Visión política de la defensa común europea

por Alejandro Muñoz-Alonso, 25 de enero de 2000

CESEDEN 25 de enero de 2000
 
Los precedentes de la defensa común europea
 
Desde hace algunos meses se viene insistiendo en que ha llegado “la hora de la defensa europea” y, hasta se da a entender a veces, que, en esa magna empresa que convencionalmente se denomina 'proceso de construcción europea”, es ahora cuando, por vez primera, se aborda su dimensión defensiva. Ciertamente, durante las últimas décadas, en los ámbitos comunitarios de lo que hoy día es la Unión Europea, ha estado ausente toda idea relacionada con la defensa, hasta el punto de que se ha podido hablar del carácter “desmilitarizado” e incluso “pacifista” de la empresa europea. Este hecho tiene, sin duda, una explicación fácil: Las Comunidades Europeas primero y la Unión Europea después no han tenido que preocuparse de la defensa colectiva porque, desde que en 1949 se firmó el Tratado de Washington, ha sido competencia y función principal de la Alianza Atlántica. Una organización plenamente diferenciada, dotada de una dimensión transatlántica, que durante toda la Guerra Fría ha atendido con pleno éxito a las necesidades de defensa y seguridad de Europa Occidental.
 
Pero no deja de ser una anomalía esta ausencia de la defensa en un proyecto político tan ambicioso como el que representa la Unión Europea, porque es una constante histórica que cualquier entidad política que quiera afirmarse como tal, necesita de alguna dimensión defensiva. No se es políticamente, si no se tiene capacidad autónoma de defenderse, incluso en aquellos momentos en los que no hay una amenaza inminente en el horizonte. No se puede tener un protagonismo en el escenario internacional sin un suficiente respaldo militar que haga creíbles y respetables las propias posiciones. Cuando con todo cinismo Stalin preguntaba “¿cuántas divisiones tiene el Papa?”,  apuntaba descarnadamente a esta cruda realidad de la diplomacia y de las relaciones internacionales: No basta con intentar mantener unos valores y, menos aún, asegurar unos legítimos intereses, si, llegado el caso, se carece de los recursos de fuerza necesarios, primero, para disuadir al que los amenaza, desconoce o viola, después, para rechazarle o reprimirle si fuera necesario. Al final, siempre puede ser probable que llegue el momento en el que, como hizo el cardenal Cisneros en ocasión memorable, haya que mostrar la propia fuerza y responder al que amenaza: “Estos son mis poderes”.
 
Pero la propia historia del proceso de construcción europea y, muy especialmente, sus etapas iniciales, nos explican por qué se ha tardado medio siglo en plantearse en serio la cuestión de la defensa común europea. Por eso parece conveniente recordar aquellos primeros momentos porque ahí está la clave de esa ausencia de la defensa en las preocupaciones y actividades de la Unión Europea, hasta ahora mismo. Además, de aquellas vicisitudes se pueden extraer lecciones útiles para evitar ahora y en el futuro errores y  retrasos.
 
Como ha señalado Leo Tindemans, en el “Informe sobre instauración progresiva de una política de defensa común de la Unión Europea”, presentado en abril de 1998 ante la Comisión de Asuntos Exteriores, Seguridad y Política de Defensa del Parlamento Europeo, “la idea de una Europa de la defensa aparece desde el principio de la construcción europea”. Y cita como primer hito en este proceso el Tratado de Dunkerque, firmado en 1947 entre Gran Bretaña y Francia. La Segunda Guerra Mundial estaba recién terminada y Alemania derrotada, pero las democracias occidentales temían entonces una recuperación del país vencido que lo convirtiera de nuevo en un peligro para la estabilidad y la paz de Europa si se producía su rearme. Un rearme que ya entonces los Estados Unidos veían con simpatía, preocupados como estaban por la creciente amenaza soviética. Por eso, y aunque ahora pueda parecer un tanto insólito, aquel Tratado iba dirigido contra Alemania. Un año después, en 1948, los dos Estados firmantes del Tratado de Dunkerque proponen a los tres países del Benelux constituir una organización de defensa, ya no contra Alemania, sino contra toda agresión. Tal fue el origen del Tratado de Bruselas, firmado el 17 de marzo de 1948, significativamente una semana después de la trágica muerte del líder checoslovaco, Jan Masaryk, que ponía en evidencia la voluntad expansiva del imperialismo soviético. El Tratado, firmado por cincuenta años, ponía en pie “un mecanismo de legítima defensa colectiva”, además de establecer un marco de colaboración en materia económica, social y cultural. Considerado como el hito fundacional del proceso de unión de Europa, el Tratado establecía en el plano militar una cláusula de asistencia automática del Estado signatario agredido, de acuerdo con el principio de legítima defensa colectiva de la Carta de Naciones Unidas. Y se llegaba a establecer una embrionaria organización militar, compuesta por un comité de defensa, un comité de jefes de Estado Mayor y un comité de armamento.
 
