanto una Unión, asimilable en ciertos aspectos y para ciertos asuntos a un Estado, como grupo de países cada uno con sus intereses, prioridades y capacidad de decisión. Por ello actúa en el ámbito internacional como una Unión - las que menos - o como deciden los gobiernos de los países que la constituyen, las que más. A ello hay que añadir que la mayoría de los Estados de la UE pertenecen a la OTAN; que como Unión no existe en la ONU aunque dos de sus miembros forman parte permanentemente del Consejo de Seguridad; que hay una resistencia a ceder soberanía, fundamentalmente en los aspectos de seguridad y defensa, que es especialmente sentida por ciertos países miembros; que existen diferentes concepciones sobre lo que se denomina el vínculo transatlántico Todo ello implica que la Unión Europea como organización internacional y como actor global, apenas exista.
 
Europa no está satisfecha con un mundo donde se le pasa por alto fácilmente, y el mundo no está satisfecho con una Europa políticamente marginal ¿dónde está su influencia? Europa ha conocido un cambio significativo: de incrementar su número de sus Estados miembros y constituir un atractivo sugerente para otros países en vías de desarrollo económico y democrático, al ataque al principal símbolo de identidad común, el euro. Ha sido un síntoma de su vulnerabilidad extrema. Entre las causas: su rápida expansión, que ha incrementando la falta de cohesión entre sus miembros más allá de lo que es el mercado; una estructura burocrática diseñada para gestionar la opulencia; y, que en su seno existen Estados mucho más dinámicos de lo que, en el mejor de los escenarios, podría llegar a ser la propia Unión. Esta diversidad es la que explica que todavía no se disponga de una estructura política capaz de crear su identidad política La condición de potencia económica que se le reconoce a la Unión Europea se cumplió en condiciones de normalidad, mientras las cosas iban bien. Ante las dificultades aparecen sus carencias y las debilidades. Y mientras, sigue sin despegar como actor estratégico relevante ya que demuestra una y otra vez sus carencias esenciales para ejercer como tal y sigue manteniendo sus indefiniciones.
 
Rusia ha recogido, y en los últimos años consolidado, parte de su influencia; El pragmatismo económico ruso ha sido asumido sin mayores dificultades por una clase social que se ha hecho con el poder político y económico (gas y petróleo). En cuanto a la necesidad de una nueva transparencia y la aplicación estricta de los principios de una democracia incipiente se considera que pueden seguir esperando. La riqueza de la peculiar clase privilegiada sigue creciendo mientras se mantiene, incluso aumenta el nivel de corrupción. El poder de la nueva clase se apoya en un hecho incuestionable. Rusia posee recursos estratégicos imprescindibles para un mercado muy amplio del mundo occidental, trazando mientras tanto nuevas vías de distribución hacia los espacios orientales.
 
Además de la voluntad decidida de recuperar el prestigio histórico de la Gran Rusia, el petróleo y el gas aportan nuevas capacidades de poder frente a la Unión Europa en su conjunto, y hacia los países principales de manera concreta. Los dirigentes rusos han conseguido trasladar el sentimiento de intranquilidad fuera de sus fronteras. El problema lo tienen los otros, los europeos comunitarios.
 
Por otro lado, su poderoso ejército ha sufrido una fuerte desmoralización por falta de recursos, aunque está siendo reforzado a marchas forzadas por Putin. Y sigue sufriendo de fuerzas centrífugas en buena parte de su territorio, en el Cáucaso, en Siberia y en Asia Central. Aunque lo intente, Rusia tendrá bastantes dificultades para mantener su inmenso Imperio antes que volcarse hacia el exterior.
 
No debemos olvidar a Turquía, que ha abandonado su papel de confín de Occidente, y trata de convertirse, de la mano de Erdogan, en eje central de Eurasia y uno de los principales protagonistas en Asia y Oriente Medio.
 
5. ¿Nuevo centro de poder?
 
Para estimar la tendencia del nuevo ciclo de poder hay que tener en cuenta el espacio donde se mueven los Estados que tienen capacidad para imponerse a los demás. La tendencia histórica muestra que el centro de gravedad del poder siempre se ha desplazado del Este hacia el Oeste, en el hemisferio Norte.
 
El espacio hacia el que se mueve ahora el centro de gravedad de la economía mundial muestra la fuerza de atracción que ejerce el pragmatismo de China. Los dirigentes chinos al recibir la confirmación del encargo de la organización de los Juegos Olímpicos del año 2008 vieron respaldada (con reconocimiento internacional) su voluntad decidida de situar a China en el lugar central de las relaciones internacionales.
 
Ocupar esa posición lleva aparejado el control efectivo del espacio que los gobernantes chinos nunca dudaron de reivindicar ya que, según ellos, les correspondía por razón de la Historia y de la geografía. La voluntad decidida se mostró ante el mundo aprovechando la expectación creada por los juegos olímpicos. Los dirigentes chinos actuaron en consecuencia.
 
Todo parece indicar que hay un desplazamiento progresivo hacia el gran continente asiático que pugna por pasar de ser la periferia a ser el centro. No es más que constatar la importancia creciente de las potencias emergentes – China e India marcan el ritmo – que quieren empezar a ser reconocidas como consolidadas y competitivas, y dejar de ser “emergentes”. O al menos es lo promulgan o venden en Occidente.
 
