Una política española para África

por Ángel Pérez González, 27 de marzo de 2007

La falta de realismo y la renuncia consciente a desarrollar una política exterior global se han convertido en doctrina, impidiendo modificaciones, si quiera parciales, de las variables descritas. Una cosa es no poder ejecutar una política en su totalidad por falta de medios, y otra muy diferente no querer ejecutar esa política y justificar la decisión con la supuesta falta de medios.
 
Resulta notorio, y los últimos acontecimientos (crisis del Marine I en Mauritania) así lo atestiguan, la ausencia en España de una política exterior específicamente diseñada para África. Desarrollarla no es una necesidad nueva, pero resulta cada vez más acuciante establecer los parámetros y los medios para garantizar, o al menos defender, los intereses españoles en ese espacio geográfico.
 
La tarea no es sencilla, sobre todo si admitimos, como no hay más remedio que asumir, la escasa vertebración de la política exterior general del Estado, falta de principios rectores, escasa en medios para su desarrollo y deficiente en los conceptos que la informan. Estos tres defectos tampoco son nuevos y es posible rastrearlos a lo largo de prácticamente toda la historia contemporánea de España. Sin embrago nunca su existencia había sido tan evidente; peor, nunca habían condicionado tanto la actividad exterior de España con el consentimiento, aquiescencia o inconsciencia de los altos dignatarios encargados de diseñar y ejecutar esa actividad.
 
A los defectos de carácter técnico nombrados se unen los específicamente ideológicos, derivados de la naturaleza del actual gobierno español y la inconsistencia intelectual del partido que lo sustenta. La utilización sistemática de criterios subjetivos para tomar decisiones en política exterior no es nueva, ni en España ni fuera de ella. Pero su utilización en solitario resulta sorprendente en una nación occidental y desarrollada, donde los factores que influyen en la toma de decisiones políticas suelen ser diversos, por su origen e interés. En el caso español esa diversidad ha sido sustituida por la utilización frecuente del sentimentalismo como argumento político, sustantivado en la defensa de la paz, los derechos humanos y un laxo y poco definido concepto de moralidad internacional que nace  no solo de ese sentimentalismo, sino de la absorción de toda singularidad ambientalista, antiliberal y antioccidental existente hoy en el escenario internacional. Estas ideas, rudimentarias a veces en su formulación, pero revolucionarias en su concepción, resultan incompatibles con los criterios rectores que normalmente permiten desarrollar una política exterior eficiente, y en particular con la defensa de los intereses generales del Estado que pivotan siempre en torno a conceptos elementales: seguridad, integridad, comercio o proyección cultural. Si esos principios rectores son obviados, la gestión de una crisis como la del Marine I se convierte en una tarea imposible.
 
UNA CRISIS MODELO
 
La crisis migratoria, la más reciente aunque sin duda no la última, que enfrentó a España y Mauritania posee todos los ingredientes que permiten explicar la práctica desaparición de criterios racionales en la elaboración y aplicación de una política exterior. Las circunstancias pueden resumirse así: un buque de pabellón extranjero, en aguas extranjeras y con un pasaje igualmente extranjero (que se dirige en principio hacia Canarias) es detectado  en aguas mauritanas y retenido bajo la jurisdicción de ese país. Mauritania se niega a hacerse cargo del pasaje y España procede al pago de una suma indeterminada de dinero para facilitar la colaboración de las autoridades mauritanas. A pesar de ello y oficialmente por razones humanitarias España se ve forzada a negociar la gestión de la crisis, asumiendo la identificación del pasaje (para lo que se envía a Mauritania al grupo de funcionarios correspondiente), asumir la devolución de esos individuos si es posible y a trasladar a territorio español al grupo remanente. Los funcionarios son tratados con notable incorrección por las autoridades mauritanas y España finalmente sienta un precedente extraordinariamente arriesgado al hacerse cargo de un grupo de extranjeros que, desde todos los puntos de vista, estaban fuera de su responsabilidad.
 
