Sobre la construcción nacional: libertad, pluralismo y tipificación
por Miguel Ángel Quintanilla Navarro, 12 de febrero de 2004
La política española y la internacional afrontan un reto difícil: determinar si es legítimo establecer límites a la presencia pública libre de organizaciones y grupos políticos, y, en caso afirmativo, determinar esos límites. Es probable que se trate de un problema de difícil solución, pero, inicialmente, quizás debamos concentrarnos en evaluar si su planteamiento está siendo adecuado. Es frecuente encontrar exposiciones que responden a este sencillo esquema: cualquier acción pública que dificulte o impida el desenvolvimiento libre de cualquier actividad política constituye una agresión contra el pluralismo. Desde esta perspectiva la ilegalización de Batasuna, por ejemplo, o la condena del fundamentalismo islámico, se perciben como agresiones totalitarias y como atentados contra el pluralismo político. Sin embargo, quizás sea posible abordar la cuestión desde una perspectiva diferente y un poco más compleja.
Probablemente, el origen de la modernidad política pueda ser contemplado como un cambio brusco en las condiciones de posibilidad de la ética pública: la irrupción en la escena política de una enorme cantidad de nuevos sujetos políticos a los que además se atribuye capacidad de deliberación sobre sus semejantes mediante el uso de su razón. Las tradiciones contractualistas portan dentro de sí esta novedad histórica: mucha más gente y mucha más capacidad de deliberación. No obstante, en seguida las categorías de nación y de clase agrupan a los individuos, al hombre de las declaraciones de derechos, y se produce una progresiva ocultación de los atributos jurídicos y deliberantes individuales (personales) detrás de la asamblea nacional, del partido o de la raza: el triunfo de la libertad positiva sobre la libertad negativa; la búsqueda de la solución definitiva exige la masacre de individuos en los altares de los grandes ideales históricos (Berlin). La reacción liberal frente a esta evolución gregaria de la política se expresa en las advertencias acerca de los peligros de la tiranía de la mayoría, advertencias de escasa eficacia, a la luz de la historia política europea hasta la mitad del pasado siglo (Fareed Zakaria ha abordado muy recientemente este asunto desde una perspectiva novedosa).
Afortunadamente, el final de la Segunda Guerra Mundial, la democratización de los países del sur y la caída del Muro de Berlín, parecen haber abierto un tiempo político diferente y mejor; la presión que la comunidad puede ejercer sobre los individuos o sobre los grupos es limitada, hasta el punto de que sólo es admisible cuando las personas o los grupos presionados atentan contra la comunidad, y no parece que, al menos en Europa y en EE.UU, exista riesgo inminente de que esto cambie. En nuestro sistema político -heredero de la tradición liberal- declaramos nuestro aprecio por la diversidad, por el pluralismo, y afirmamos nuestro deseo de tener a la vista cuanto existe, de no ocultar a nadie. Reclamamos asimismo nuestro derecho a deliberar sobre lo existente, a evaluarlo nosotros mismos o mediante nuestros representantes.