La fundación, en 1949, de la Alianza Atlántica, por medio del Tratado de Washington, que se inspira claramente en el modelo del Tratado de Bruselas, deja prácticamente vacía de contenido a esta primera organización defensiva, estricta y exclusivamente europea. Un lustro después, en 1954, se firman en París una serie de protocolos que modifican el Tratado de Bruselas y dan origen a la Unión de Europa Occidental, en la que se incluyen también a la República Federal de Alemania y a Italia. La UEO ha sido, como sabemos, durante mucho tiempo la única organización defensiva de Europa occidental competente en materia de defensa. Se estima que el objetivo fundamental de los acuerdos de París era el de permitir el rearme alemán e integrarla en el sistema de seguridad occidental, meta indispensable por las dimensiones que estaba cobrando la amenaza soviética. Pero, conseguido ese objetivo, sabemos también que la UEO ha vegetado durante muchos años. A partir de 1984 y, sobre todo, ya en los años noventa, se ha intentado revitalizarla hasta que, finalmente, se ha decidido su integración en la Unión Europea, tarea que se pretende dejar culminada en este año 2000.
 
Pero antes incluso de crearse formalmente la UEO, la cuestión de la defensa europea se había planteado en el ámbito del todavía germinal proceso de unidad europea. Como escribe André Fontaine, en aquellos años muchos se preguntaban: “¿no estaría ésta casi lograda [la unidad europea] cuando, tras el carbón y el acero, fueran comunes sus soldados?”. Ese era el propósito del llamado Plan Pleven, por el nombre del ministro francés que lo propuso. Este Plan fue expuesto ante la Asamblea Nacional francesa el 24 de octubre de 1949 y sus líneas maestras eran las siguientes: Creación de un ejército común, vinculado a las instituciones políticas de Europa, dirigido por un ministro europeo de Defensa, responsable ante una Asamblea Europea; presupuesto común de defensa; integración de los contingentes proporcionados por los Estados miembros al más bajo nivel posible; mantenimiento de las fuerzas de Ultramar fuera del proyecto. Se supeditaba la negociación de este Plan a la aprobación del Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y se insistía que Alemania se mantendría fuera de la Alianza Atlántica, que empezaba entonces a dar sus primeros pasos.
 
Pero el Plan Pleven, encuentra en Francia, desde los primeros momentos, la oposición de los nacionalistas, incluidos los gaullistas, y de los comunistas, a pesar de lo cual recibió una aprobación de principio en la Asamblea Nacional (343 votos contra 225), si bien eliminando el párrafo que se refería a la posible reconstitución del ejército y del Estado Mayor alemán. Un año y medio después y a partir del citado Plan, se redacta el tratado que constituye la “Comunidad Europea de Defensa”. El tratado se firmó en París el 27 de mayo de 1952 y fue ratificado por todos los países firmantes, menos Francia. Efectivamente, el carácter supranacional que destila el tratado y el rearme alemán, al que se siguen oponiendo amplios sectores sociales y políticos franceses, echa por tierra el proyecto que fue rechazado, el 30 de agosto de 1954, por la Asamblea Nacional. Cinco años después de haberse aprobado el Plan Pleven.  
 
A partir del rechazo de la Comunidad Europea de Defensa -principal hito histórico, fracasado, de la defensa común europea- se hace efectiva esa “desmilitarización” del proceso de construcción europea a que nos referíamos al principio y la Alianza Atlántica se configura como la única organización que, durante toda la Guerra Fría, ha desempeñado las funciones de defensa de Europa Occidental, aunque no todos los países de lo que había de ser la Unión Europea han formado parte de la misma y, aunque las asimetrías entre las distintas organizaciones hayan sido la regla, pues ni todos los miembros de la Alianza lo eran de la Unión Europea, ni viceversa.
 
El vínculo transatlántico se convierte así en el factor clave de la defensa europea lo que, en la práctica viene a significar que Europa occidental puso su defensa en manos del aliado norteamericano que, con sus tropas instaladas en el continente europeo, actúa como garantía de la defensa y de la seguridad colectivas. Se explica así que, durante la Guerra Fría, las relaciones transatlánticas estuvieran dominadas por la cuestión prioritaria de la defensa colectiva y por la consiguiente implicación de los Estados Unidos en la seguridad europea. Pero esas relaciones se desarrollan en un plano totalmente diferenciado de aquel otro en que, paso a paso y pieza a pieza, se iba llevando a cabo el proceso de construcción europea. Ésta se hacía sin más preocupación que la economía, mientras que la defensa era el factor clave de las relaciones entre Europa y los Estados Unidos.
 
La defensa en la Unión Europea
 
La primacía dada a lo económico en el desarrollo de ese proceso de construcción europea se refleja hasta en el nombre oficial de la nueva Europa que, durante mucho tiempo, ha sido, como sabemos, el de Comunidad Económica Europea. Queda relegada, no sólo cualquier inquietud en relación con la defensa, sino también los aspectos propia y estrictamente políticos que, antes o después, era inevitable que se plantearan en una empresa de este tipo. La expresión Unión Política tarda mucho en aparecer y sólo se acepta de un modo oficial en las conclusiones del Consejo Europeo extraordinario celebrado en Dublín en abril de 1990. Y si no se hablaba de unión política, mucho menos podía hablarse de defensa común.
 
Por su parte, la idea de una Política Exterior y de Seguridad Común no queda institucionalizada, como “segundo pilar” del proceso europeo, hasta el Tratado de Maastricht en 1992. Y dudosamente se podía hablar, tampoco, de defensa común si previamente no se había planteado la necesidad de una política exterior común, que significaría que la Unión Europea, por lo menos ante determinados asuntos y situaciones, pudiera hacerse oír, con una sola voz, y mantendría, por lo tanto, una posición única que, eventualmente, habría de ser respaldada con el instrumento militar.
 