Los elementos que explican la crisis, y de paso toda la actividad en África desde hace tres años, son los siguientes. Primero, inexistencia de una política migratoria ordenada en torno a parámetros estables: número aceptable de inmigrantes, características, problemas de seguridad, devolución garantizada, entre otros. Segundo, ausencia de la seguridad como preocupación vinculada a la migración, elemento que hace imposible establecer criterios policiales o militares que restrinjan, dificulten o impidan el acceso de ilegales a aguas o a territorio español. Tercero: ausencia absoluta de capacidad coercitiva sobre el gobierno de Mauritania, que en ningún caso percibió la insuficiente colaboración con  la Administración y Gobierno español como un riesgo para sus intereses. Cuarto, escasa proyección regional: económica, policial y militar; de tal suerte que hasta la fecha España ha sido incapaz de organizar el patrullaje, control y gestión en tierra del problema migratorio. Quinto, sobreutilización del sentimentalismo como argumento político. Este elemento ha permitido esconder tras el humanitarismo las deficiencias de todo orden que el Ministerio de Exteriores y el propio Gobierno han mostrado en su funcionamiento. El argumento sentimental tiene además un efecto colateral, hace imposible la ejecución de medidas coercitivas o de simple gestión que no respondan a principios de piedad, bondad o solidaridad. Sexto, una trayectoria histórica igualmente pobre, esto es, la formulación previa de facto de ese sentimentalismo como único principio rector de la acción de España en materia migratoria, por tanto, la seguridad de que suceda lo que suceda el éxito de la migración está garantizado.
 
Frente a los mensajes gubernamentales que directa o indirectamente vienen a insistir en el carácter inevitable de las circunstancias, descritas o por venir, y en la obligación colectiva de aceptarlas (junto a sus consecuencias), es necesario arbitrar una opción factible que exige ante todo criterios racionales.
 
LOS OBJETIVOS GENERALES
 
Los principios rectores de la política exterior española debieran responder a un criterio básico, a saber, la fijación previa de intereses nacionales consensuados y perdurables. Por su naturaleza semejantes intereses solo pueden ser generales y pueden resumirse así: asegurar la integridad territorial del Estado, garantizar la seguridad del mismo, reforzar la presencia en instituciones internacionales sobre las que obtener grados variables de influencia, favorecer los intereses económicos y culturales de España; crear, mantener o consolidar las alianzas con otras naciones que permitan hacer frente a los riesgos y amenazas internacionales, y promocionar, en su caso defender, la libertad y la democracia. Aunque esta lista no aspira a ser exhaustiva, en realidad incluye una amplísima gama de opciones posibles que convergen en un punto que pudiera parecer evidente, pero que es de dudosa aplicación en la actualidad: coordinar todos los medios intelectuales y materiales del Estado para aumentar su eficacia diplomática,  influencia política y capacidad de proyección exterior, incluyendo por supuesto en este último apartado la proyección de fuerza si fuera necesaria.
 
Por supuesto la elaboración de una política exterior con estas aspiraciones exige requisitos previos. El primero, voluntad política. Aunque España es un estado moderno, desarrollado y de hecho con capacidad para ejecutar una política ambiciosa y de carácter global, lo cierto es que la naturaleza del régimen vigente es sumamente descentralizada e inestable; la política interior, centrada en paradigmas confusos y locales, todos contrarios a la existencia de un estado central fuerte; y la ausencia de una tradición histórica inmediata de influencia exterior hacen de esta labor un proceso lento y penoso. Es más, una franja notable de la sociedad y las organizaciones políticas de ella dependientes alimentan la idea de España como nación menor, interiorizando complejos sobre la capacidad de acción  del Estado fuera de sus fronteras que, además, vienen siendo respaldadas con argumentos pacifistas y humanitarios especialmente rígidos; en detrimento siempre de los interese generales del Estado, y en particular de su seguridad. Este fenómeno genera desajustes  entre no solo intereses, sino bienes o ciudadanos del estado, cuyo valor no se vincula a su coste o naturaleza, y si a su encaje en la visión utópica de las relaciones internacionales. Resulta así menos gravoso emocionalmente perder un soldado en Afganistán o en Líbano, que perder un inmigrante ilegal en una travesía marítima. Sin duda la vida es un bien indiscutiblemente superior que el Estado debe garantizar. Pero es igualmente cierto que el Estado pone por encima de la vida otros valores, la libertad, por ejemplo, o determinados bienes, el orden público o la seguridad exterior. De tal suerte que se considera razonable el sacrificio de un miembro de las fuerzas de seguridad o de un ciudadano corriente en manos de un grupo terrorista (recuérdese el caso de Miguel Ángel Blanco) si lo que está en juego es moralmente superior.
 
