Voluntad de gobierno

por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, 4 de julio de 2007

El escenario previsto por muchas personas situadas en la derecha y preocupadas por el futuro del país puede sintetizarse así:
 
1.      El PSOE ha roto el consenso y, por tanto, el pacto fundador de 1978 puede darse por terminado. Estaríamos, en consecuencia, ante un Gobierno que ocupa unas instituciones por cuya demolición trabaja.
 
2.      El nuevo Estatuto de Cataluña es un resultado de la ruptura del consenso y es claramente inconstitucional.
 
3.      Pese a la evidente inconstitucionalidad, no se descarta que el Tribunal Constitucional (TC) elabore una sentencia que permita un titular así: “El Tribunal Constitucional estima que el Estatuto de Cataluña es constitucional”.
 
4.      Una vez producida esa sentencia, el PP -se dice- deberá impulsar una reforma de la Constitución destinada a cerrar el sistema de descentralización territorial del poder. Para ello deberá buscar el acuerdo con el PSOE y tomar como referencia el conocido informe del Consejo de Estado (lo que supone realizar una reforma total, según el mismo informe establece).
 
5.      Dependiendo de cuándo se produzca la sentencia del TC, el PP podría incluso procurar dar a las próximas elecciones generales un carácter constituyente.
 
6.      Se entiende que una vez producida la reforma el sistema se estabilizará.
 
Pero hay algunos inconvenientes en estas previsiones:
 
Primer inconveniente
 
De producirse una sentencia del TC en los términos indicados, lo que se aceptaría no sería sólo el blindaje catalán frente al poder constituido español, sino también, y sobre todo, ante el poder constituyente español. Lo que el TC aceptaría sería un “acto de soberanía” del Parlamento de Cataluña, “incluido el Preámbulo”, al que el PP ha atribuido reiteradamente pleno valor normativo, y con razón.
 
Si se impulsa la reforma después de esa sentencia, esa iniciativa será inevitablemente presentada por el PSOE y por los nacionalistas como una reacción desesperada de quien no acepta que la Constitución admita otras preferencias. Para estabilizar el sistema basta con  que el PSOE vuelva al consenso sobre el sistema vigente, y si no vuelve a ése no se ve el modo de que pueda llegar a otro mucho más exigente para él. Si se abandona esa posición para acometer una reforma contranacionalista se hará mucho más difícil esa rectificación. La “concepción vectorial” de la política no siempre tiene suficiente fundamento: que el PSOE haya abandonado el consenso no justifica que el PP lo haga, aunque se quede solo en él; si lo abandona para generar un nuevo consenso desde una posición más favorable a sus preferencias y acabar más o menos donde estábamos, entonces sólo dará pábulo a la idea de que en el fondo se siente incómodo con lo que hay.
 
La respuesta a la ruptura del consenso debe ser el cumplimiento estricto del consenso, al menos hasta que se constate el recorrido electoral (y dentro del propio partido socialista) de la ruptura que patrocina el PSOE. El debate es ahora entre quienes defienden los pactos acordados (PP) y quienes los quiebran (PSOE). Si hay sentencia del TC en esos términos y se procede de inmediato pidiendo una reforma, habrá un nuevo escenario de confrontación entre quienes defienden el pacto (el PSOE, puesto que así lo dice el TC) y quienes promueven su sustitución porque no les gusta la sentencia del TC (el PP). El PP pierde en el cambio.
 
Segundo inconveniente
 
Aun suponiendo que se produjera una escisión en el PSOE y fuera posible alcanzar una mayoría social capaz de impulsar la reforma, inevitablemente se estaría abandonando una idea de consenso (el acuerdo de todos) y adoptando la de los nacionalistas y el PSOE actual (un acuerdo de la mayoría), lo que alimentaría durante décadas al victimismo  nacionalista. Ya no sería sólo el PNV el que diría que no estuvo en el proceso constituyente sino otros muchos, que además podrán ampararse en la sentencia del TC. Más aún, el panorama puede ser mucho peor si ante la pretensión del PP de que unas elecciones generales tengan carácter constituyente, algunos partidos llaman a la abstención, lo que sin duda ocurrirá. La perplejidad y el desconcierto harían aumentar la abstención, que sería inmediatamente apropiada por quienes la hubieran pedido. Esta situación arruinaría la legislatura y pondría en una crisis de legitimidad extraordinaria a las instituciones del Estado y especialmente al PP. Si ese llamamiento a la abstención no se produjera y se iniciara una legislatura constituyente -incluso si fuera con el apoyo de un PSOE que hubiera recobrado el juicio- aún podría ocurrir lo mismo con motivo de las elecciones de las cámaras que deben ratificar la reforma. Incluso podría pasar algo peor: llegado el momento de plebiscitar la reforma, el Parlamento de Cataluña (y previsiblemente el del País Vasco) podría aprobar por una amplísima mayoría (por ejemplo, un 90%) que en ejercicio de los poderes que dice tener y que el TC dice que tiene (o no dice que no tiene) acuerda que en Cataluña no se plebiscite la reforma.
 