A pesar de estos precedentes tan poco propicios, la idea de una defensa común reaparece tímidamente desde mediados de la década de los ochenta, no ya sólo en las tesis de los especialistas o en algunos documentos no gubernamentales, sino en ciertos textos comunitarios importantes. Así en el Acta Única de 1986, que diseña lo que había de ser el Mercado Único Europeo, la preocupación económica predominante no impide que se diga que “una cooperación más estrecha en las cuestiones de seguridad europea contribuiría de una manera esencial al desarrollo de una identidad europea en materia de política exterior”. No se habla de defensa, pero sí de política exterior, lo que ya es una gran novedad. Un documento de la UEO, la llamada “Plataforma sobre los Intereses de la Seguridad Europea” (27 de octubre de 1987) lanza ya el concepto de “identidad europea de defensa” y afirma tajantemente que “la construcción de una Europa integrada permanecerá incompleta en tanto no incluya la seguridad y la defensa”. A partir de entonces se multiplican los textos que aceptan la expresión Identidad Europea de Defensa o de Seguridad y Defensa y los textos de la Alianza Atlántica asumen el concepto, como veremos más adelante.
 
En el Tratado de Maastricht se introdujo un título, el V, que contienen las disposiciones relativas a la política exterior y de seguridad común, el primero de cuyos objetivos (artículo J.1) se establece que será “la defensa de los valores comunes, de los intereses fundamentales y de la independencia de la Unión”. Ciertamente, no se explica cómo se va a llevar a cabo esa defensa, pero es importante señalar que ya se tiene en cuenta el vínculo imprescindible entre defensa y política exterior. Otro de los objetivos que se señalan es “el mantenimiento de la paz y el fortalecimiento de la seguridad internacional, de conformidad con los principios de la Carta de la Naciones Unidas, con los principios del Acta Final de Helsinki y con los objetivos de la Carta de París”. Se especifica también en el Tratado (artículo J.4) que “la política exterior y de seguridad común abarcará todas las cuestiones relativas a la seguridad de la Unión Europea, incluida la definición, en el futuro, de una política de defensa común, que pudiera conducir en su momento a una defensa común”. Por primera vez, la Unión Europea reconoce como propias, aunque sea todavía como mera posibilidad, cuestiones relativas a la defensa, distinguiendo entre una política de defensa común, cuya definición se acepta como una tarea de futuro, sin fecha determinada, y una defensa común, cuya posibilidad se condiciona a eventuales decisiones de futuro.   
 
Como ya hemos anticipado, y de acuerdo con el mismo Tratado de Maastricht, la Unión pide a la UEO -que seguía siendo una organización plenamente diferente, pero que, se dice ya que “forma parte integrante del desarrollo de la Unión Europea”- “que elabore y ponga en práctica las decisiones y acciones de la Unión que tengan repercusiones en el ámbito de la defensa”. Aunque, como señala el holandés van Eekelen, “paradójicamente, las únicas acciones donde la UEO estaba implicada (el embargo y las acciones de bloqueo en el Golfo, en el Adriático y en el Danubio, el factor policial en la administración de la Unión Europea en Mostar y la asistencia policial en Albania) tenían poco que ver con la defensa propiamente dicha y en varios casos fueron ejecutadas por personal no militar”. De todos modos, desde Maastricht queda perfilado el llamado “segundo pilar” que, en buena medida, es, sin embargo, por el momento, un recipiente sin contenido real.
 
La defensa entra de una manera más explícita y detallada en los contenidos del nuevo tratado comunitario, el Tratado de Amsterdam, vigente desde el 1 de mayo de 1999, ya que se introduce el concepto de “definición progresiva de una política de defensa común”, en vez del más vago “definición en el futuro”, que aparecía en Maastricht. Se alude también al caso de los Estados miembros “que consideren que su defensa común se realiza dentro de la OTAN” y a la necesidad de compatibilizar las obligaciones derivadas de ambos marcos organizativos, Unión Europea y Alianza Atlántica. Hay una referencia a la cooperación en el sector del armamento, se repite el párrafo del Tratado de Maastricht que asigna a la UEO la elaboración y puestas en práctica las decisiones y acciones de la Unión Europea que tengan repercusiones en el ámbito de la defensa y, entre las nuevas competencias de la Unión se incluyen ya las llamadas “misiones Petersberg”, al decir que “las cuestiones a que se refiere el presente artículo [que es el J.7] incluirán misiones humanitarias y de rescate, misiones de mantenimiento de la paz y misiones en las que intervengan fuerzas de combate para la gestión de la crisis, incluidas las misiones de restablecimiento de la paz”, que pueden implicar, por lo tanto, una entrada en combate.
 