Por último la política exterior de España debe aspirar a ser global, si bien desequilibrada por razón de medios, o de seguridad. Resulta paradójico que en plena globalización, cuando empresas y particulares hacen o son forzados a hacer esfuerzos por adaptarse con rapidez asumiendo una percepción abierta del mundo, el Estado en España siga encerrado en coordinadas exteriores introspectivas. Imaginar y poner en marcha una política global exige, en primer lugar, convicción y voluntad, es decir, conciencia de que una proyección de esa naturaleza es objetivamente deseable, incluso inevitable, para una economía desarrollada como la española.
 
En segundo lugar es necesario elaborar esa política en un contexto realista. El contexto internacional hoy es la globalización, que podría perfectamente describirse como un verdadero sistema (como lo fue la guerra fría, por ejemplo). Es del todo inadecuado promover y desarrollar una política exterior basada en conceptos económicos o ideológicos desfasados o simplemente inadecuados en un contexto caracterizado por la rápida comunicación y transmisión de fenómenos de toda naturaleza, incluyendo todo tipo de riesgos y amenazas. Así los medios de comunicación y el propio Gobierno parecieron asombrarse de que en el Marine I se encontraran, entre los pasajeros, individuos procedentes de Asía. Es decir el efecto llamada generado por la política migratoria española había conseguido en un tiempo record crear una nueva ruta de entrada ilegal de inmigrantes en Europa a través de España, utilizando los infinitos huecos legales y policiales dejados al azar y probando, de nuevo, la escasa comprensión que la Administración Española sigue teniendo del nuevo escenario internacional.
 
La falta de realismo y la renuncia consciente a desarrollar una política exterior global se han convertido en doctrina, impidiendo modificaciones, si quiera parciales, de las variables descritas. Una cosa es no poder ejecutar una política en su totalidad por falta de medios, y otra muy diferente no querer ejecutar esa política y justificar la decisión con la supuesta falta de medios. En España se ha llegado a confundir lo uno con lo otro, y esa es la razón de que África en su conjunto haya estado siempre fuera de los esquemas tradicionales que han informado la política exterior, resumidos en el trío Europa, América y Mediterráneo.
 
APLICACIÓN SOBRE EL TERRENO
 
Una vez conocidos los intereses generales que una política ordenada debiera aspirar a garantizar, es necesario establecer de forma didáctica los problemas que acucian a España desde o en África, y cuya gestión, o solución si es posible, debe estar inspirada por aquellos. Los problemas son los siguientes:
 
1.      Fronteras internacionales. Las fronteras internacionales de España en África siguen sin ser reconocidas por Marruecos. Como consecuencia tampoco lo son por sus aliados estables o coyunturales.
 
2.      Descolonización. España sigue implicada, por incómodo que parezca, en un proceso de descolonización inconcluso, esto es, en el que corresponde al Sahara Occidental. La presencia en el Sahara de un estado cuyo régimen es definitivamente hostil a los intereses españoles constituye un problema grave que afecta a los demás asuntos conflictivos con intensidad variable.
 
3.      Inmigración. Aunque los canales de entrada ilegal de inmigrantes procedentes de África no son los que más individuos aportan, si están entre los más peligrosos. El origen de las personas que llegan a España, la presencia de mafias organizadas y la movilidad de las células terroristas hacen necesario cortar de raíz tanto el fenómeno de las pateras como el de los cayucos.
 
4.      Energía. África ofrece la posibilidad de comprar petróleo y gas más allá de Argelia y otros estados de religión musulmana y vida política inestable. Comprar con seguridad, garantizar la presencia de empresas españolas capaces de extraer esos recursos y proteger su extracción si fuera necesario debe considerarse como una opción no solo buena, sino óptima.
 
5.      Seguridad. África está repleta de estados fallidos o con graves deficiencias, característica que  convierte a ese continente en una plataforma terrorista ideal. Es necesario establecer como pueden afectar a España esos riesgos, con que medios cuenta para reaccionar y con que aliados para actuar si fuera necesario.
 
