Una idea capital
por Mark Steyn, 16 de enero de 2007
(Publicado en The Jerusalem Post, 1 de enero de 2007)
La ejecución de Saddam Hussein proporciona un estudio útil de contraste de patologías. En Europa, el ahorcamiento del dictador era deplorado. 'La pena de muerte', lamentaba The Guardian, 'es un castigo cruel e inusual, hasta en Irak'. ¿De verdad? Si bien inaceptablemente cruel o no, ciertamente bajo Saddam no era inusual.
En contraste, Tim Hames, del London Times, apoyaba derrocar al carnicero, pero no matarlo. 'El sentir destacado medio en Europa', escribía, 'clasifica hoy la pena de muerte tan éticamente cuestionable como los crímenes que dan lugar a la sentencia'.
'Sentir destacado medio' se traduce al inglés como: 'Gente con la que me reúno en cenas formales'.
Según una encuesta publicada en Le Monde, la mayoría de los españoles, alemanes, franceses y británicos estaban completamente a favor de ejecutar a Saddam.
De hecho, los conciudadanos británicos de Hames no andan muy lejos con respecto a los neanderthales yankis en cuanto a su entusiasmo por un buen ahorcamiento éticamente cuestionable a la antigua usanza: el 69% de los participantes [en la encuesta] en el Reino Unido apoyaron la pena capital para el dictador, frente al 82% en América. Hames aparentemente define opinión 'destacada' como la posición sostenida por un tercio de sus habitantes del país, no la del 70%, radicales extremistas.
Cualquiera que sean las opiniones de uno sobre la pena capital, no se trata de eso. Las dictaduras excepcionalmente duras tienen que ser liberadas no sólo política, sino psicológicamente. Cuando un hombre es tan criminalmente poderoso, el encarcelamiento no puede bastar - porque mientras viva, siempre cabrá la posibilidad de que vuelva. Después de todo, hablamos de alguien que por definición nunca ha estado limitado por cualquiera de los restantes límites - personales, morales, religiosos, constitucionales: ¿por qué la sentencia de un tribunal iba a demostrar ser más eficaz? Cuando un dictador ha ejercido el control total sobre sus sujetos que practicaba Saddam, su control sobre ellos solamente puede acabar a su muerte.
Aventuraría que, hasta cierto nivel, hasta la clase política europea entiende eso. Pero no les impide enorgullecerse en esta materia. Hace un par de años, el Secretario de Estado de Su Majestad para Defensa, Geoff Hoon, anunciaba que en el caso de que las tropas británicas capturasen a Osama bin Laden, no lo extraditarían a América sin garantías de que no afrontaría la pena de muerte. El Departamento de Justicia de Estados Unidos debería haber dicho: vale, os lo quedáis. Lo lleváis a juicio en Old Bailey y, asumiendo que vivan suficientes jurados para dictar sentencia, lo encarceláis en las prisiones de Brixton o Pentonville 'de por vida' y os sentáis a mirar mientras ciudadanos británicos son secuestrados y decapitados de Palestina a Pakistán, y los consulados, los bancos y las fábricas británicas vuelan en pedazos en Kuwait, Arabia Saudí, Malasia y Bélgica. Si estáis decididos a ser tamaño puñado de fraudes autoindulgentes, podéis explicarlo a los apreciados agraviados de entre vuestra propia ciudadanía.
Pero la pose moral de los europeos no es tanto una guía de política práctica en guerra y jihad como un vistazo a su propio aislamiento psicológico. La página web alemana Davids Medienkritik proporcionaba un recorrido útil de las informaciones locales acerca del ahorcamiento de Saddam: 'Die Europaer verurteilten die Anwendung der Todesstrafe', afirmaba Die Zeit. 'Los europeos condenan el uso de la pena capital'.
¿Qué 'europeos'? La mayoría de los alemanes no, que aprueban la ejecución. Tampoco el 58% de los ciudadanos franceses. 7 de cada 10 británicos tampoco. Cuando Die Zeit y The Times y todos los demás afirman que 'Europa' condena la muerte de Sadam, lo que quieren decir es que una élite político-mediática reducida, distante y auto-aislada la condena.
Su premisa (en contra de toda evidencia) de que hablan 'por Europa' es reveladora, porque ayuda explicar el motivo por el que el Continente está teniendo tales dificultades a la hora de llevar a puerto cualquiera otro tema, desde sus problemas sociales demasiado caros hasta sus alienadas poblaciones musulmanas.