Pero lo que en ocasiones se pierde de vista es que este deseo es instrumental: deseamos poder ver lo que hay para poder deliberar sobre ello y obrar en consecuencia, para ponderar con criterios éticos su fisonomía, su intención y su compatibilidad con el conjunto del sistema; para tipificar la conducta que tenemos ante nosotros y luego actuar. El pluralismo es, por tanto, un instrumento de la tipificación, de la contemplación moralmente comprometida de la diversidad política. El error de algunos de los defensores del pluralismo -de un mal pluralismo- consiste en acompañar su generosa (y habitualmente sesgada) defensa de la diversidad con un desistimiento moral que a medio y largo plazo es simplemente incompatible con la preservación de la libertad y con la defensa de la condición personal de la vida humana que nuestro sistema proclama. Su equivocación reside en concebir el pluralismo sólo como la constatación de actores políticos que por su naturaleza merecen nuestro juicio ético positivo, afirmativo de su existencia. Por el contrario, el pluralismo (la presencia pública de lo existente tal y como es) también se promueve cuando se procede a alumbrar a actores políticos que merecen un juicio ético negativo: hay más diversidad, más luz, se enriquece el elenco de actores, y eso permite luego proceder a su consideración crítica, que es a lo que sirve el pluralismo. El pluralismo es un instrumento para la perfección de la vida pública que, entre otras cosas, permite la detección de actores agresivos que deben ser tipificados como tales y privados de su libertad para agredir. Así, por ejemplo, la reciente ley orgánica española de partidos políticos no sólo no perjudica el pluralismo político sino que lo beneficia, porque lo que esencialmente hace es detectar la existencia de sujetos políticos con características particulares, específicas, que hasta ese momento pasaban inadvertidos, mezclados y confundidos con otros con los que trataban de mimetizarse pero de los que les separan rasgos decisivos. El pluralismo aumentó en España cuando el artículo 10.2 de esta ley orgánica detectó la existencia de partidos que de forma reiterada y grave vulneran los principios democráticos o persiguen deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema democrático.. y envió a la policía y al juez el mandato de actuar contra ellos. No habría más pluralismo si ignorásemos su existencia.
Mediante la iluminación de un actor que hasta ese instante permanecía oculto para la ley, mediante la adición al elenco de un nuevo personaje (Batasuna pasó a ser un actor con características particulares), el Parlamento aumentó el pluralismo político. La presencia del nuevo personaje demandó la deliberación de los poderes públicos, que fue negativa y comportó la exclusión y la sanción. Desde ese momento hay más libertad en el País Vasco, consecuencia de un pluralismo moralmente activo.
El concepto de tipificación es clave para que el pluralismo que declaran las democracias liberales pueda tener un valor moral; sin él -sin tipificación- el pluralismo exhibiría una insolvencia moral incompatible con el afán civilizador de nuestro sistema político; constituiría una regresión a un tiempo sin civilización (sin vida civil).
Cuando Estados Unidos parece decidido (ojalá no sea sólo una apariencia, ni sea en solitario) a acometer la tarea de ayudar a construir nuevos regímenes representativos y filoliberales, conviene tener presente este valor esencialmente moral del concepto de pluralismo, porque, paradójicamente, en ocasiones parece que esta potencia civilizadora es mejor comprendida fuera de las fronteras geográficas que la han creado que dentro de ellas, y que tanto en Europa como en EE.UU ha arraigado un concepto de pluralismo que no es sino desistimiento, o, en el peor de los casos, pluralismo antiliberal. Mientras en España la opinión pública sigue considerando que la Guerra de Irak no vale la pena, los iraquíes creen que sí.
La ocultación de actores o su inapropiada caracterización empobrece el pluralismo, mientras que la tipificación de actores (que no tiene por qué dar lugar a penas o sanciones, también cabe que la tipificación de actores origine la declaración de su utilidad pública, o la concesión de un premio o una ayuda, o nuestra simpatía y afiliación, por ejemplo) mejora el pluralismo y, en consecuencia, favorece el empeño moral de nuestro sistema político: la presencia de sujetos sobre los que tendremos que deliberar y sobre los que tendremos que proyectar nuestra acción. En la medida en que más actores estén expuestos a nuestra consideración y más precisa sea la caracterización que hagamos de ellos, más rico podrá ser nuestro juicio ético, lo que hace que la detección e iluminación de sujetos deba pasar a formar parte de nuestra ocupación ética.