Estos son los problemas inmediatos. Existen problemas mediatos, por supuesto: desarrollo, democracia, libertad y salud. Pero cualquier acción que España realice con objeto de mejorar los cuatro factores mediatos debe ser fiduciario de los intereses generales de España y la necesidad de resolver los problemas inmediatos. La política desplegada para resolverlos debería por si sola mejorar la capacidad de España para dedicar tiempo, influencia y recursos  a cuestiones trascendentes, pero complejas, en las que hasta ahora se derrochan declaraciones bienintencionadas y no poco dinero. La política de ayuda al desarrollo, por tanto, merecerá más adelante algunas aclaraciones particulares.
 
El primer problema que debe abordarse es el de las fronteras internacionales de España. Esta es una cuestión más importante de lo que a priori puede parecer, pues afecta a la soberanía, sin duda, pero también a la cuestión migratoria (pues puede generar dudas sobre donde pueden o deben actuar las autoridades respectivas, o cuando ha entrado un inmigrante ilegal de forma efectiva en España) y a la cuestión energética, habida cuenta de que la intensa búsqueda de petróleo en la región canariosahariana y en el mar de Alborán puede resultar fructífera. Las fronteras internacionales de España en África no solo son terrestres, en Ceuta, Melilla y Peñón de Vélez; sobre todo son marítimas. Todos los territorios africanos de soberanía española poseen los consiguientes derechos a contar con aguas interiores, mar territorial y zona económica exclusiva si esta es posible. Marruecos ha delimitado unilateralmente las tres, violando los derechos y los intereses de España, que solo  ha fijado las aguas interiores de Canarias y ha establecido el límite entre Canarias y Marruecos en la mediana del canal marítimo que separa al archipiélago del continente, creando el consiguiente conflicto con las autoridades marroquíes. La dejadez de las autoridades españoleas en este tema es notable y duradero. Se trata de una ambigüedad que tiene como objetivo apaciguar al régimen marroquí, y que como todo apaciguamiento ha fracasado, pues ha sido tomado en Rabat como debilidad o desinterés. Es necesario, al abordar este asunto, partir de cuatro premisas:
 
-          La soberanía española sobre esos territorios no es discutible, posee suficiente base histórica y legal, y es innegociable. Por tanto solo es posible reconocer, si fuera necesario, un conflicto de límites que atañe a los espacios marinos y al espacio que, tras la construcción de la valla perimetral en Melilla y Ceuta, haya quedado fuera de aquella y por tanto bajo control efectivo, que no legal, de Marruecos.
 
-          Los derechos de España a que sus territorios africanos disfruten de su correspondiente espacio de jurisdicción marítima tampoco es discutible.
 
-          De no existir acuerdo, España debe establecer de forma unilateral los límites que, de acuerdo con el derecho internacional, correspondan; ofreciendo así a Marruecos la posibilidad de visualizar los espacios conflictivos y al resto de interesados, estados o empresas,  la posibilidad de prever posibles problemas de compatibilidad. Los problemas no dejan de existir por el hecho de no darles publicidad, máxima que las autoridades españolas no entienden ni parecen haber entendido nunca.
 
-          El apaciguamiento es, por naturaleza, un instrumento diplomático fallido. En esencia por dos razones; porque suele ser muestra de debilidad o falta de seguridad (es decir de voluntad política); y por ser un recurso que se utiliza siempre cuando el estado que debe ser apaciguado ha dados muestras de agresividad, es decir, cuando ha adquirido la voluntad y convicción política necesarias para retar a su adversario. Cuando este punto se alcanza, el apaciguamiento es inevitablemente percibido como un triunfo por el estado agresor, y no como una oportunidad para restablecer el orden previo. El ejemplo hoy de Irán es tan valido como lo fue en el pasado el de Alemania. La extrema flexibilidad de España con el régimen alauita encaja perfectamente en el esquema descrito y por tanto se trata de una actitud, y de facto de una doctrina política, que debe ser abandonada.
 
