Revueltas, de Marruecos a Irán

por Ángel Pérez, 18 de abril de 2011

 

Nadie había previsto ni, probablemente podía prever, que los regímenes políticos que han moldeado el mundo musulmán desde Marruecos hasta Irán, entrarían en crisis con mecanismos de ignición internos, de carácter popular, de contenido revolucionario y en algunos casos con violencia. Este hecho innegable no quiere decir que las contradicciones, deficiencias y tensiones internas en aquellos estados fueran desconocidas; y de hecho algunas de ellas explican los airados movimientos de protesta que se han podido ver a través de los medios de comunicación. Lo inesperado de estos acontecimientos permite confirmar que la historia posee un alto grado de imprevisibilidad, lo que, por otra parte, la hace más interesante. La historia abre y cierra sus puertas no siempre de acuerdo con la voluntad sus protagonistas.
Los que conocen el norte de África y Oriente Próximo se habrán dado cuenta de un hecho no por habitual menos relevante: el orgullo que las clases menos pobres y por tanto con más formación sienten de sí mismas. Estudiantes y profesionales insisten en coletillas habituales, como la corrupción moral y el doble rasero de Occidentes, y en otras menos abstractas, como su debilidad o inferioridad presente o futura. Tanto orgullo, producto de un fuerte deseo de autoafirmación y una política educativa ultranacionalista, choca con la mediocridad y corrupción de los sistemas políticos que hoy están en cuestión. Contrastan con la pobreza y las limitadísimas oportunidades de promoción social que existen en mercados de trabajo muy desequilibrados y entramados administrativos diseñados para controlar y no tanto servir al ciudadano. Existe por tanto una contradicción  entre lo que esos individuos piensan de sí mismos y la realidad material (entre la retórica nacionalista que sobrestima las grandes mejoras sociales y la realidad de los hospitales, la policía, las carreteras o colegios de esos países). Esta tensión material genera por sí misma insatisfacción. Está además acompañada de un profunda tensión moral y/o espiritual, refugio natural de deseos y ambiciones insatisfechas. La crisis en el plano material ha desencadenado otra en el moral, poniendo en duda la estructura moderna del estado como motor de desarrollo y ordenación social. Y con ello se ha desencadenado la tercera crisis, de carácter político y casi estructural. Porque en muchos de estos países fuera del estado no hay prácticamente nada organizado de manera eficiente; ni siquiera el islamismo, que necesita ese estado para ocupar cuotas parciales de poder, pero que ha sido tan sorprendido en esta crisis como el poder constituido.
Ese orgullo que se vanagloria en la decadencia actual o potencial de Occidente no es, por otra parte, patrimonio particular de musulmanes. También en Asia y África subsahariana se dan cita este tipo de sentimientos, producto de las abultadas expectativas de un mundo en desarrollo que vislumbra por primera vez la posibilidad de alcanzar, si quiera macroeconómicamente, a Occidente. Este pensamiento agresivo y confiado, que suele poner a China o India como paradigmas del cambio de sentido de la historia, también abusa de la necesidad de un estado fuerte, única vía que imaginan para canalizar el desarrollo de forma útil y beneficiosa para los pueblos.
Una crisis material
No hace mucho escuchaba a un ejecutivo que, al teléfono con uno de los responsables locales en una planta industrial europea en Marruecos, comentaba “…sobre todo, hazle caso al Rey; él sabe lo que es bueno…”.Los acontecimientos que sacudieron Túnez, Libia y Egipto pusieron muy nerviosos a cientos de accionistas, propietarios, directivos y altos cargos corporativos ante la posibilidad de que la producción o, peor aún, la seguridad de las instalaciones industriales relocalizadas en aquellos lugares se vieran afectadas. La frase de este alto ejecutivo, por simple que parezca, resume bien el dilema al que también se enfrentan millones de personas en sus lugares de residencia desde Casablanca hasta Damasco: elegir entre la autoridad constituida, viciada o impotente; o una alternativa que apenas se vislumbra. Pero esta alternativa se plantea estrictamente en el plano material, al menos al principio. El pobre hombre que se prendió fuego a sí mismo en Túnez, desencadenando la tormenta, no aspiraba a nada más que trabajar, lo suficiente para alimentar a su familia. Este suicidio es un acto poco usual, y pone de relieve el grado de deterioro personal al que llegan los millones de individuos que malviven en esas tierras. Trabajo, dinero, servicios y eso es todo. La mayor parte de los marroquíes, egipcios o tunecinos no piden nada que no sea una adecuada traslación a la realidad de lo que ellos sienten que es verdad en el mundo simbólico. De ahí que podamos considerar esta crisis como un mecanismo de escape de carácter material. Es fácil distinguir esta reacción de una mera aspiración democrática que, por otra parte, no existe, más allá de minúsculas minorías, en el mundo islámico. No es un espacio en fase de democratización, como habitualmente se cree; sino un mundo en busca de progreso económico. Desde esta perspectiva las revueltas han sido movimientos revolucionarios tradicionales, sin más. Este hecho debería hacer que Occidente por su lado y los regímenes locales por otro abordasen la democratización no tanto como un bien o una amenaza, depende del enfoque; sino como una opción en el primer caso a medio plazo y un hecho poco relevante en el segundo.