No vamos a detenernos aquí en el análisis de los mecanismos institucionales y de procedimiento en el ámbito de la PESC (Política Exterior y de Seguridad Común) y que, por lo tanto, se aplicarán a las cuestiones relacionadas con la defensa, que se fijan en el Tratado de Amsterdam. Lo que si debe subrayarse es que, por primera vez en su historia, la Unión Europea cuenta con una normativa clara en relación con la defensa, cuya activación está, sin embargo, supeditada a la voluntad de los Estados miembros., porque se trata de una política intergubernamental, no comunitaria. Una voluntad que cuando se firmó el Tratado parecía difícil que llegara a concretarse, pero que a lo largo de 1999 ha empezado a perfilarse, como veremos, de una manera inesperada, a causa, sobre todo, de lo que se ha llamado “las lecciones de Kosovo”. Pero dejemos a un lado los textos para aludir a los acontecimientos que se producen en la década de los noventa y que van a convertir en acuciante la cuestión de la defensa común europea, aún antes  de esa aceleración que, insistimos, se constata en 1999.
 
En el contexto de la Guerra del Golfo, primero, y en los Balcanes, después, la Unión Europea no sólo muestra su incapacidad para diseñar y aplicar una política exterior común, sino también sus insuficiencias defensivas, en cuanto a logística y equipamiento, precisamente en relación con las nuevas misiones, propias del nuevo entorno estratégico. La actuación en el conflicto de Bosnia de los países miembros de la Unión, bajo la bandera de Naciones Unidas, puso en evidencia esas limitaciones. Srebrenica se ha convertido en símbolo de la impotencia europea. Europa tuvo que contemplar pasivamente la brutal matanza de la población civil sin que se pudiera hacer nada para evitarla o para evacuar a las  víctimas de la política de limpieza étnica. Recuerdo bien que cuando en la Comisión correspondiente del Congreso de los Diputados se preguntó al entonces ministro de Asuntos Exteriores, Javier Solana, cómo había podido ocurrir aquello, su respuesta fue que ninguno de los países europeos presentes en la zona tenía los medios de transporte necesarios para evacuar a los civiles, especialmente helicópteros. “Sólo los tienen los norteamericanos”, concluyó Solana. Quedaban así bien a la vista las insuficiencias europeas. Por eso, y de alguna manera, podríamos decir que el trayecto recorrido desde entonces por Europa,  en el camino de su defensa común, se ha hecho al grito de “¡recordad Srebrenica!”. Porque era evidente que Europa no podía permitir que aquella vergüenza, que aquella matanza, volviera a repetirse. Aunque, desgraciadamente, en Kosovo, volvió a vivirse el horror de la limpieza étnica, con su secuela de muerte y sufrimiento.
 
Bosnia, como más tarde Kosovo, se convirtieron así en el espejo deforme de la seguridad y la defensa europeas. Pero no eran éstos los únicos focos de inestabilidad existentes en nuestro continente que, del Cáucaso al Báltico y, por supuesto, a los Balcanes, presentaba numerosos puntos potenciales de fricción, que no podían por menos de llevar a la conclusión de que Europa era menos segura y estable durante la década de los noventa, de lo que lo había sido en tiempos anteriores. La sustitución del mundo estable y predecible de los bloques por el nuevo esquema de posterior a la caída del Muro del Berlín, había acabado con la “gran amenaza”, pero había hecho surgir una serie de riesgos, de crisis latentes, que podían activarse en cualquier momento. Y esto obligaba a revisar el axioma que se había aceptado casi sin discusión cuando acabó la Guerra Fría, según el cual había llegado el momento de cambiar el acento de la defensa a la seguridad. Una seguridad que algunos veían incluso desmilitarizada, por aquello de que había que cobrar “los dividendos de la paz”. Pero los citados acontecimientos de los noventa obligaban a pensar que, precisamente para garantizar mejor la seguridad era imprescindible no olvidarse ni relegar la defensa, esto es, contar con algún tipo de instrumento militar, que hiciera posible no sólo el mantenimiento sino también la imposición de la paz, cuando fuera necesario.
 
Para Europa se trataba de una cuestión que afectaba a su propia identidad. Establecido el euro como moneda única, la Unión Europea se configuraba cada vez, de un modo más patente, como una de las grandes potencias económicas del planeta, pero sin una defensa propia, sin un cierto aparato militar europeo, no podría nunca adquirir el peso equivalente y necesario en el concierto internacional. Además, la dimensión económica no extraería nunca todas sus posibilidades sin una equivalente dimensión política, especialmente en la forma de una política exterior común, y ésta, a su vez, es inconcebible sin un respaldo militar, lo que exige una política de defensa común y, antes o después, una defensa común. Lo contrario sería resignarse a que Europa fuera, como se dijo de la Alemania anterior a la unificación, “un gigante económico y un enano político”.
 
Las transformaciones que se han producido en la Alianza Atlántica, y que han permitido hablar de “una nueva OTAN”, han ayudado también, sin duda, a avanzar en la configuración de la Europa de la defensa, aunque también hayan dado origen al problema, aún no resuelto plenamente, de las relaciones entre el “pilar europeo” y la Alianza. Nos referimos, sobre todo, a la introducción en la terminología de la Alianza del concepto de “identidad europea de seguridad y defensa”, primero en la “cumbre” de Roma de noviembre de 1991, después y de un modo más completo, en la de Berlín de julio de 1996 y, finalmente, en la gran “cumbre” de Washington de abril de 1999, que conmemoraba el cincuentenario de la Alianza.
 