Así, por ejemplo, es habitual que la información acerca de la guerra en Irak envuelva en el mismo manto a todo tipo de sujetos políticos (sujetos que pretenden ejercer el poder), independientemente de cómo se relacionan con las dos condiciones que deberíamos considerar esenciales: cómo obtienen el poder (debemos desear que la obtención no se produzca como resultado de la habilidad para ejecutar actos terroristas) y qué poder desean obtener (debemos procurar que el poder obtenido mediante medios pacíficos y, a medio o largo plazo, mediante procedimientos electivos de representantes, esté controlado y no sea de tal magnitud que le sea dado dominar la vida de la gente). También conviene no perder de vista que si a los sistemas en transición les demandamos las mismas credenciales democráticas que a las democracias consolidadas, el concepto de tránsito carece de sentido, y que la politología muestra que la calidad de una democracia generada mediante rupturas y saltos bruscos no necesariamente es mejor que la de las que son fruto de desarrollos lentos.
Un sistema político y administrativo será más rico en la medida en que facilite la presencia de sujetos políticos y anime a su identificación y a su iluminación, y será más fuerte y útil en la medida en que sea capaz de hacer valer con la misma decisión sus juicios apreciativos y sus juicios despectivos sobre los actores políticos. Sobre estos últimos (actores identificados y evaluados negativamente), las dificultades generadas por la ilegalización de Batasuna, por ejemplo, ponen de manifiesto nuestra debilidad. Probablemente sea justo decir que nuestro sistema, y, en general, los de los países con los que compartimos la cultura política, funcionan mejor en la ejecución de los juicios éticos positivos que en la de los juicios éticos negativos. De hecho, quizá sea posible entender en parte el desarrollo del Estado de bienestar y su déficit presupuestario como el resultado de un desequilibrio entre la facilidad con que emitimos y ejecutamos juicios públicos positivos (o simplemente renunciamos a juzgar) y la dificultad con que emitimos y ejecutamos juicios públicos negativos: nos cuesta mucho decir que algo es malo y obrar en consecuencia, y sólo nos mostramos dispuestos a considerar algún tipo de acción represora o a cesar en las acciones promotoras, cuando el perjuicio que produce un sujeto público determinado (que ha sido indeterminado hasta ese momento, que no ha sido bien definido) es ya insoportable o ha causado daños irreversibles. En ocasiones, el amor por la libertad y el deseo de que sea patrimonio de todos se confunde con la inanidad moral, con la incapacidad para atribuir valor alguno a las cosas, a las ideas y a los sucesos. El robustecimiento de la vertiente negativa de los juicios éticos proporcionaría probablemente, y junto a otros beneficios más importantes, un gran ahorro en forma de cese de subvenciones y ayudas. Por ejemplo, distinguir entre la violencia que ejerce un etarra y la que ejerce un guardia civil supondría un notable ahorro presupuestario para el Gobierno Vasco. Por supuesto, este tipo de juicios -como cualquier otro- debe realizarse con gran prudencia, pero debe ser posible sin dar lugar a arbitrariedad para mantener vivo el concepto mismo de deliberación, que implica que no sé de antemano lo que voy a decidir. La reducción del gasto público puede ser, en ocasiones, consecuencia de una obligación ética así sentida por quien está legitimado para gobernar, porque la disponibilidad de recursos públicos que son dispensados acríticamente da pábulo y fortalece comportamientos y actitudes censurables por nocivas para la comunidad.
La vertiente internacional de la lamentable confusión entre pluralismo y tipificación hace que cualquier actividad destinada a impedir la presencia pública de organizaciones o grupos que promueven, traman o incluso ejercen actividades manifiestamente delictivas, sea inmediatamente reputada como una agresión imperialista. Este error intelectual se transforma rápidamente en inmoralidad, cuando se procede a amparar a cualquier organización que esté siendo objeto de represión, sin proceder previamente a juzgar si la tipificación que ha dado origen a la condena sirve o no a una concepción liberal y democrática de la vida pública -quizás, porque no es esta concepción la que se desea promover-. Se produce en ese caso algo aún peor que el desistimiento, una inversión del juicio moral, cuyos principios y cuyos efectos erosionan los fundamentos de nuestra civilización política.
Miguel Ángel Quintanilla Navarro es Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid (Instituto Universitario Ortega y Gasset) y profesor en el departamento de ciencia política de la Universidad Carlos III de Madrid.