Un nuevo directorio diplomático. Grandes potencias y Consejo de Seguridad
por Florentino Portero, 1 de febrero de 1999
La evolución de la Crisis de Kosovo, actual fase de la crisis general de los Balcanes, está provocando reacciones de indudable trascendencia en la comunidad occidental. Entre ellas destaca la decisión de la OTAN, el pasado mes de octubre, de hacer uso de la fuerza sobre la República de Yugoslavia, a pesar de no contar con el expreso respaldo jurídico de una Resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Este hecho tiene importantes consecuencias para eso que vagamente denominamos orden internacional y que hace referencia a las reglas de juego imperantes tras el fin de la Guerra Fría.
La necesidad de un Directorio
Desde hace siglos la sociedad internacional viene tratando de articular mecanismos para asegurar el equilibrio y la paz entre las naciones. En este camino, repleto de dificultades, hallamos hitos como la Paz de Westfalia y, sobre todo, el Congreso de Viena de 1815. Cada período histórico, desde sus características específicas, ha buscado la configuración de un directorio, más o menos reconocido institucionalmente, y la articulación de unas normas.
En nuestro tiempo nos encontramos con un marco institucional procedente de la postguerra mundial, la ONU. Tras el fracaso de la Sociedad de Naciones las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial hicieron un esfuerzo por avanzar en el Derecho Internacional y dotarse de un organismo y un cuerpo jurídico adecuados para la nueva época. Sin embargo, todo esto no suponía la superación de los viejos directorios sino todo lo contrario. La Carta de Naciones Unidas daba al nuevo forma institucional y excepcionales privilegios, entre los que se encontraba el derecho de veto para sus miembros permanentes. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se convertiría en un reconocido órgano de gestión de crisis, desde el que las grandes potencias tratarían de resolver tanto sus propias diferencias como aquellas que surgieran entre otros estados.
Superada la Guerra Fría pareció llegado el momento de recuperar el espíritu de la Carta de San Francisco y de poner en pie la ONU que no pudo ser por el conflicto Este-Oeste. Casi diez años después de la caída del Muro de Berlín los resultados no son alentadores. Y es que los organismos internacionales, como toda obra humana, tienen un marco histórico de referencia fuera del cual se convierten literalmente en anacrónicos. La composición y atributos del Consejo de Seguridad reflejan bien, como si de una fotografía se tratara, a la sociedad internacional de 1945. Sin embargo, el tiempo transcurrido y, sobre todo, los cambios acaecidos en esta última década, han dejado caduco el viejo directorio: Rusia no es la Unión Soviética y falta Alemania, la potencia política y económica europea por excelencia, y Japón. La necesidad de realizar cambios fue reconocida hace ya tiempo, pero las dificultades encontradas parecen insalvables.
La crisis de los Balcanes ha puesto de manifiesto, una vez más, la inadecuación del Consejo de Seguridad para cumplir su función de directorio, de pieza clave, del naciente nuevo orden internacional y las grandes potencias han comenzado a restarle protagonismo. En su lugar, se está volviendo a la fórmula tradicional, el entendimiento directo entre los grandes, sin necesidad de un sofisticado y reconocido marco institucional.
Los primeros pasos del Grupo de Contacto.
Bajo la forma de 'Grupo de Contacto', para la gestión de la crisis bosnia primero, y de Kosovo después, un conjunto de potencias han venido reuniéndose y adoptando acuerdos que aspiraban a ser recogidos en las resoluciones del Consejo de Seguridad, la OSCE o la OTAN. Desde Abril de 1994 Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Francia y Rusia, a los que más tarde se unirían Italia y Canadá, comenzaron a trabajar en el análisis de la situación y en la mediación entre las partes en litigio para lograr una solución a la siempre empeorable crisis balcánica. Era un intento de superar un fase caracterizada por un variopinto conjunto de mediaciones particulares que habían tenido escaso éxito, cuando no habían complicado aun más la situación al defender posiciones contradictorias. Si se quería lograr una salida diplomática a la crisis era necesario que las grandes potencias se involucraran y que actuaran conjuntamente, superando la tentación, tan característica de la Guerra Fría, de respaldar a los grupos afines para definir áreas de influencia.
Como ha señalado Helen Leigh-Phippard, el trabajo del Grupo comenzó a generar dividendos en distintas áreas, destacando la coordinación entre las potencias partícipes en el propio Grupo y el efecto que esa coordinación, la percepción de un bloque unido, provocaba entre los beligerantes. En el marco del Grupo las potencias fueron acercando posiciones, produciéndose la conocida evolución de la política norteamericana hacia un mayor compromiso con la solución del conflicto. Las divisiones fueron importantes, pero se logró el acuerdo suficiente para una acción conjunta, aunque a menudo pareciera que el mayor esfuerzo se dirigía a mantener la cohesión del propio Grupo.