Pero los viejos Estados europeos, aferrados a hábitos centenarios de plena soberanía de su política exterior y de su aparato militar, se resistían a dar el paso decisivo hacia una defensa común. Las distintas tradiciones de sus diplomacias hacían muy difícil adoptar políticas comunes, como demostró el caso de la ex-Yugoslavia. Los Estados, que habían cedido, para poner en común, un símbolo tan emblemático de su soberanía como la moneda, se resistían a ceder, a dar pasos en el sentido de poner también en común ese otro símbolo que es la defensa, el instrumento militar. Se trataba, en suma, de un problema de voluntad política, que parecía casi insoluble.
 
La hora de la defensa europea
 
La tradicional reticencia europea respecto de la defensa común cambia de una manera espectacular a partir de la reunión entre el presidente  Chirac y el primer ministro Blair que se celebró en Saint Malo en diciembre de 1998. La reunión tuvo importancia por lo que se dijo y por quienes lo dijeron. Se habló allí de capacidades suficientes y de autonomía en el ámbito de la defensa y se expresó la voluntad de pasar de la retórica en que hasta entonces se había movido la cuestión de la defensa común europea al terreno de los hechos y de los compromisos concretos. Había que poner término a esa ironía que latía en una broma que circulaba en ciertos ambientes, según la cual, “cuando en el Pentágono aprietan un botón sale un misil, cuando los europeos aprietan su botón sale un comunicado”. Pero también era importante que la nueva actitud proviniera de dos países tan peculiares: el Reino Unido, cuya marginalidad en relación con el proceso europeo ha sido patente y Francia, cuya concepción tan estricta de la soberanía en este campo había echado a pique, como ya hemos dicho, el proyecto de Comunidad Europea de Defensa en 1954. Una concepción, además, que después del largo periodo gaullista se convirtió en una seña de identidad nacional. También debe señalarse que estos dos países son las únicas potencias nucleares de Europa occidental y los dos únicos que son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. No les faltaban, pues, títulos para desempeñar el papel de iniciadores en el proceso de la defensa común.
 
Pero es en el Consejo Europeo de Colonia en junio de 1999 cuando la Unión Europea como tal da los primeros pasos efectivos en el terreno de la defensa común. Allí se diseña el esquema institucional que debe permitir a la Unión llevar a cabo las misiones Petersberg y que, fundamentalmente, estará formado por un Comité Político y de Seguridad (COPS), un Comité Militar, en el que se sentarán los JEMADs o sus representantes y un Estado Mayor. Estos nuevos órganos quedarán perfilados en su estructura, funciones y régimen jurídico durante este primer semestre del año 2000, durante la presidencia portuguesa. Desde marzo, órganos interinos desempeñarán estas funciones, hasta que se constituyan formalmente los previstos en  Colonia. Asimismo, se establece que el Consejo de Asuntos Generales -formado por los ministros de Asuntos Exteriores- celebre reuniones ampliadas a las que también asistan los ministros de Defensa, cuando en el orden del día figuren asuntos relacionados con la política de defensa o la defensa común europea. Es la primera vez que se da una relevancia institucional en la Unión Europea a los ministros de Defensa, que hasta ese momento habían carecido de cualquier tipo de presencia en el proceso europeo, después del fracaso en 1954 de la Comunidad Europea de Defensa. Se trata de un paso limitado, porque sólo se prevé que los ministros de Defensa se reúnan como una especie de invitados especiales en el órgano propio de los ministros de Asuntos Exteriores, pero es a la vez un dato significativo, que expresa el cambio de clima que se ha producido en la Unión Europea. El 15 de noviembre pasado, se celebró la primera reunión del Consejo de Asuntos Generales con este nuevo formato, es decir con la asistencia de los ministros de Defensa.
 
Se puede afirmar que, a partir de Colonia, se produce una perceptible aceleración en la toma de conciencia en relación con la defensa común europea. Una prueba de ello es que, como ha señalado Rafael Bardají, entre julio y diciembre de 1999 se registran hasta 23 iniciativas de diverso tipo y carácter -documentos, reuniones, discursos y conferencias- tanto unilaterales como bilaterales o multilaterales, que han hecho aportaciones de diversa entidad a la cuestión de la defensa común europea. Destaca entre todas esas iniciativas el Plan de Acción del Presidente Chirac que, desde la perspectiva tradicional francesa, pretende la búsqueda de instrumentos de decisión y de actuación autónoma de la Unión Europea en este ámbito, es decir respecto de la OTAN y del gran aliado norteamericano.
 
Pero es en la “cumbre” o Consejo Europeo de Helsinki, en diciembre de 1999, donde el gran tema de la defensa común europea es abordada con un detalle y con un compromiso, que permite hablar de voluntad política -algo inexistente hasta entonces en este campo- y de plena madurez en la reflexión y en la toma de decisiones sobre la defensa común. Partiendo de la orientaciones establecidas en Colonia -que había abordado ya, mucho más vagamente, la cuestión- se decide la creación de una Fuerza de Reacción Rápida Europea formada por unos efectivos de entre 50.000 y 60.000 efectivos, desplegables en sesenta días, capaz de mantener ese despliegue durante al menos un año y “de ejercer toda la gama de misiones Petersberg”. En un anexo a las conclusiones de la Presidencia se aborda también la importante cuestión de las “capacidades militares” requeridas para esas misiones. Se dice allí que “el desarrollo de la capacidad militar europea más eficaz se realizará a partir de las capacidades nacionales, binacionales y multinacionales existentes, que se aglutinarán para operaciones de gestión de crisis dirigidas por la Unión y realizadas con o sin el concurso de los medios y capacidades de la OTAN”. Se avanza incluso un poco más cuando, después de constatar que “los Estados miembros han decidido también establecer con rapidez objetivos en materia de capacidades colectivas en los ámbitos de mando, control, inteligencia y transporte estratégico”, y se señalan los siguientes sectores prioritarios en los que -según se afirma- ya han hecho progresos algunos Estados miembros:
 
· Desarrollar y coordinar medios militares de supervisión y alerta
  temprana.
 