China ya emprendió la vía del éxito en países en vías de desarrollo, como en África, pero ahora trata de consolidarse en Europa y Estados Unidos. Es sin duda la gran potencia estratégica emergente, y puede que no tenga alternativa, que no pueda no serlo dado su inmenso tamaño. Nuclearizado, con demandas territoriales, un impresionante ejército de 2,5 millones de soldados y un importante presupuesto militar, con agravios históricos no sanados del todo con otros países (Japón) y un fuerte nacionalismo. Y una presencia de alta visibilidad que le proporciona el veto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
 
Informes recientes del Pentágono consideran que se está convirtiendo en una “amenaza a la seguridad regional”. Sin embargo, en el resto del mundo no quiere meterse en problemas prefiere la estabilidad que conlleva la estabilidad también de sus inversiones. Se mantiene neutral, si injerencia en asuntos domésticos de los países en los que se posiciones. Apenas ha sido agresivo hacia fuera.
 
6. España en los Organismos Internacionales
 
Más allá de las teorías, el papel de los estados y el juego de poder en las relaciones internacionales vuelven a moverse de acuerdo con la sentencia de lord Palmerston: “No hay naciones amigas permanentes, ni naciones enemigas permanentes; lo que permanece son los intereses de las naciones.” Por lo tanto, España, antes que todo debería definir esos intereses teóricamente permanentes y que van más allá de de aquello que aparece en los varios documentos con los que España ha suscrito su pertenencia a organismos internacionales y alianzas. Intereses sin los cuáles no se puede valorar qué se juega en cada una de estas organizaciones y hasta donde tiene y debe llegar su compromiso real, y necesarios para definir sus líneas básicas sobre política exterior y de seguridad.
 
¿Qué características tiene que tener la presencia de España en los organismos internacionales?
 
1.                  Unas líneas claras. España debe definir qué lugar quiere ocupar en la escena internacional, teniendo en cuenta su peso y sus recursos, y sus intereses. La presencia de España en los organismos internacionales se ha incrementado sin lugar a duda en los últimos años, aunque sea sólo porque el número de estas instituciones también ha crecido notablemente. Una creciente presencia que, sin embargo, se ha limitado a la sólo asistencia a los encuentros sin generar ningún impacto, sin aportar puntos a la agenda, y sin lograr que éstas y sus debates tuvieran repercusión en el ámbito interior de España. De esta manera se ha rebajado su peso en los grandes temas internacionales porque en ningún momento hemos dejado claro cuál era nuestra posición en las relaciones internacionales. Por lo tanto es indispensable en pensar y dejar claro cuál es nuestro sitio y nuestros de vista.
 
2.                  Coherencia. Hoy en día las formas de relacionarse en cualquier ámbito con terceros países o actores no se limitan exclusivamente al foro de los organismos internacionales. Por lo tanto, no hay que dejar de lado sino potenciar los acuerdos bilaterales, regionales, o las alianzas ad hoc, que además mandan cada vez más. Quizás con estos mecanismos, y en vista de las debilidades de muchas organizaciones internacionales, sean más eficaces para que nuestros intereses se vean reflejados. Sobre todo en las tradicionales prioridades españolas como el Magreb y América Latina. Lo que no excluye que haya que tener cuidado con los discursos que se llevan a cada uno de los ámbitos- el de las instituciones internacionales, el bilateral, el multilateral, e incluso las decisiones unilaterales – de manera que sean coherentes porque, en caso contrario, el país genera desconcierto y desconfianza.
 
3.                  Activos. La vocación internacional de un país medio, como es España, debe traducirse en parte en una creciente presencia en los principales foros económicos, políticos y de seguridad internacionales. España está presente en instituciones como el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), el Banco Europeo de Inversiones (BEI), y el Banco Central Europeo (BCE). También en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE); en el Fondo Monetario Internacional (FMI), en la la Organización Mundial de Comercio (OMC), en la Organización Mundial de Turismo (OMT), en el Banco Mundial (BM), en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), en Banco Asiático de Desarrollo (BAD) y en el Banco Africano de Desarrollo (BAfD), entre otros. España también pertenece a la OSCE, a la ONU, a la OTAN, a la OEA y la UE. ¿De qué nos sirve nuestra presencia en todos estos foros internacionales si no aportamos nada? Primero en un síntoma de dejadez y despreocupación o peor aún, de parecer que nos basta con aparecer en la foto. Retomando lo dicho en el primer punto, hay que generar impacto aportando ideas, soluciones, debate y críticas cuando sea necesario. También es fundamental traer el debate de los foros internacionales a España donde aún pesa un gran desconocimiento y desinterés por los asuntos internacionales. Revertir esta situación es esencial para aumentar el peso del país, tanto en el proceso de toma de decisiones en las relaciones internacionales como en una mayor presencia de España en el exterior, no sólo del Estado.
 
4.                  Compromiso.Principalmente con aquellos organismos y aliados con los que compartimos valores y tareas. Es el caso de la OTAN. Porque sin compromiso nosotros mismos podemos contribuir a las propia debilidad del organismo, y porque a la larga genera desconfianza de parte de nuestros aliados.
 
5.                  Crítica. No basta sin más recurrir o alabar a instituciones como el FMI o la ONU cuando previamente éstas necesitan una reforma o casi revolución, o a la OMC cuando ésta está en un callejón sin salida, o permanecer callados ante las discrepancias en el seno de la ONU, de la OTAN y de la UE sobre la legalidad, legitimidad, conveniencia, u oportunidad que impiden la actuación de los organismos cuando se les necesita. España, desde su posición y desde su peso, debe ponerse del lado de las reformas y del lado del que las proponen.
 
6.                  Abrirse.No hay que limitarse a los ámbitos ya conocidos y hay que buscar otros. Acercarse a los foros regionales del Pacífico, donde se desplaza el peso del poder o buscar nuestro propio camino en nuestra relación con los países del norte de África, área tradicionalmente prioritaria para España, debe ser una prioridad.


 
 
El presente análisis forma parte del proyecto del GEES "España 2012, un país para el siglo XXI".