Por una revisión de las relaciones hispano-marroquíes

por Ángel Pérez, 5 de noviembre de 2003

El retraso, impuesto por Mohamed VI, de la reunión de alto nivel entre los gobiernos español y marroquí alegando la posición de España en la cuestión del Sahara debiera hacer reflexionar sobre la filosofía que subyace en la política española hacia el vecino alauí. La alegación de Marruecos tiene como único aspecto positivo el reconocimiento formal de que es la cuestión del Sahara la que de inmediato preocupa en Rabat. Más allá de esta comprobación debe reconocerse que hasta ahora Marruecos no ha propuesto una fórmula de acercamiento; no ha modificado su percepción de España y no realiza esfuerzos que permitan desbloquear otras diferencias. Se impone una modificación profunda de  la acción española en Marruecos que debe abandonar tópicos y ser más equilibrada. A saber, hay que abandonar la idea de que la cooperación económica y cultural contribuye en su estado actual  a mejorar las relaciones bilaterales; hay que someter esa cooperación a los intereses específicos de España y es necesario establecer un criterio estable a la hora de tratar asuntos con la administración marroquí. Esto significa que las posiciones españolas en torno a las aguas territoriales, Ceuta y Melilla, inmigración y formalidades en los contactos diplomáticos deben ser claras, y si es necesario, efectivas. Esto es, deben ser ejecutadas con o sin la aquiescencia de Rabat. Una política equilibrada y basada en convicciones sólidas debiera permitir evitar incidentes como el de isla Perejil, que exigieron el uso de la fuerza sin que la política posterior haya sido capaz de mantener el mismo nivel de exigencia.
 
La aproximación de Marruecos
 
Las exigencias de Marruecos cuando reclama de España un cambio de postura en torno a la cuestión del Sahara se realizan con la más absoluta desnudez, dando a entender que de no responder adecuadamente a esa petición las relaciones mutuas se resentirán. Es una actitud sorprendente que sin embargo, entre nuestros analistas, no sorprende. Es anormal por varias razones:

1.             Trasmite una agresividad difícilmente compatible con las formas diplomáticas.

2.             Se realiza con la amenaza velada de continuar o empeorar las relaciones bilaterales.

3.             Da por sentado que esas relaciones son un bien en si mismo valioso para España.

4.             No va acompañada de propuestas razonables, esto es, pretende recibir algo a cambio de nada.

 
En España no sorprenden porque analistas y simples observadores interpretan que esta es la forma normal de actuar del rey en Marruecos. Una creencia extendida, que sin embargo es falsa. Nada parecido se encuentra en las relaciones con Francia, con Estados Unidos o, incluso, con sus vecinos. Ésta es una fórmula empleada con España, que hasta ahora ha generado grandes éxitos, entre otros el abandono del Sahara Occidental en 1975, y que traduce un indisimulado desprecio por la capacidad, energía y convicciones de su vecino ibérico. Lejos de tratarse de un comportamiento consustancial al régimen es una prueba de su notable capacidad de adaptación a la realidad. Por otra parte, lo más grave de la situación es que tal forma de actuar ha sido inducida por España, donde la relación hispanomarroquí ha sido siempre objeto de una viva polémica. La debilidad con la que España ha defendido sus intereses en la zona, el paternalismo con el que se han gestionado los asuntos marroquíes y la aproximación de intelectuales y analistas a los problemas bilaterales desde posturas relativistas han generado una situación insostenible y de alto riesgo. La falta de respeto con el que se trata en Marruecos todo lo vinculado a España está en la base del incidente de Perejil. La reacción española fue adecuada, pero fue sorprendente incluso para los propios españoles. Tamaño despliegue de energía era del todo inusual. Una política débil crea riesgos, una política sólida, incluyendo una disuasión creíble del adversario si éste es violento, evita o disminuye esos riesgos. No parece que la administración española haya aprendido la lección.
 