· Abrir los cuarteles generales conjuntos ya existentes a oficiales de
  otros Estados miembros.
 
· Reforzar las capacidades de reacción rápida de las fuerzas
  multinacionales europeas existentes.
 
· Preparar la creación de un mando europeo de transporte aéreo.
 
· Aumentar el número de tropas que pueden ser desplegadas con
  rapidez.
 
· Aumentar la capacidad estratégica de transporte y evacuación
  marítima de tropas.
 
Como es natural, la “cumbre” de Helsinki no podía dejar de abordar la cuestión de la industria de defensa y en el citado anexo se hace constar que “los Estados miembros han acogido con satisfacción los recientes avances en materia de reestructuración de las industrias europeas de defensa, que constituyen un importante paso adelante y contribuyen a fortalecer la base industrial y tecnológica de la defensa europea”.
 
Pude afirmarse que después de Helsinki el aparato institucional de la defensa común europea, los objetivos y calendarios, quedan perfectamente diseñados, con una precisión y detalle que hace sólo unos pocos meses nadie hubiera podido predecir. Recordemos que siempre se había partido del supuesto de que la presidencia finlandesa, país tradicionalmente neutral, no era la más propicia para impulsar la defensa común europea. Esta circunstancia demuestra hasta qué punto los acontecimientos del último año, y muy especialmente lo que se han denominado “las lecciones de Kosovo” han servido de catalizador del proceso que estamos analizando, superándose obstáculos que tradicionalmente habían parecido casi imposibles de remontar.
 
La convergencia de las políticas de defensa: la idea de una “convergencia militar”
 
Pero de nada sirven instituciones, procedimientos, objetivos y calendarios si no se baja al terreno de la realidad y, ante todo, se toma conciencia de cuál es la situación de la Unión Europea en este ámbito de la defensa y se auditan sus carencias, para poner rápido remedio. Ya hemos visto que en Helsinki hay una primera aproximación en este sentido, pero conviene profundizar un poco más. En su conjunto, los Estados miembros de la Unión Europea gastan en defensa, aproximadamente, dos tercios del presupuesto de los Estados Unidos en este campo. Se gasta menos y se gasta peor porque una gran parte de los presupuestos europeos van a los capítulos de personal, como consecuencia de que hay en la Unión casi dos millones de militares, mientras que en los Estados Unidos cuentan con un 25 por 100 menos de personal militar. Además, del total de militares europeos sólo una parte muy pequeña, en torno al 2 por 100, puede emplearse en operaciones de proyección. Por otra parte, las capacidades europeas de proyección aérea y naval son muy escasas y, en todo caso, insuficientes para llevar a cabo operaciones combinadas exteriores importantes, según estimación de los expertos. Según uno de estos expertos, François Heisbourg, esta insuficiencia de los europeos es fruto de numerosos factores entre los que pueden citarse: la duplicación de medios militares en los diferentes Estados miembros; la existencia de modelos distintos, basados unos en el servicio militar obligatorio, otros en la profesionalidad; la “balcanización” de la oferta y la demanda en materia de armamento y las diferencias de las situaciones geoestratégicas de los distintos Estados miembros.
 
Además de este primer problema -las insuficiencias de la defensa de los países miembros de la Unión en su conjunto- existe un segundo, no menos importante que radica en las diferencias de tamaño, entidad, cantidad y calidad de la defensa de cada uno de los Estados miembros, lo que hace más que difícil poner en marcha un auténtico proceso de convergencia. Establecer unos criterios objetivos de convergencia que, de alguna manera, sean equivalentes en el plano militar a los que han servido en el plano económico para llegar al euro, es de una enorme complejidad, precisamente por estas diferencias tan profundas entre los Estados. Por ejemplo, los presupuestos de defensa de los 15 países de la Unión van del de Irlanda, que supone el 1 por 100 sobre el PIB, al de Grecia, que está en el 4’6 por 100 sobre el PIB. Los gastos militares por habitante van de los 708 $ de Francia a los 196 $ de España. Los efectivos militares en relación con la población, del 15’9 por 1000 de Grecia a 3’6 por 1000 del Reino Unido. El porcentaje que representa la adquisición de equipamiento en los países de la UEO, excepto Luxemburgo, en relación con el total de sus presupuestos de defensa, va del 5 por 100 de Bélgica al 26 por 100 del Reino Unido. Esto, por una parte, insistimos, supone una dificultad añadida para establecer unos criterios de convergencia asumibles por todos los países. Pero, por la otra, obligaría a establecer un periodo de transición bastante largo para hacer efectiva esa convergencia, que nunca será plena porque las necesidades defensivas privativas de cada Estado y la propia situación geoestratégica así lo requieren. Pensemos, por ejemplo, en los casos de Finlandia y Grecia que, por obvias razones de historia y geografía, siguen asignando a la defensa territorial una primacía que ya no se da en los otros Estados miembros de la Unión.
 