En tal caso, habría tres posibilidades:
 
1.      Que se cancele el plebiscito en toda España. En ese caso sería evidente que estaríamos ante la expresión de la efectividad del blindaje frente al poder constituyente español.
 
2.      Que se celebre en toda España menos en Cataluña, lo que llevaría a la secesión de España respecto de Cataluña, cuyas instituciones “no tendrían más remedio que abrir un proceso constituyente catalán, puesto que España se ha ido”.
 
3.      Que se imponga la celebración del plebiscito contra el acuerdo del Parlamento catalán. Obviamente sería un momento crítico en la historia de España para el que convendría estar preparado. Y nadie lo está.
 
En consecuencia, y paradójicamente, si el TC concede valor al Estatuto, el PP no debería impulsar la reforma, porque el TC habría reconocido el blindaje catalán frente a la misma. Y si no se lo concede, tampoco, claro.
 
Tercer inconveniente
 
Visto en perspectiva, lo que vivimos no es el resultado del fracaso del sistema sino de su éxito, evidenciado durante la última legislatura del PP. Hay instrumentos suficientes para garantizar los valores de la Constitución, pero durante demasiado tiempo no ha habido valor ni claridad moral para hacerlos valer con toda la fuerza del Estado de derecho. Aumentar la cilindrada no sirve de nada si no estamos dispuestos a pisar a fondo el acelerador; y si lo estamos, basta con lo que hay. 
 
La reforma constitucional establecería un nuevo marco de la legalidad, pero nada diría sobre lo que estaríamos dispuestos a hacer si alguien decidiera transgredirlo. Ningún marco legal puede apartar de nosotros la responsabilidad de hacer cumplir la ley, de “imponer” el derecho, de “ejercer” el poder (instar una compulsión legítima sobre otros) y de responsabilizarnos de la defensa personal de nuestra propia libertad. Quizás, es eso lo que en ocasiones se persigue con la reforma: eludir lo ineludible, el enfrentamiento frontal con los enemigos de nuestros valores, de nuestros principios y de nuestra legitimidad.
 
Estamos pertrechados, sin descartar que es posible mejorar algunas cosas, pero no hay voluntad de combatir. Si el Estado no tiene voluntad o valor para hacerse respetar, da igual la indumentaria que escoja para el desistimiento. De hecho, en ese caso, aumentar sus poderes sólo servirá para hacer aún mayor el deshonor de la rendición.
 
Si el TC estima que no hay inconstitucionalidad si quien vulnera la Constitución se llama “Parlamento” o “pueblo catalán”, es decir, si los pecados dejan de serlo si se cometen en la iglesia, entonces no hay solución jurídica posible. Esto ya ocurrió con motivo de la Constitución Europea, que fue convalidada por el TC mediante una doctrina contradictoria de la que expuso en 1992 y esencialmente fundamentada en creer que su trabajo consiste en juzgar la adecuación de las leyes y los tratados a la voluntad del poder constituyente imaginada o sospechada mediante indicios (de una inconsistencia pasmosa) que el tribunal elevó a certezas -contra lo que establece la propia Constitución, que fija en sus procedimientos de reforma las únicas vías legítimas de expresar la voluntad popular de cambiar la Constitución- y no a la Constitución misma.
 
Por otra parte, la aplicación coherente del Estado de derecho exige establecer una ley de claridad que ilumine y haga explícita la vía aceptable para la secesión, que aclare que eso que el nacionalismo dice que no se puede hacer por las buenas sí se puede hacer, en condiciones y plazos justos y comprensibles para todo el mundo. Sólo así se podrá tener éxito al transmitir la idea de que uno se puede ir de España, pero no como se pretende ni con lo que se pretende, mediante la violencia, la laminación de la oposición y contra la libertad y con la hacienda de la gente que disiente.
 