El retraso de la reunión, la dejadez con la que Marruecos continúa tratando el problema de la inmigración, la falta de voluntad para poner en marcha las comisiones mixtas que deben estudiar esos problemas, incluyendo la división de aguas en Canarias viene a demostrar que a pesar de la acción de fuerza en Perejil, el apoyo norteamericano y el perfil activo de la diplomacia española en el conflicto iraquí, Marruecos sigue percibiendo a España como un estado inseguro en el ejercicio de su potencia política, económica y militar. Una actitud aprendida de la experiencia, pero enraizada en la percepción de la  historia reciente y no tan reciente de Marruecos. En España pocos saben que para muchos marroquíes, especialmente para aquellos con niveles medios de educación, la dominación musulmana de España es de facto la dominación marroquí de la península. El dislate puede parecer extraño. Pero alimenta la sed de autoestima de una nación acuciada por problemas de todo género. La idea de un pasado glorioso satisface a los más nacionalistas y permite tratar a España y los españoles como vecinos de superioridad discutible. La percepción del protectorado español refuerza este punto de vista. La idea de un país pobre, ocupante con dificultades del viejo protectorado, derrotado militarmente en Annual, incapaz de invertir en el territorio lo necesario para asegurar su desarrollo, desmedidamente orgulloso y denostado por los franceses está en la base de una percepción negativa de España, sus funcionarios y su cultura evidente, sobre todo, en el Marruecos francófono.  España es vista como un nuevo rico, con poco de lo que presumir y que, además, se permite el lujo de poner en duda la integridad del país. Poco importa que sea verdad o no. Por último las regiones más problemáticas del país fueron ocupadas por España. El Rif y el Sahara mantienen su pugna, y en ella, aunque desde aquí no se aprecie, juegan un papel interesante los vínculos, materiales o emocionales, con España. La liquidación de la lengua española del sistema educativo y administrativo, la arabización forzada y la sustitución de funcionarios locales por otros provenientes de regiones francófonas estuvieron en el origen de las revueltas de 1958 en el Rif y pretenden hoy ahogar la resistencia en el Sahara. Lo hispano es problemático. Y todo indica que lo seguirá siendo no sólo en el Sahara. Un recorrido por la región de Alhucemas o la provincia de Nador es suficiente para detectar síntomas preocupantes: la visón masiva de las televisiones españolas, la recepción de las cadenas de radio, los vínculos entre grupos musulmanes de Melilla y la región circundante, la recuperación de la figura de Abd-el-Krim el Jatabi, fundador de la república del Rif, cuya bandera no es ni mucho menos desconocida, no invitan, desde la óptica de Rabat, a la tranquilidad.
 
La contraprestación
 
Las relaciones bilaterales tienen hoy una estructura perversa, pero bien definida. Marruecos reclama y España apacigua. Marruecos reclama y niega cualquier contraprestación (reclama un derecho), España apacigua y enmudece la controversia. Finalmente el objeto de reclamación se convierte en un contencioso sobre el que no hay negociaciones. Marruecos ejecuta sus planes, por ejemplo la ocupación de espacios marítimos. La respuesta española, cuando la hay, es débil, casi siempre diplomática y siempre sin consecuencias. El caso paradigmático es el de las aguas territoriales. Aunque España considera la cuestión abierta, Marruecos la considera cerrada, ha fijado sus zonas económicas exclusivas, las líneas de base recta que marcan su mar interior y sus patrulleras se adentran en aguas en disputa, cuando no obviamente españolas, con frecuencia. España no ha fijado el límite de sus aguas, y debería hacerlo de forma unilateral. La administración marroquí debiera recibir un mensaje distinto, esencialmente disuasorio: si no se negocia, España procederá de todas formas. El mensaje actual es el contrario: si no se negocia, Marruecos ganará el tiempo necesario para consolidar sus intereses por la vía de hecho. La lección es fácil de aprender, intentó ejecutarse en Perejil y sus consecuencias están  a la vista.
 
El problema es estructural. La diplomacia marroquí ya no concibe una negociación con España que tenga como objetivo cerrar una cuestión de forma razonable. Y en España se acepta ese estado de cosas como natural. Cuando han surgido cuestiones no territoriales, es decir, inmigración o droga, el resultado de las conversaciones ha sido el mismo. La negociación como tal no existe. Y cuando se alcanza algún resultado formal no se cumple. La crítica de la posición española sobre el Sahara responde a este criterio. Marruecos está transmitiendo un mensaje claro, si no se modifica, todos los demás asuntos en cuestión sufrirán las consecuencias. Los últimos intentos de expulsión parcialmente frustrados de emigrantes ilegales marroquíes desde Ceuta y Melilla son una muestra evidente de esta situación. Es estrictamente necesario modificar la naturaleza de esta relación, a riesgo incluso de generar momentáneamente tensiones, que con toda seguridad se desvanecerán en poco tiempo. Las buenas relaciones vecinales no son un bien en si mismas sino benefician a ambas partes y los criterios que deben regir una negociación con Marruecos son los mismos que rigen un contacto parecido con cualquier otra nación. Las deferencias hacia Marruecos están fuera de lugar si no son correspondidas, comenzando por la costumbre de los presidentes de gobierno españoles de realizar su primer viaje al extranjero a Marruecos, algo que Mohamed VI, como Hassan II en su momento, o sus primeros ministros, nunca han considerado necesario en sentido contrario.
 
