¿Se debería castigar a las empresas de telecomunicaciones por ayudar a que nos protejamos de los terroristas?

por Clifford D. May, 14 de marzo de 2008

(Publicado en Townhall.com, 6 de marzo de 2008)
 
¿Está Ud. indignado? Debería estarlo. Según Peter Eliasberg, abogado de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU) después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, “todos en el país” podríamos haber sufrido el “rastreo” de nuestras llamadas telefónicas para chequear la existencia de conexiones terroristas; y si eso ha sucedido, mucha gente estará indignada” afirmó al Washington Post.
 
¿Estaría Ud. entre ellos? ¿O a Ud. le pasaría como a mí y se sentiría aliviado de saber que por lo menos en esta ocasión, el gobierno hizo su trabajo?
 
Durante los años 90, miles de terroristas se entrenaron en Afganistán, el Líbano, Irak, Irán y en otros lugares. El gobierno no hizo prácticamente nada al respecto. Los grupos terroristas y los regímenes que los respaldaban apenas si se vieron infiltrados. Ni los terroristas ni sus amos fueron monitoreados con eficacia. A pesar del primer atentado al World Trade Center en 1993 y de una cadena de ataques posteriores contra otros objetivos americanos en los años siguientes, nuestras agencias de inteligencia sabían poco sobre al-Qaeda y otros grupos islamistas militantes y sus intenciones de masacrar americanos - e hicieron aún menos.
 
Pero después del 11 de septiembre, uno de los pasos que tomaron nuestros agentes de inteligencia fue hablar con las grandes empresas de telecomunicaciones y pedirles ayuda. Podría sobrevenir otro ataque - quizá más después de eso. Los agentes querían tener acceso a los datos que pudieran contener pistas - puntos que fueran capaces de unir. La idea no era tener un agente federal escuchando cuando Ud. llama al tío Moe en Toledo. La idea era recopilar cantidades enormes de información, “metadatos” y minarlos buscando patrones que pudieran indicar que había conexiones o actividades terroristas. 
 
La metodología es sofisticada y altamente confidencial. Pero aquí hay un ejemplo simple: Si su tío Moe en Toledo recibiera regularmente llamadas de Teherán y después llamara a Hamburgo - quizá alguien en Inteligencia desearía saber algo más sobre las personas que llaman y a las que se llaman y quizá eso llevaría a ciertas escuchas reales  y/o investigaciones.
 
Un punto importante: La Corte Suprema ha sostenido por décadas que la información del registro de llamadas telefónicas - a diferencia del contenido de las llamadas telefónicas - no afecta el interés sobre la privacidad de la Cuarta Enmienda. Ud. no espera que la información sobre los números que marca sea privada porque Ud. espera que la compañía telefónica mantenga una lista de esos números. ¿Qué pasaría si Ud. quisiera poner en entredicho alguna cuenta de teléfono? Ud. se quedaría bastante fastidiado si la compañía telefónica no tuviera la lista de llamadas que Ud. hizo, cuándo las hizo y cuánto tiempo duraron.
 
No creo este tipo de compilación de datos de inteligencia indigne a americanos normales. Pienso que la mayoría de americanos dirá: “Bien por el gobierno y bien por las empresas de telecomunicaciones. Han cumplido con su deber. Han ayudado a que nos protejan”. Pero la ACLU y algunos otros grupos que se denominan “defensores de las libertades civiles” sí dicen estar indignados. Los abogados de los demandantes también están indignados - o quizá sólo entusiasmados - porque tienen casi 40 pleitos pendientes ante diversas cortes federales. Si estos abogados se imponen, cientos de miles de millones de dólares saldrán de las arcas de empresas como AT&T, Cingular Wireless, Bell South, Sprint y Verizon Communications.
 
Los abogados litigantes están entre los que más generosamente donan dinero al Partido Demócrata - pero dejemos ese detalle a un lado que podría explicar porque la Presidenta de la Cámara de Representantes Nancy Pelosi se niega a dejar que los miembros de la Cámara puedan votar sobre una ley para proteger a las empresas de  telecomunicaciones contra demandas por su contribución en la búsqueda de frustrar ataques terroristas.
 
Dejemos también a un lado que Jay Rockefeller, senador demócrata y presidente del Comité de Inteligencia del Senado, defendiese a las compañías de telecomunicaciones el mes pasado, diciendo a sus colegas: “¿Cuál es la gran rentabilidad para las compañías del teléfono? ¿Se les paga mucho dinero? No. No se les paga nada. ¿Qué sacan las empresas con esto [por cooperar con los agentes de inteligencia para prevenir el terrorismo]? Sacan 40 mil millones de dólares de gasto en juicios, más amarguras e insultos, pero lo hacen”. (Ahora ya no está muy claro si este mes el senador Rockefeller sigue teniendo el valor de defender aquellas convicciones.)
 
Pero no deje de lado esto: Como informaba el Washington Post, hay “una cosa  en la que ambas partes están de acuerdo: Si los juicios siguen adelante, podría divulgarse públicamente y por primera vez detalles confidenciales sobre el alcance y los métodos de seguimiento de la administración Bush”. Divulgado no sólo en los medios - sino también a los terroristas que buscan asesinar a Ud. y a sus niños.
 
Por escribir eso, me acusarán de “alarmismo”. Pues que así sea. Si la experiencia de Estados Unidos con el terrorismo nos enseña algo, es que tenemos más que temer que al miedo mismo. Cuando los políticos ceden ante los grupos de interés que desean hacer política de seguridad nacional - y miles de millones de dólares - en los tribunales, eso también debería suscitar temor. Y si eso no le hace sentir indignación, entonces quizá nada lo logre.


 

 
 
Clifford D. May, antiguo corresponsal extranjero del New York Times, es el presidente de la Fundación por la Defensa de las Democracias. También preside el Subcomité del Committee on the Present Danger.
 
 
 
 
 
 
 
©2008 Scripps Howard News Service
©2008 Traducido por Miryam Lindberg