El segundo problema constituye hoy una rareza, la descolonización del Sahara. De hecho este es el único territorio del continente que encaja en la definición de colonia y que, por tanto, debiera seguir los cauces previstos para modificar su naturaleza: referéndum e independencia. Para España está cuestión no es solo moral, sino que tiene repercusiones prácticas:
 
-          En cuestión de fronteras, debe reconocerse que no es lo mismo establecerlas con un Sahara independiente que con Marruecos. Mientras no se aclare la situación jurídica del territorio y sus aguas estas debieran mantenerse bajo control efectivo del administrador legal del territorio, que es España, y no Marruecos. En el peor de los casos España debiera abstenerse de reconocer legitimidad alguna de las acciones y acuerdos marroquíes que impliquen los espacios en litigio.
 
-          En materia energética, la posible presencia de petróleo en la zona todavía hace más acuciante resolver la anómala situación jurídica en que quedarían los yacimientos, cuya explotación, por lo demás, no podría realizarse en detrimento de los intereses y beneficio de los legítimos habitantes de la colonia; y no de la potencia administradora u ocupante.
 
-          En materia migratoria la ocupación marroquí ha permitido extender el fenómeno de las pateras a las costas canarias, a voluntad de hecho de las autoridades alauitas, que han reforzado o no los controles policiales al albur de las tensiones diplomáticas con España.
 
-          En otros ámbitos los efectos de la ocupación también han sido perniciosos: cultura, seguridad y pesca.
 
Las repercusiones nombradas obligan a introducir cambios drásticos en la política española hacia su excolonia, en sentido inverso al que ha iniciado el gobierno actual de España. Resulta más interesante para España un Sahara independiente que marroquí, opción que cuenta con algunas ventajas obvias: coincide con el derecho internacional, coincide con el sentir mayoritario del electorado español, coincide con la opinión general de la población originaria del territorio y beneficia el interés general de España. Paradójicamente, con todos esos elementos a su favor la opción ha sido la contraria: negar el interés nacional, contravenir la opinión pública española, desconocer la postura saharaui y excluir la aplicación sin más del derecho internacional. Es ciertamente muy difícil hacerlo peor.
 
El tercer problema de la lista es la inmigración. Los acontecimientos que se han sucedido a lo largo del 2006 en Melilla, Ceuta y Canarias, han sido objeto de seguimiento mediático dentro y fuera de España y, a pesar de ser perfectamente previsibles, obligaron al gobierno español a actuar deprisa y con notable desconcierto. Abordar el problema migratorio procedente de África exige no solo acciones específicas, sino también decisiones estratégicas generales que hoy por hoy ni siquiera se contemplan:
 
-          Ordenar la inmigración no consiste únicamente en establecer los requisitos administrativos necesarios para entrar o permanecer en España, y en su caso para regularizar situaciones ilegales. Es necesario establecer cuantos inmigrantes se desea acoger, de que procedencia, formación, cultura y dotados de que tipo de habilidades. Se trata de una selección legítima y objetiva cuya guía en última instancia debe ser la facilidad y capacidad de adaptación; la aportación posible a la sociedad española en conocimiento o trabajo y la capacidad de absorción del mercado de trabajo. En definitiva, el interés de España. Sin establecer criterios básicos como los nombrados es imposible organizar un movimiento tan elevado de personas atraídas por la laxitud, casi dejadez, y facilidades posteriores que conlleva la llegada, legal o no, a territorio español. Y en este asunto, el desorden solo genera pobreza, marginación e inseguridad.
 
-          La compasión, la bondad o un rígido criterio humanitario pueden influir, condicionar o inspirar una acción política, pero no son en si mismas la política exterior. Esta se compone de acciones concretas, que además deben responder a la responsabilidad objetiva del gobierno de España. Esta responsabilidad no consiste en resolver el problema migratorio mundial, sino en gestionarlo en su ámbito específico de competencia. Sin reducir el problema a un tamaño manejable es imposible elaborar doctrinas específicas y ejecutar acciones concretas que sean eficaces.
 
-          La gestión de crisis migratorias locales de gran intensidad tiene precedentes en España en la caso de Ceuta y Melilla. La gestión política socialista de la crisis generada en ambas ciudades en 1985 y 1986 por la presencia de grandes bolsas  de extranjeros en situación ilegal careció de criterios estables, fue deslavazada y poco previsora y modificó profundamente la composición de la población de ambas ciudades. El desarrollo posterior de las respectivas poblaciones musulmanas debiera ser objeto de atención: asimilación limitada, organización política creciente, influencia evidente en el caso de Ceuta de autoridades extranjeras y voluntad colectiva de trasladar su tamaño y naturaleza a las instituciones locales. Nada indica que el desarrollo de grupos de población similares en la Península no vaya a responder a patrones parecidos.
 