Cuarto inconveniente
 
La inmadurez del ánimo reformista la denota el hecho de que sistemáticamente se aluda como origen de los males a que el nacionalismo está demasiado representado en el Congreso. No es cierto. La reforma del sistema electoral no resolvería casi nada y no está provocando buena parte de los males que se le atribuyen. No es que haya pocos votantes nacionalistas que obtienen mucho poder, es que hay muchos votantes nacionalistas que tienen una idea clara de lo que pretenden, una convicción nítida de la justicia de su causa, un plan de actuación coherente y sostenido a lo largo del tiempo y hacen una vulneración constante y sin coste de la ley. Además, no ha habido resistencia sino apaciguamiento. Eso es lo que falta en los partidos nacionales con frecuencia y, desde luego, es lo que ha perdido el PSOE por completo: el deseo de que el mundo sea como uno quiere y no como quiere el otro y la voluntad y el coraje para hacer que acabe por ser así mediante procedimientos intachables.
 
Quinto inconveniente
 
El sistema de 1978 no es intocable y tiene defectos. El mayor de ellos es que en buena medida ya no existe como consecuencia de su europeización. El sistema se ha “alterado” porque las competencias no están donde estaban sino en el extraño poder ejecutivo europeo (Comisión y Consejo) y también en el Parlamento Europeo y ya nadie las controla. El legislativo nacional español ha perdido buena parte de sus funciones legislativas, de control y de escenificación de la disputa política, como las han perdido también los legislativos autonómicos y los jueces, que no aplican la ley entendida como la voluntad general sobre el interés general sino el derecho europeo. Y la distribución territorial del poder ya no es la que creemos, sino el resultado de la transferencia desde los parlamentos y Ejecutivos autonómicos hasta las instituciones europeas. Los poderes ejecutivos no pueden actuar atendiendo a los márgenes dispuestos en la Constitución y en los Estatutos de autonomía sino atendiendo a la legislación europea, que ha clausurado buena parte de sus opciones de gobierno, especialmente por la izquierda, y desde luego ha generado una nueva forma del poder que apenas se conoce y que difiere mucho de lo deseable.
 
Ése es el único sistema que se puede reformar -el sistema español europeizado- porque es el único que existe ya. Y por tanto es preciso averiguar dos cosas:
 
·         Si los males que padecemos pueden vincularse al sistema realmente existente, el sistema español europeizado.
 
·         Si está en nuestra mano reformar el sistema realmente existente, o si por el contrario lo único que podemos ya hacer es impulsar la reforma de un sistema que en realidad no existe, como lo es el de 1978 tal y como lo describe el bloque de la constitucionalidad. La efectividad de la reforma que se proponga y sobre todo el sentido que puede tener iniciarla a la vista de que estaríamos reformando un sistema que ya no nos gobierna y del coste político de la iniciativa, deben ser evaluados a la luz de este hecho, que sorprendentemente es ignorado casi por completo.
 
No obstante, es bueno dejar claro que podemos reformar el sistema si queremos, que no somos presos de una voluntad constituyente que se ha de mantener intacta y a la que hay que rendirse, que somos gobernados mediante instituciones que son legítimas porque está en nuestra mano cambiarlas para llevarlas más allá o más acá de donde están si lo estimamos conveniente.
 
Sexto inconveniente
 
El problema no parece ser tanto de instrumentos y de diseño del sistema político cuanto de convicciones y de potencia ideológica. Cuando el Gobierno de Aznar se propuso acabar con ETA con los instrumentos que había, pudo hacerlo. Para ello mostró voluntad inequívoca, actuó coherentemente, formuló un discurso sólido que fue comprendido y respaldado. Con eso basta.
 
Hoy, sin embargo, no sólo estamos siendo gobernados por quienes rechazan todo lo que condujo a la postración de ETA y a la interiorización de su derrota, sino que esa nueva manera de entender lo que nos pasa está obteniendo una penetración notable en las conciencias. Aunque cueste reconocerlo, lo cierto es que el discurso del Gobierno y del PSOE está teniendo más éxito que el discurso del PP.

 


El Gobierno parece haber conseguido encadenarse a la oposición, de manera que “si yo caigo tú caes conmigo y caes antes que yo”. No es fácil establecer cómo se ha producido ese fenómeno, ni lo es zafarse de él. Pero probablemente, se trata simplemente de que el PP ha sabido mostrar ante la opinión pública el verdadero rostro del Gobierno (como Munch supo pintar el espanto en su famoso Grito). Sin embargo,  ésa ha de ser sólo una de las tareas de la oposición y no es la de mayor rendimiento electoral.
 
