Una sociedad fallida

por Rafael L. Bardají, 12 de mayo de 2022

Melbourne, Florida. Uno de esos pueblos donde la población aún se cuenta en “almas” y no personas. No muy rico, pero sede de compañías aeroespaciales al servicio de la exploración del más allá de nuestra tierra. De ahí también el exceso de ingenieros y científicos.

 

Y tal vez por la ausencia de la contaminación marxista de las facultades de humanidades de las universidades norteamericanas, abundan las Iglesias. No hay calle que se precie sin alguna congregación cristiana. También hay tiendas patrióticas y algún que otro campo de tiro donde practicar con armas cortas o/y semiautomáticas. Las permitidas por la Ley.

 

En la calle se ven coches con banderas de “Police Live Matters” y pegatinas de Trump 2024. A pesar de estar en la afamada Space Coast, Melbourne recuerda a un pueblo del interior. Y a una película de los años 50. 

 

Seguro que hay criminalidad ligada a las bandas y la droga, alcoholemia y familias desestructuradas como en toda America. Pero el punto esencial es que son fenómenos marginales y que su gente entiende bien la diferencia entre normalidad, excepcionalidad y marginalidad.

 

Y ese es el punto a donde quería llegar. Puede que la sociedad norteamericana esté más polarizada que nunca, pero no es, aún, una sociedad desestructurada, carente de referencias morales, relativista en sus valores y que rechaza sus tradiciones e instituciones.

 

España, claramente, es un Estado fallido. El capítulo más reciente de esa progresiva desaparición del Estado ha sido el castigo a quienes tienen por misión defender España para que el gobierno pudiera contentar a quienes aspiran a acabar con ella.

 

Del fracaso de nuestras instituciones se ha dicho ya mucho y todos sabemos su degeneración a manos de los últimos gobiernos, que no entendieron (a lo PP) o que se aprovechan de las fuerzas separatistas y desintegradoras (el PSOE de ZP y Sánchez).

 

De lo que se habla menos es de la condición subyacente que permite que el Estado nacional sea debilitado hasta perder su sentido: la sociedad. El primer problema de España es que tiene una sociedad fallida.  Primero, porque durante décadas se nos inculcó el catecismo falangista del Estado social, protector y proveedor. Y desde la transición, la cultura del gratis total y de que el Estado pague. Nunca, nadie, ha introducido un sentido de responsabilidad y realismo en nuestro sistema educativo. Y menos ahora, que con la posibilidad de graduarse con suspensos podrá ser intervenido quirúrgicamente por un médico que no ha aprobado todas las asignaturas o vivir en una casa cuyo arquitecto tampoco hubiera pasado todas las asignaturas.

 

Buena parte de responsabilidad la tiene también nuestra iglesia. A diferencia de la americana, bien viva y potente, los obispos españoles parecen posicionarse siempre con el poder equivocado. Anquilosada, carente de poder de atracción, no es de extrañar que sea la Evangélica y no la Católica la que movilice a sus fieles.  Si no fuera por ellos, habría más musulmanes orando el viernes en las mezquitas que católicos en misa los domingos.

 

Rechazo de las tradiciones porque respetarlas no es de modernos; abandono de los valores de la familia, la responsabilidad y el trabajo, porque eso es de pánfilos y tontos; y una cultureta de izquierda que prefiere que sólo haya pobres a que convivamos y bien ricos y pobres, es lo que lleva a que muchos prefieran un subsidio público a ponerse a trabajar; a despreciar ciertos tipos de trabajos, por sacrificados; la ausencia de solidaridad social y un renacimiento de la picaresca digna del Lazarillo de Tormes. Que una mayoría de jóvenes quiera ser funcionario, es un grave problema que nos lleva a la autodestrucción.

 

El PP nunca salvará a España porque sólo está en reconstruir las instituciones del Estado (que hay que hacerlo), pero lo que necesitan los españoles es reconstruir la sociedad de arriba a abajo. Eso es una revolución cultural que, de momento, solo Vox parece plantearse.