-          La política migratoria nacional debe ser coordinada con los estados afectados por presiones análogas de nuestro entorno, y, sin lugar a dudas, debe responder en la Unión Europea a criterios bien coordinados. Sin coordinación cualquier modificación unilateral de esa política está abocada a crear tensiones con los estados vecinos, además de reconducir hacia el estado negligente, en este caso España, flujos incontrolados que antes distribuían su contenido en rutas y huecos legales geográficamente diversos.
 
-          Aceptadas unas líneas generales, es necesario establecer criterios rígidos que afecten al inmigrante, en tanto que individuo y que disuadan a aquellos que carezcan de la autorización pertinente. Entrar ilegalmente en España debe ser un delito, máxime si se hace, como ha sucedido en Ceuta y Melilla, utilizando la fuerza. La comisión de delitos posteriores debe suponer la expulsión automática de territorio español; y decidida la expulsión esta debe ejecutarse, recluyendo si es necesario a las personas que se encuentren en esa situación.
 
-          Es necesario asumir, como debió suceder en el caso del Marine I, que los criterios a aplicar a casos concretos pueden variar, pero los principios no. Si las personas afectadas por el caso en cuestión no pueden, en aplicación de aquellos, ser autorizadas a entrar en territorio español deben encontrarse alternativas viables y seguras, entre ellas, como sucede en el caso australiano, el internamiento en campos creados  al efecto que, por otra parte, no necesariamente deben encontrarse en suelo español. Allí se podría proceder al estudio de casos particulares y la repatriación de la mayoría. Esta medida tendría además un claro carácter disuasorio.
 
-          No solo es necesario alcanzar acuerdos de devolución con los países de procedencia de los inmigrantes, además hay que asegurarse de que se cumplen. Por tanto el despliegue de la diplomacia en este terreno no puede ser ambiguo. Es decir, es necesario que la violación del acuerdo tenga consecuencias de la entidad suficiente como para parecer al gobierno afectado, por ejemplo Mauritania, aconsejable mantener lo acordado.
 
-          Esa presión sobre administraciones débiles, desorganizadas y corruptas debe compaginar la diplomacia y la fuerza si es necesario, habida cuenta de que el problema migratorio es, y lo será más en el futuro, un problema de seguridad. Las consecuencias diplomáticas y económicas no solo deben ser bilaterales, al contrario, es necesario embarcar a las organizaciones internacionales concernidas en la ejecución de las medidas de castigo, condicionando la ayuda financiera, técnica y militar a esas consideraciones. Poseer una cierta capacidad de intervención militar allí donde los desajustes internos impidan la colaboración es así una necesidad, lo que hace necesario replantear el despliegue real o potencial de las Fuerzas Armadas en la región de procedencia.
 
-          Por último, es necesario replantear las políticas de cooperación, ineficaces casi siempre y escasamente útiles a efectos migratorios. Los microproyectos, muy loables, deben compaginarse con la defensa en los países africanos de los criterios que garantizan el crecimiento económico: orden legal, estabilidad política y libertad económica. Enviar dinero hasta ahora ha servido para poco, o para lo contrario de lo previsto: financiar regímenes corruptos, lavar la cara a esos mismos dirigentes generando unos servicios sociales mínimos que el estado africano generalmente no otorga y enriquecer a unos pocos individuos a costa del erario público, y por tanto de las clases medias, de los países donantes.
 
El cuarto asunto que debe abordarse es el energético. Varias son las ramificaciones de esta cuestión, a saber, las relaciones con Argelia y Libia; las prospecciones petrolíferas en la región canario sahariana y en Mauritania; la existencia de grandes bolsas de petróleo en el Golfo de Guinea, otro punto de interés histórico para España, y en Angola; y la gestión de las relaciones diplomáticas con los estados concernidos, afectadas por cuestiones de carácter no económico (el Sahara y Marruecos en el caso de Mauritania y Argelia; o la libertad y democracia, en el caso de Guinea Ecuatorial).
 