Las apuntadas diferencias están haciendo pensar a algunos analistas que no es realista pensar que todos los países puedan avanzar juntos y a la vez en el proceso de convergencia militar y ya apuntan algunos la idea de “cooperaciones reforzadas”, en principio excluidas en el ámbito europeo en relación con el llamado “segundo pilar”. Esto supondría que existiría un grupo motor que pondría en marcha las iniciativas, al que se sumarían, paulatinamente y cuando estuviesen dispuestos, el resto de los países.
 
Son de la mayor importancia las cuestiones relacionadas con equipamiento, que no se pueden abordar con realismo si no partimos del grave retraso tecnológico de Europa, en relación con los Estados Unidos, retraso que incide contundentemente en la industria de defensa y en la política de adquisiciones. Hay que avanzar en el diseño y realización de programas conjuntos de varios países, hay que crear instituciones o ampliar las existentes, como la Organización Común de Cooperación de Armamento (OCCAR), pero teniendo siempre en cuenta los intereses de cada uno de los países, sin condenar a ninguno a convertirse en mero comprador de lo que otros producen. Pero, ante todo y en definitiva, hay que afrontar el problema presupuestario. Pensemos que, en su conjunto, los países de la UEO dedican a adquisición de equipamiento sólo el 40 por 100 de lo que invierten los Estados Unidos y cuatro veces menos a I+D militar.
 
En esta línea, es ya urgente que la Unión Europea ponga en marcha algunos programas como los que hacen referencia a inteligencia, sistemas de mando, comunicación y control y transporte aéreo estratégico. En estos primeros meses del 2000, por ejemplo, los siete países que han iniciado el proyecto A400M de transporte militar pesado, deberán tomar sus decisiones finales y, tanto desde una perspectiva europea como desde la estrictamente española, sería deseable que Europa repitiera en el ámbito militar el éxito que en la aeronáutica civil ha representado el Airbus. El A400M puede ser un buen test de la voluntad política sobre la defensa común, expresada de Colonia a Helsinki, y podría suponer para esta defensa común el paso “de las musas al teatro”.
 
En general, este año 2000 y las dos presidencias de la Unión Europea, la portuguesa del primer semestre y la francesa del segundo, van a ser decisivas en el ámbito de la defensa común europea. En este primer tramo del año se va a estudiar el delicado problema de las relaciones con la OTAN, desde la base de que no se trata de montar nada fuera y al margen sino de aplicar la doctrina elaborada en Berlín en 1996 de la “fuerzas separables pero no separadas” y llegar a acuerdos que permitan la utilización de los medios OTAN, durante el periodo, que no será breve, en el que la Unión Europea no disponga de medios propios suficientes. Habrá también que despejar las suspicacias norteamericanas que se han percibido en algunos sectores de aquel gran país aliado, haciéndole ver que el vínculo transatlántico sigue siendo un elemento esencial de la defensa y la seguridad del continente europeo y que defensa común europea no sólo no debilitará sino que fortalecerá a la Alianza Atlántica. Otros problemas, como los que podrían provenir de la existencia en la Unión Europea de países neutrales o, por lo que hace a las relaciones Unión Europea-OTAN, la presencia en esta última organización de países que no son miembros de la primera, parece que no serán insuperables.
 
También durante este año será preciso poner en pie las instituciones relacionadas con la defensa a las que ya hemos hecho alusión, así como resolver los problemas, no simples, que suscita la integración definitiva de la UEO en la arquitectura institucional de la Unión Europea. También aquí la asimetría de ambas organizaciones -no todos los miembros de la una lo son de la otra y viceversa- habrá que abordarla con el mayor tacto. La designación como secretario general de la UEO, mientras tenga una existencia separada, del mismo Alto Representante para la Política Exterior y de Seguridad Común y secretario del Consejo Europeo, Javier Solana, facilitará, sin duda, esta integración, que se va a convertir en el factor clave de la defensa común europea.           
 
España en la defensa europea
 
España se enfrenta a este apasionante reto en unas condiciones excepcionalmente favorables, gracias al trabajo que se ha realizado hasta ahora y al decidido propósito de integrarse en el grupo motor de países que esta liderando el proceso. Hace sólo unos meses, en esta misma Aula Magna, en un discurso en la nueva Escuela Superior de las Fuerzas Armadas, parte constitutiva de este Centro, el Presidente del Gobierno, José María Aznar, expresaba esta voluntad de no quedarse a la zaga en esta empresa. “España no debe acercarse a esta nueva etapa de la construcción europea -afirmó- ni con prevención ni acomplejada. Estoy seguro de que podemos perfectamente contribuir con nuestras ideas y coliderar el esfuerzo común por una defensa de la Unión”.
 