Vista en perspectiva, la crisis balcánica tiene un particular interés histórico al ofrecernos una excelente oportunidad para estudiar como las grandes y medianas potencias han intervenido para defender sus intereses, lograr una posición común y actuar conjuntamente, todo ello en el marco de definición de un nuevo orden internacional caracterizado por la globalización.
El protagonismo asumido por el grupo de Contacto, su importante capacidad de iniciativa y de resolución, suponía inevitablemente una merma de influencia de organismos internacionales implicados en la crisis yugoslava, de graves consecuencias para la comunidad internacional. El fracaso de Naciones Unidas y del Consejo de Seguridad en las primeras fases y su sustitución, si bien de facto, por un ente con forma de comisión que apenas si se molestaba en esconder su condición de punto de encuentro de grandes y medianas potencias, libres de ataduras institucionales, para resolver problemas que les afectaban, suponía un grave precedente para la defición del papel de Naciones Unidas en el nuevo orden internacional.
La crisis de Kosovo
Ante la catástrofe humanitaria desatada por las autoridades serbias en Kosovo durante el verano de 1998 y, sobre todo, ante el riesgo de desprestigio de la OTAN, cuyas amenazas eran desoídas, cuando no despreciadas, por Milosevic, Estados Unidos decidió dar un giro a su política y hacer uso de la fuerza para provocar un cambio en la evolución de la crisis. La diplomacia norteamericana consiguió movilizar a sus aliados europeos, que de otra forma no hubieran hecho nada, pero no logró todos sus objetivos en el Consejo de Seguridad. Tanto Rusia como China temían crear un precedente de intervención en asuntos internos, amparándose en razones humanitarias, que podría en el futuro volverse contra ellos. Además, el gobierno de Moscú se encontraba ante otra prueba de prestigio: ¿permitiría que Estados Unidos impusiera su voluntad en su supuesto antiguo 'protectorado' balcánico?
Rusia tiene derecho de veto en el Consejo de Seguridad, pero ya no es la gran potencia que fue. Es una nación que ha puesto rumbo hacia el Tercer Mundo, de donde en muchos aspectos nunca salió, a pesar de contar con un extenso territorio, recursos de todo tipo y un todavía letal arsenal nuclear. El uso del derecho de veto en el Consejo de Seguridad representa su última gran arma diplomática para influir sobre el nuevo orden. Sin embargo, su uso produce el efecto contrario al deseado, la paralización del Consejo de Seguridad, su escenario favorito, como directorio en beneficio de nuevas entidades de incierta personalidad.
El rechazo interesado de dos gran potencias, una antidemocrática y la otra en camino del comunismo hacia quién sabe dónde, a avanzar en la constitución de un derecho internacional comprometido con la defensa de los derechos humanos, junto al deseo ruso de marcar áreas de influencia en Europa, frenó la propuesta norteamericana en el Consejo de Seguridad, pero no su ejecución. La diplomacia de Washington recurrió directamente a las potencias regionales, primero mediante consultas bilaterales y luego en el marco del Grupo de Contacto, para decidir el uso de la fuerza en primera instancia. Las cuatro potencias europeas presentes en el Grupo -Alemania, Reino Unido, Francia e Italia refrendaron la propuesta. Rusia, estado miembro, se encontró en un marco de poder real sin más derecho de veto que el proveniente de su propio peso específico y con el riesgo de ser descendido a miembro asociado, como en la variante económica del Directorio que es el G7. Rusia recibió un trato de consideración al ser informada y escuchada, pero tuvo que asumir que su derecho de veto en el Consejo de Seguridad no sería suficiente para detener la iniciativa norteamericana una vez logrado el refrendo europeo. En cuanto a China ya nada pudo hacer al trasladarse la resolución de la crisis a una entidad regional de la que no formaba parte.
El entramado institucional
El importante papel asumido por el Grupo de Contacto en la gestión de la crisis balcánica replantea el correspondiente a los organismos internacionales implicados, en especial de Naciones Unidas y de la Alianza Atlántica.