-          Las relaciones con Argelia y Libia son buenas, y deben seguir siéndolo. Sin embargo no debe caerse en la complacencia de considerar inocua una dependencia excesiva de esos dos mercados. Es necesario diversificar conscientemente, reforzando la presencia en otras zonas de extracción (Nigeria, Golfo y Angola). La actividad diplomática en la zona debe tener este entre uno de sus objetivos prioritarios.
 
-          Si Mauritania se convierte en un productor de entidad notable, será necesario mantener y proteger la presencia de empresas e intereses españoles en esa área. Si las bolsas de petróleo afectan a aguas saharauis la posición de España debe ser clara: los derechos de extracción no pueden depender únicamente de Marruecos mientras no se resuelva el conflicto descolonizador; la población saharaui debe beneficiarse de la actividad extractora y el Frente Polisario debe poder acceder a una parte de la gestión de esos beneficios. Si los yacimientos afectasen a aguas españolas antes de iniciar la explotación hay que acordar las condiciones y el reparto de los recursos, algo que obligará a establecer los límites jurisdiccionales de cada estado en esa parte del Atlántico.
 
-          Las relaciones con Guinea Ecuatorial han sido siempre problemáticas. No solo es necesario normalizarlas en un sentido diplomático, España no debe renunciar a influir en la vida económica y, por ende, política de ese país. La presencia de petróleo en ese espacio refuerza más esta necesidad que obligará a tener en consideración las tensiones regionales, algunas directamente relacionadas con la antigua colonia española (por ejemplo las siempre complicadas relaciones con Senegal, o la violación sistemática de derechos fundamentales). La colaboración de este país en la política migratoria tampoco debe descartarse, es más, una base sólida de operaciones en Guinea permitiría el envío inmediato de los inmigrantes subsaharianos ilegales o aquellos expulsados antes de proceder, desde allí, a su repatriación definitiva. Si esta opción exige la presencia española sobre el terreno de acuerdo con las autoridades locales, esta debiera valorarse positivamente.
 
-          La intensificación de las relaciones con otros estados debe constituir un objetivo diplomático estable. En Angola se perdieron las mejores oportunidades tras el fin de la guerra civil y con Nigeria en realidad nunca han sido ni intensas ni de gran contenido. La región del Golfo no presenta dificultades de transporte, permite una presencia política y cultural estable y pudiera equilibrar la excesiva concentración de las importaciones  energética que ahora se hacen desde el norte de África.
 
Por último la seguridad es hoy y será en el futuro inmediato una cuestión de gran trascendencia. La utilización de estados en crisis, áreas fuera de control o estados fallidos por grupos terroristas; o la colusión de estos con organizaciones criminales de carácter doméstico es un riesgo cierto. La puesta en marcha por parte de EEUU de alianzas en la región del Índico (Iniciativa Antiterrorista para el Este de África), o en la franja de transición subsahariana (Iniciativa para el Sahel) de evidente contenido militar y antiterrorista debiera despertar la atención suficiente en España, que no destina ni ha destinado nunca suficientes recursos de inteligencia, policiales o militares a la zona.
 
-          España no puede renunciar a una cierta capacidad de proyección en el área inmediata que afecta a su seguridad, cualquiera que sea el punto de vista desde el que esta sea analizada: terrorismo, narcotráfico o inmigración ilegal.
 
-          Es necesario contar con información procedente de la nueva potencia en el área, los EEUU. Si no es posible establecer una colaboración permanente con ese país, al menos es necesario conocer los detalles de su actividad en la zona (entre ellos la concertación con otros estados como Marruecos o Francia). Este objetivo exige un esfuerzo por reconducir la relación bilateral con EEUU, agostada de forma gratuita por el Gobierno español.
 
-          De ser posible una colaboración permanente España debiera vincularse al menos a la Iniciativa para el Sahel, que engloba a países de indudable interés como Mauritania, Malí, Chad o Níger. En cualquier caso ambas iniciativas incluyen no solo la colaboración militar sino también el entrenamiento y formación de unidades de policía y el asesoramiento legal, ámbitos en los que España puede y debe realizar su aportación.
 