El mundo musulmán es, por otro lado, uno de los perdedores de la globalización. Aunque tanto en Occidente como fuera de él se ha consolidado un discurso triunfalista que prevé un gran cambio histórico, el fin de la preponderancia de Occidente y el triunfo de las grandes potencias emergentes; debe recordarse que los estados de religión musulmana son en general un fiasco, siendo poco frecuente su inclusión en el grupo de potenciales vencedores de esta supuesta batalla económica que librarían China, India y algunos otros estados de menor relevancia por cambiar la estructura política del planeta. Este discurso, sin embargo, entre revanchista y orgulloso, si influye en otro que lleva abriéndose camino desde hace varias décadas en el mundo de religión musulmana, el islamista. En líneas generales el cambio de paradigma histórico del que hablamos supondría el ascenso de China e India a grandes potencias, de Brasil y algún otro estado de menor relevancia al de potencias medias y, por consiguiente, al estancamiento de los EEUU y la crisis de Europa. Este resultado sería producto de la confluencia de variables occidentales internas: decadencia demográfica; crisis económica; decadencia productiva, baja formación de la masa trabajadora y menor participación porcentual en la riqueza mundial. Y de variables externas, como el crecimiento económico de China e India, el crecimiento demográfico del resto del mundo, la creciente productividad de la actividad industrial en los países emergentes y la abultada liquidez con la que China y en menor medida India pueden invertir, y cooptar, en el sistema financiero occidental. En la medida en que este discurso insiste en la crisis estructural de Occidente, con cierta mofa, además, de sus instituciones democráticas, que aparecen como poco eficientes para ganar esta batalla económica frente a las dictaduras rígidas o blandas que pueblan el tercer mundo; alimenta los argumentos islamistas, que también hacen hincapié en la crisis moral de Occidente y su debilidad crónica para enfrentarse a ellos. La mezcla explosiva de ambos discursos en un medio sensible al extremismo nacionalista y religioso debe considerarse como una de las razones de este conato revolucionario.
La tensión moral y/o espiritual
Adecuar la realidad a la fantasía. Esta podría ser la frase que resumiese la crisis del mundo árabe. Anécdota: un grupo de estudiantes se arremolinaba en la Universidad de Fez alrededor de un conferenciante, español. Deseosos de preguntar y sobre todo de ser escuchados. Entre los comentarios uno que resultó interesante. A saber, “somos estudiantes, estamos bien formados…esta es una universidad marroquí, no tenemos tiempo para tonterías como en Europa…”
Todas las sociedades desarrollan una idea de sí mismas que influye notablemente en su actitud colectiva, y a veces individual, ante el mundo circundante. España es un brillante ejemplo de esta virtud que a veces es una desgracia. Por supuesto esta es una capacidad que disfrutamos o padecemos todos los seres humanos por igual. Cuando esa percepción de uno mismo coincide con una corriente general o en cualquier caso poderosa de pensamiento se refuerza, para bien o para mal. De la combinación de las dos ideas descritas, el islamismo y, conviene darle un nombre, el antioccidentalismo displicente es posible desgranar algunas ideas interesantes que merecen atención. En ambos casos la representación política del planeta adquiere una forma precisa, como un enfrentamiento pacífico, pero no menos decisivo entre el mundo occidental, no solo EEUU; y las grandes economías emergentes, a cuya sombra se apuntan otros estados menores. La primera nota común, por tanto, es la visión de Occidente como un contrincante al que conviene batir. Como consecuencia de este consenso, en ambos casos se muestra recelo, cuando no desprecio por algunas de las instituciones que han configurado Occidente. Entre ellas, la democracia y la libertad individual. Tanto en una corriente como en otra resulta preocupante el sentido positivo que se concede al estado, a la existencia de un gobierno autoritario y a la relevancia que debe tener lo colectivo sobre lo individual. En ambos casos se entienden aquellas como debilidades que explican la decadencia de Occidente, y no fortalezas. El rechazo, por tanto, de la democracia resulta ser una consecuencia natural. No es percibida como estrictamente necesaria, ni siquiera como un hecho positivo, lastrado a ojos de muchos por la lucha partidista, la presión de grupos de interés y su cortoplacismo en la toma de decisiones. Las consecuencias morales de este pensamiento saltan a la vista, y las implicaciones estratégicas para el mundo occidental también, empeñado como está en transmitir unos valores que le son consustanciales y casi definen su naturaleza. De ahí a rechazar los aspectos culturales y religiosos vinculados con esa parte de la humanidad media poco; en todo caso ese espacio ya ha sido recorrido por el islamismo, que desde esta perspectiva no es otra cosa que una alternativa ideológica típicamente tercermundista, sin más.