La imagen que el PSOE pretende dar del PP, y no se puede decir que haya fracasado en el empeño, es la de quien se lleva las manos a la cabeza ante lo que contempla sin que exista un motivo claro para ello. Y la de quien no hace más que eso. Pero la angustia no se puede soportar durante mucho tiempo. A ella debe seguir algún remedio, alguna acción que ponga fin a la angustia y la sustituya por otra cosa que manifieste esperanza, o duelo, o coraje, o consuelo, lo que sea menos espanto y nada más: algo que indique  “redención” y que afirme el sentido posible y no sólo el sinsentido actual de las cosas, algo que no sólo denuncie sino que restablezca.
 
Conclusiones
 
Visto lo que ya se ha llegado a hacer con la Constitución en la mano y lo que quizás se llegue a hacer en el caso de que el modelo estatutario impulsado por el Gobierno no sea contundentemente rechazado por el Tribunal Constitucional, es comprensible que se piense en la necesidad de proceder a una reforma constitucional que ajuste el sistema a lo que “parece ser” el deseo mayoritario de los españoles. Sin embargo, esa iniciativa debería tener en cuenta que si la quiebra del modelo que se consideraba existente ha avanzado ya tanto ha sido porque aquel que debería sostener el consenso ha decidido terminal con él. Y si ha decidido eso, es absurdo pretender que participe en una reforma en sentido inverso al de la que ahora impulsa, cuyo rendimiento electoral está lejos de ser un fracaso. No puede haber reforma constitucional sin el PSOE, pero se propone contra lo que hace el PSOE. ¿Con qué mayoría se pretende aprobar la reforma?
 
Conviene, por el contrario, comprender que los problemas básicos de la política española no se deben a una deficiencia del modelo de Estado, sino a una falta de voluntad política para preservarlo mediante el uso decidido del poder de que se dispone. El problema hoy no es que el Gobierno carezca de poder para hacer cumplir la ley y garantizar la libertad; el problema es que no quiere emplearlo. Cuando existió voluntad los instrumentos fueron suficientes. Y eso es una buena noticia, porque indica que la recomposición de las instituciones y el respeto a las normas no depende de que se produzca un acuerdo entre el PSOE y el PP -lo que hoy por hoy es simplemente imposible, dado que el PSOE es el principal impulsor del proceso inverso- sino sólo de que el PP gane las elecciones y alcance el Gobierno para ejercer el poder con decisión.
 
El éxito electoral dependerá, entre otros, de varios factores:
 
-          En primer lugar es necesario advertir que según indican los instrumentos demoscópicos de que disponemos, el  descrédito del Gobierno -que ha sido extraordinario en apenas unos años- no garantiza el éxito de la oposición. A diferencia de lo que aconteció en 1996, en 2000 y en 2004, cuando la oposición y el gobierno siguieron trayectorias encontradas, la caída de la confianza en el Gobierno está siendo acompañada por una caída aún mayor de la confianza en la oposición.
 
-          En segundo lugar, la clave de la caída de la confianza en la oposición no se encuentra en que sea incapaz de denunciar lo que el Gobierno hace mal (de hecho el Gobierno ha perdido la confianza de los electores) sino de que no ha sabido crear confianza en ella misma. Al reflejar la imagen del Gobierno se ha mimetizado con ella, se ha confundido con ella. La oposición no ha mostrado una imagen alternativa.
 
Pero puesto que la razón de ser de la oposición es proponer una salida al atolladero que denuncia, del que los votantes suelen ser conscientes por sí mismos, cuando se denuncia pero no se ofrece salida la sensación de frustración entre el electorado aumenta, como aumenta la creencia en que puesto que no se propone alternativa igual es que no la hay. Una alternativa no es sólo una actitud, es un programa, un conjunto de medidas comprensibles cuya adopción se perciba como posible y necesaria. En ocasiones esas medidas pueden ser costosas, pero eso no debe evitar exponerlas: lo que el Gobierno propuso frente al secuestro de Miguel Ángel Blanco fue difícil de asumir, pero se aceptó porque se expuso correctamente.
 
Si no se tiene prevista una alternativa es mejor no denunciar, porque uno se desacredita a sí mismo. En los principales asuntos de la legislatura el PP parece no haber sido capaz de hacer creíble una política diferente de la existente, aunque haya mostrado claramente que lo que hace el Gobierno es malo. Y eso no basta para ganar.