-          Es necesario involucrar a la unión Europea en esta política. Al menos debe reconducirse parte del esfuerzo de cooperación que esta organización despliega hacia servicios que el estado debe proveer y sin los cuales una sociedad no puede funcionar: justicia, policía y ejército. Siendo como son fundamentales para el buen funcionamiento de cualquier estado resulta del todo incomprensible que por razones doctrinales (pacifismo, desconocimiento o influencia excesiva de organizaciones no gubernamentales con otros intereses) estos servicios carezcan de la ayuda que sin duda necesitan para cumplir su cometido. España debe interesarse en promover una iniciativa global europea con ese objetivo.
 
-          En el Norte de África España debe considerar la posibilidad de hacer un esfuerzo por recuperar el eje Baleares, Estrecho, Canarias. Este eje no puede ni debe convertirse en el elemento central de la doctrina militar española, máxime cuando se aspira a desarrollar una política global en un mundo globalizado. Pero no es esta última razón para obviar el origen concreto del riesgo convencional de naturaleza militar más probable que puede afectar a España; ni para abandonar la posibilidad de ofrecer a sus aliados un ámbito geográfico de colaboración de máxima fiabilidad y eficacia. La capacidad para hacer frente a una crisis de cualquier naturaleza en ese espacio debe estar fuera de toda duda.
 
CONCLUSIÓN
 
Que el Ministerio de Asuntos Exteriores haya incorporado a su denominación oficial la coletilla “y Desarrollo” constituye un paradigma clásico de inversión de roles. El Gobierno indicaba así varias cosas:
 
-          La política de desarrollo ostenta una entidad y dignidad en si misma que merece ser destacada.
 
-          La política exterior y la política de desarrollo no necesariamente convergen, coinciden o se entrecruzan.
 
-          La política exterior ideal es en realidad una política abstracta y de alto contenido ideológico: la política de desarrollo.
 
Se trató de dar forma a una pretensión que lo ha inundado todo en la actividad del Gobierno desde que este está en manos socialistas: aspirar a un ideal superior en el que poder englobar toda fórmula antisistema útil con una argumentación humanitaria, ambientalista, pacifista y, por ende, antiliberal y antiamericana. Lejos de favorecer un debate intenso sobre las causas del subdesarrollo y las formas de superarlo, la acción exterior de España se ha embarcado en la promoción de políticas ambiguas que han justificado sobre todo la colaboración o la tolerancia de regímenes injustos, políticas inadecuadas y un tercermundismo obsoleto. Es la mejor receta para prolongar esa situación de pobreza que, aparentemente, constituye una preocupación tan destacada.
 
Las causas de la pobreza son bien conocidas, y las ineficiencias de un estado que las perpetua, también. Como salir de ella también es un proceso conocido, pues estados pobres que han conseguido abandonar ese lastre existen hoy, como existen experiencias históricas contrastadas en la materia. Los índices estadísticos internacionales permiten además establecer con notable exactitud las características de los estados ricos: suelen ser democráticos, gozar de libertad económica, ser abiertos y disfrutar de sistemas educativos bien organizados. Fuera de allí solo hay pobreza en grados diversos, violación de derechos civiles en intensidades distintas y ausencia clamorosa de libertades, individuales y colectivas. Y el caso africano es a estos efectos de una evidencia aplastante. La mejor política de desarrollo es el fomento de la libertad civil y económica. Cosa distinta es la gestión de partidas presupuestarias concretas destinadas a fines concretos. Pero este reparto de fondos difícilmente pueden conformar una eficaz política de desarrollo, y mucho menos la política por excelencia de una rama completa de la Administración del Estado.
 
África requiere una atención particular, pero bien conectada con el diseño global que se desee otorgar a la política exterior española. Hoy por hoy no existe ese diseño general, y puede afirmarse que África tampoco ha recibido la atención que exigen sus circunstancias y los efectos de estas en España. Falta de voluntad política, ambigüedad de los intereses nacionales; apaciguamiento fallido siempre y una indudable incapacidad para utilizar todos los recursos del estado, incluyendo los militares, con criterios autónomos, hacen de la política exterior española un fracaso difícil de disimular. Fijar una estrategia, establecer unos intereses, imaginar con antelación problemas y amenazas y poseer la voluntad necesaria para actuar en consecuencia no son factores que se consoliden de la noche a la mañana, pero en el caso español esa espera ha sido ya demasiado larga, y ha generado hasta ahora demasiados riesgos que podrían haberse evitado.