El Consejo de Seguridad, paralizado por Rusia y China, ha cedido protagonismo a las potencias afectadas que en esta ocasión han buscado cobijo en el flexible Grupo de Contacto, una entidad sin administración propia, que no aprueba resoluciones y ni siquiera emite comunicados de todas sus reuniones, pero donde las grandes y medianas potencias pueden dirimir sus diferencias y desde donde parten, directa o indirectamente, las grandes líneas de acción. Y ello cuando Naciones Unidas trata de encontrar su sitio en la nueva y globalizada sociedad internacional. En lo que concierne al Consejo de Seguridad los retos inmediatos son bien conocidos. De una parte su composición no refleja el equilibrio internacional de nuestros días. De otra el derecho de veto, que en su momento fue conditio sine qua non para asegurar la presencia de las grandes potencias, debería ser utilizado, de continuar existiendo, con extrema prudencia y sólo cuando los intereses reales de un miembro permanente estén en peligro. La experiencia reciente demuestra que un uso excesivo y con el doble fin de limitar la influencia de la única auténtica gran potencia y evitar precedentes que se puedan volver en contra de uno mismo sólo logra poner de manifiesto la debilidad de quien veta y de la propia institución. Parece evidente que la aplicación de la letra y el espíritu de la Carta de San Francisco a la situación actual, y del corpus jurídico internacional a que ha dado lugar, implica un mayor compromiso con la defensa de los derechos humanos y, por lo tanto como ha señalado Javier Solana, una nueva interpretación del clásico principio de no intervención en los asuntos internos de un estado soberano. ¿Puede la comunidad internacional, y la Alianza Atlántica en concreto, renunciar a hacer frente a situaciones como la que se ha vivido en Kosovo porque un par de grandes potencias, con un pasado, y en el caso de China un presente, aterradores en cuanto al respeto a los derechos humanos, temen establecer un precedente peligroso para sus prácticas políticas?
Para la Alianza Atlántica el problema no es menos grave. El que algunos de sus estados miembros, especialmente significados, se reúnan con Rusia para discutir temas especialmente complejos no deja de ser parte de una cultura política de continuas consultas que ilustra la historia de la OTAN desde sus orígenes. El problema se plantea a la hora de decidir el uso de la fuerza en una acción que no es estrictamente defensiva, fuera de área, entrometiéndose en los asuntos internos de un estado, sin el respaldo jurídico formal de una resolución del Consejo de Seguridad y apoyándose en un principio de escasa raigambre como es el de evitar una catástrofe humanitaria. Y es que, como Lawrence S. Kaplan nos ha recordado recientemente, la OTAN nació con vocación de ser parte del sistema de Naciones Unidas, aunque nunca fuera posible. En el Tratado de Washington las referencias a la Carta de San Francisco son continuas y obsesivas, destacando el primer párrafo y los artículos 1 y 5. Sin embargo, la Guerra Fría hizo inviable que la Alianza se pudiera reconocer como organismo regional de Naciones Unidas, por la salvaguarda impuesta en el artículo 53 de la Carta. La posterior evolución de esta organización al dar cabida a nuevas naciones y convertirse en foro de críticas contra el liberalismo alejó aun más a la Alianza de Naciones Unidas. Tras la caída del Muro de Berlín se produjo un paulatino acercamiento, que tuvo su colofón en la Guerra del Golfo. Naciones OTAN intervenían fuera de su área de influencia bajo mandato del Consejo de Seguridad, la situación ideal. Sin embargo, desde entonces las diferencias entre el Consejo Atlántico y el de Seguridad han sido importantes. En este proceso la crisis de Kosovo representa un hito. Si la Alianza decidió dar el paso de la intervención sin el respaldo del Consejo de Seguridad fue porque el gobierno serbio no le dio otra opción, y es que las consecuencias de la inacción eran aun peores. El prestigio de la institución y el sentir de la opinión pública aconsejaban hacer frente a un problema, a sabiendas que se pisaba un terreno pantanoso y que se estaban fijando precedentes que harían de la OTAN una institución distinta. El resultado ha sido una agridulce combinación de orgullo, por la capacidad de intervenir y cambiar el curso de los acontecimientos, y vértigo ante las consecuencias que en adelante podrá tener el paso dado. Y es que por más que se quiera calificar de 'excepcional' lo ocurrido, ni el tipo de crisis ni el modelo de actuación serán extraños a la Alianza del siglo XXI.
Las diferencias culturales e ideológicas dentro del Consejo de Seguridad, junto con las rivalidades entre las grandes potencias hacen imaginable un futuro de desencuentros entre el Consejo de Seguridad y la Alianza Atlántica, dando así continuidad a una relación que nunca fue fácil. Los aliados encontrarán con dificultad en Naciones Unidas la ansiada cobertura para sus operaciones militares, por lo que deberán profundizar en una estrategia de actuación en solitario en el marco de los principios de la Carta de Naciones Unidas. En este contexto entidades como el Grupo de Contacto resultarán de enorme utilidad para acercar posiciones y definir iniciativas para su posterior discusión en el seno de la Alianza.