De modo que, a un cierto nivel, este debería ser un gran momento para la administración Bush. Por todo el mundo, los criminales genocidas tienen que estar clavados con la boca abierta frente a la televisión y pensando: '¡Guao! El cowboy lo hizo. Entró, sacó de una patada al Presidente Vitalicio de su retrete de oro, lo metió en la cárcel y después lo hizo juzgar y lo ahorcó como un criminal común'.
Desafortunadamente, cuando Estados Unidos le entregó a las autoridades iraquíes, las 'autoridades' hicieron todo lo que pudieron para parecer completamente desautorizadas. Saddam fue despachado en alguna sala sucia de techo bajo sin ventanas de los cuarteles de tortura de su antigua policía secreta, por un puñado de idiotas con chaquetas de cuero negro y pasamontañas. No parecía tanto el amanecer de un nuevo Irak como un golpe de la mafia rusa. Un par de guardias gritaban alegremente 'Moqtada, Moqtada, Moqtada' - como Moqtada al-Sadr - a lo que Saddam añadía un eco incrédulo: '¿Moqtada?'
Es normal también. Una cosa es ser finiquitado por Bush, pero por fuerzas leales al hijo punk de algún clérigo de tres al cuarto al que asesinaste hace años... Vale, fue más gentil que, ah, el cambio de gobierno de Liberia en 1990, cuando el Príncipe Johnson hizo rebanar las orejas del Presidente Doe y las metió en la boca de Su Excelencia antes de amputar los genitales presidenciales y comérselos él mismo, con la creencia de que 'los poderes' de la persona cuyas partes estás haciendo puré pasan a la cena. Pero el ánimo general era completamente parecido.
Y los muchos musulmanes de todo el mundo que ven este vídeo y escuchan los gritos de '¡Moqtada!' pueden estar de acuerdo con el penoso resumen del blog Powerline: el criminal está muerto. ¡Larga vida al criminal! Teniendo en cuenta que Saddam fue transferido de custodia de la coalición al gobierno iraquí solamente unas cuantas horas antes de su fallecimiento, sería interesante saber si las autoridades norteamericanas profesaron 'algún consejo' de imagen: no más mazmorras de tortura, tal vez en el patio de entrenamiento, con un par de banderas iraquíes; sacáis la artillería pesada de los uniformes Quentin Tarantino y os ponéis algún uniforme neutral de prisiones o personal del garaje-aparcamiento del Aeropuerto de Bagdad; si tenéis que tener presentes a los familiares de las víctimas, buscad las viudas y los huérfanos fotogénicos, en lugar de los chicos de Moqtada. Meta-mensaje: 'Es hora de pasar página, dice el Gobierno del Irak Libre', no 'Es día de cobro, dice autoridad local'.
Y, si nadie del gobierno norteamericano llegó con tal consejo, ¿por qué no? ¿Cómo es que tenemos una cultura política que puede dar lugar a una convención de partidos libre de contenidos en el espacio de un nanosegundo, pero que no presta ni un pensamiento a los momentos cruciales de la historia?
La realidad es que Saddam Hussein está muerto por George W. Bush y un incipiente sistema iraquí de justicia, no por Moqtada al-Sadr. Pero esa no es la impresión con la que te quedas al ver los momentos finales de la vida de este hombre perverso. Y permitir que algún insignificante presunto señor de la guerra se lleve el crédito es toda una locura a cometer en una parte del mundo que tiene ya grandes dificultades en aceptar la realidad.
¿Mi idea central con Saddam? 'Alegráos, alegráos', como aconsejaba Thatcher tras la liberación de las Malvinas de las fuerzas argentinas. La pose de los europeos es decadente y autoindulgente, síntomas de una pseudo-potencia narcisista que en lugar de políticas tiene poses. Pero la total falta de cuidado por parte de Washington a propósito de los momentos finales de la vida de Sadam tampoco anima: por si hacía falta, fue una demostración bastante viva de cómo el enfoque sin intervenciones de América ha animado a demasiados dedos entrometidos. El rey está muerto. Moqtada al-Sadr también debería estarlo.
Mark Steyn es periodista canadiense, columnista y crítico literario natural de Toronto. Trabajó para la BBC presentando un programa desde Nueva York y haciendo diversos documentales. Comienza a escribir en 1992, cuando The Spectator le contrata como crítico de cine, Más tarde pasa a ser columnista de The Independent. Actualmente publica en The Daily Telegraph, The Chicago Sun-Times, The New York Sun, The Washington Times y el Orange County Register, además de The Western Standard, The Jerusalem Post o The Australian, entre otros.