Efectivamente, sobre lo que ya se había hecho con anterioridad, en la Legislatura recién terminada se ha llevado a cabo un intenso trabajo que nos pone en muy buena disposición para “coliderar el esfuerzo común”, como aseguraba el Presidente. Se ha puesto en marcha la plena profesionalización de nuestras Fuerzas Armadas y se está cumpliendo satisfactoriamente el calendario previsto. En el ecuador de la transición hacia la plena profesionalización, más de la mitad de nuestra tropa y marinería son ya profesionales y este año 2000 terminará con no menos de 85.000 profesionales. Se ha reconocido desde el primer momento, además, que la profesionalización implica un proceso simultáneo de modernización y ahí están los tres grandes programas de armas (Eurofighter; fragatas F 100; carros Leopardo) como muestra consecuente de esta filosofía. Y, aunque modestamente, porque en un clima de austeridad no es imaginable otra cosa, se ha ido aumentado el presupuesto de Defensa para ponerlo en condiciones de subvenir a este doble reto.
 
Al mismo tiempo, la industria de defensa española ha tomado conciencia de las nuevas exigencias, consciente de que vivimos la época de las grandes integraciones, que no se limitan al ámbito de la política, sino que afectan, desde luego, a la economía y a la industria. La defensa europea exige una base industrial europea y un signo de esos nuevos tiempos es la presencia activa de la española CASA en ese gran acuerdo de la industria aeronáutica europea que comparte con la alemana DASA y la francesa Matra- Aerospatiale. 
 
La presencia de nuestras Fuerzas Armadas en agrupaciones multinacionales como el Eurocuerpo, Eurofor y Euromarfor ha aumentado la experiencia internacional y la capacitación de los militares españoles, como también lo ha hecho la brillante participación de nuestros soldados en operaciones de mantenimiento de la paz y de ayuda humanitaria en Africa, Centroamérica, Kurdistán, Bosnia, Albania y Kosovo. De la máxima utilidad es también la experiencia adquirida en el ámbito de la Alianza Atlántica que, aunque ya antigua, ha cobrado un nuevo impulso desde la plena integración de España en el sistema de mandos de la OTAN, acordada en la “cumbre” de Madrid en 1997, que se ha plasmado con la activación de Cuartel Subrregional del Sudoeste.
 
Con la recuperación de la democracia, España ha puesto fin a un largo periodo de dos siglos de aislamiento y de ausencia de los escenarios internacionales. Ha vuelto a hacer sentir su presencia en Europa y en el mundo y está en trance de recobrar su peso y su influencia, porque esta España de la libertad y la democracia ya no se conforma con estar sino que aspira a hacerse oír y a aportar su esfuerzo en beneficio del conjunto europeo. Y en este proceso, ha sido decisivo el papel de nuestras Fuerzas Armadas porque no hay política exterior sin una correspondiente política de defensa y sin un adecuado respaldo militar. Las Fuerzas Armadas son la bisagra de la dialéctica paz-guerra en que secularmente ha estado enredada la historia del mundo. Son necesarias para esa ultima ratio que es la confrontación bélica, que deseamos alejada de nosotros para siempre, pero son también necesarias, imprescindibles, como garantía de la paz, de la estabilidad y de la seguridad colectiva.
 
Sería una tremenda ingenuidad no reconocer que, aún habiendo avanzado tanto, es mucho lo que queda por hacer. Y es muy importante que hagamos conscientes e impliquemos a todos los ciudadanos en esta empresa, que no es exclusiva de las Fuerzas Armadas. Por eso es muy necesario que se impulse y se desarrolle la cultura de defensa, que los españoles perciban claramente el papel de la defensa en nuestra vida colectiva. Como decía hace pocas semanas ante S. M. el Rey el ministro de Defensa, Eduardo Serra, -a quien hay que agradecer especialmente su insistencia en este punto, desde su primera intervención en el Congreso de los Diputados- “es imprescindible que la sociedad española tome conciencia de la presencia progresivamente creciente de España en el mundo... España  es hoy, como probablemente no debería da haberlo dejado de ser nunca, uno de los grandes países europeos, no sólo por la pujanza de nuestra economía, sino también por su incomparable influencia cultural... Estamos convencidos -concluía el ministro Serra- que en la medida en que el propio valer de los españoles vaya instalándose en la conciencia ciudadana brotará de modo espontáneo una mejor y más amplia conciencia de defensa, de defendernos a nosotros, o a lo nuestro, y también de propagar la cultura y los valores en los que creemos tanto”.
 
Apenas si hay nada más que añadir a un programa tan sugestivo. La defensa no es un sector, más o menos coyunturalmente importante de la actividad del Estado, sino que forma parte de las señas de identidad de cualquier entidad colectiva, acaso porque, como se ha dicho, “ser es defenderse” y cuando se pierde o se debilita la conciencia de defensa se está en trance de extraviarse por los vericuetos de la alienación. Posiblemente así podría explicarse nuestra historia durante tantas décadas de los siglos XIX y XX.
 
Pero volvamos al principio, para terminar. España ha apostado a fondo, y sobre la base de un gran consenso nacional, por la gran empresa de la unidad europea, que fue vista intuitivamente por los españoles como la insoslayable dimensión internacional de nuestra gran aventura democratizadora. Ahora, esa empresa europea, a la que tanto hemos aportado y que tanto nos ha beneficiado, vive la hora de la defensa común. Tampoco ahora  podemos quedarnos al margen. Se espera nuestro esfuerzo, pero no es necesario que nadie nos lo reclame, porque es patente la voluntad española de no quedarse atrás. Ese puede ser uno de los grandes retos del tiempo inmediato, del siglo XXI que alborea.
 
Muchas gracias.