En las sociedades musulmanas esta combinación ha creado un ambiente social de tremenda inestabilidad. Occidente es en definitiva la única referencia probada de desarrollo y bienestar. Al desacreditarla el individuo refuerza su identidad personal y disminuye su frustración. Pero se queda sin objetivo a alcanzar, sin referencia moral y política. Debe entonces buscarla en otros ámbitos, por ejemplo la tradición, convenientemente edulcorada por las numerosas organizaciones que nutren su ideología de ella, la mayoría con un contenido islamista de grado variable. Pero esta búsqueda no termina ni con las privaciones materiales, ni con la impaciencia, tan propia de sociedades jóvenes, que provoca el creerse cerca de un mundo mejor que no llega nunca. El mejor caldo de cultivo para una explosión de signo revolucionario.
La crisis política: conclusión.
Un ejecutivo a un académico un poco alarmista: “son como nosotros hace cuarenta años, solo quieren vivir mejor y llevar pantalones vaqueros…”. En Occidente también se confunden los deseos con la realidad. Las sociedades europeas de hace cuarenta años eran muy distintas de las sociedades musulmanas actuales. Pero si es cierto que desde Marruecos hasta Irán todos quieren vivir mejor, y algunos, no todos, llevar vaqueros. Esta es la razón fundamental que explica la crisis del estado.
Conviene recordar que el estado en los países en vías de desarrollo no es solo una estructura administrativa más o menos compleja que reparte recursos. El estado lo es todo, y fuera de él no existe prácticamente nada. Este hecho es el resultado de una actitud colectiva postcolonial, que ve en el estado la representación de la identidad nacional, el garante de la recuperación de la autoestima social y el instrumento para crecer económicamente sin las trabas propias de un sistema capitalista gestionado por entidades privadas. Ciertamente este tipo de estado, tiende a ser necesariamente autoritario y a concentrar un volumen de expectativas fuera de lo normal. Su fracaso sistemático mina su legitimidad, que normalmente solo está basada en su capacidad para reforzar la identidad nacional y ofrecer trabajo. Sea cual sea su estructura, incluso si se trata de una monarquía, la legitimidad del estado peligra desde el momento que las expectativas de los ciudadanos carecen sistemáticamente de respuesta. Los que piensen que Marruecos está a salvo de convulsiones se equivocan. La pregunta es cuando se producirán si no se modifican las condiciones de vida de amplias capas de la sociedad.
El fracaso de las revoluciones en curso está prácticamente asegurado desde una perspectiva reformista. Al carecer de alternativas (fuera del estado no hay nada, salvo la mezquita y no siempre) y al seguir proyectando sobre aquel expectativas poco realistas, las nuevas administraciones volverán a recorrer caminos similares a los ya recorridos hasta ahora: proyectar una economía de estado; restringir la libertad individual en favor de supuestos intereses colectivos; concentrar el gasto público en obras faraónicas y plantar cara a la oposición islamista, que es la única que tiene una idea clara de para que quiere controlar el aparato estatal.
La historia es, en todo caso, impredecible. Quizás Libia, como antes Iraq, marquen la diferencia. Pero no está claro que pueda ser así.