Modificar la estructura viciada de estas relaciones no será fácil. La propia naturaleza del régimen marroquí constituye un problema. El escaso grado de exigencia que el régimen detecta tampoco ayudará. Al contrario, Marruecos es loado como un estado en fase de democratización, por tanto moderado y fiable. La actitud de la comunidad internacional no impulsa los cambios que deben producirse y, de hecho, no se producen. Y tampoco incentiva la modernización  de la vida política y la actividad diplomática.
 
La cooperación
 
Una de las políticas que exigen, con respecto a Marruecos, una revisión profunda es la cooperación económica y cultural. Los gobiernos españoles han concebido estos programas como fórmulas de apaciguamiento. La idea base es convertir a Marruecos en un socio comercial y un receptor de ayuda, de tal forma que ambos hechos reduzcan la agresividad marroquí y aumenten el coste de una posible ruptura. El incidente Perejil es la prueba evidente de que tal objetivo ha fracasado. Pero lo cierto es que tal fracaso era palpable desde hacía años. Varios son los  errores de esta política:
 
·   Se obvia la naturaleza del régimen y por tanto su actitud hacia la cooperación española.
·   Su eficacia es discutible, especialmente en lo que concierne a la política cultural.
·   No se ha estudiado la posibilidad de obtener un retorno adicional, además del meramente político.
·   No beneficia prioritariamente a aquellos marroquíes y a aquellas regiones de Marruecos especialmente vinculadas a España.
 
La escasa comprensión de la naturaleza del régimen alauí constituye una constante en las relaciones entre ambos países. La política de cooperación también ha sido víctima de ella. Al plantear esa cooperación como instrumento de política exterior capaz de forzar a Marruecos a replantearse sus relaciones con España, se olvidó la escasa trascendencia que en un régimen personalista, nacionalista y escasamente democrático tienen argumentos de ese género. La vida y forma de tomar decisiones de Hassan II, como ahora la de Mohamed VI, hacen imposible apreciar la importancia que pudieran tener los programas de, por ejemplo, cooperación agrícola o las becas de estudios. Sencillamente son irrelevantes. Ningún miembro del gobierno, y menos el rey, va a responder ante los afectados. La pobreza es consustancial al régimen, como el analfabetismo. No es casualidad que a la muerte de Hasan II el 60% de la población cayera en una o ambas acepciones. El interés por corregir esos desequilibrios ha sido tradicionalmente pequeño. Por otra parte la política española en este campo no ha sido especialmente vistosa. Ni se ha financiado masivamente la educación ni los servicios sanitarios. La percepción de esa ayuda en Marruecos es poco trascendente, luego su desaparición también.
 
Este último aspecto exige tratar el problema de su eficiencia. Los colegios españoles en Marruecos son instituciones de prestigio razonable, pero son extremadamente caros, el reconocimiento público derivado de ellos es escaso, y su trascendencia en la presencia cultural española en la zona muy limitada, entre otras cosas porque no concentran más que un número simbólico de alumnos ( cuatro mil entre todos los centros españoles del país). Un ejemplo emblemático, entre otros posibles: las ochocientas mil personas que residen en el retropaís melillense, con localidades como Nador, Monte Arruit, Ben Tieb, Zeluan, Farhana, Quebdani, Beni Enzar, Taxdirt, Zaio o Segangan cuentan con un solo centro escolar español con capacidad para 400 personas. En una región donde la lengua española es mal que bien conocida y los vínculos con España fuertes no deja de ser paradójico. La administración marroquí no ha realizado ningún esfuerzo especial para incorporar la lengua y cultura españolas en su sistema educativo, tampoco en los antiguos territorios españoles. Al contrario, se han realizado denodados esfuerzos por eliminar cualquier vestigio de aquella presencia. Las poblaciones vinculadas históricamente con España continúan siendo las más pobres. Tampoco la cooperación económica se ha traducido en mejoras sustanciales. En la región citada tampoco hay un centro hospitalario español. La presión de esa población sobre las instalaciones sanitarias de Melilla es insostenible. No existe  una política de verdadera promoción y recuperación del español. Pues lo que se hace no beneficia a aquellos que lo necesitan, lo conocen o lo aprecian. La televisión ha suplido, mal que bien, esa ausencia. En la misma zona citada centenares de viviendas, poblaciones enteras de hecho, carecen de agua corriente o luz eléctrica, faltan caminos o carreteras, no hay vertederos controlados o desagües para aguas fecales, no existe atención para disminuidos físicos o psíquicos (hasta la construcción de la valla que separa Melilla de su entorno era normal el abandono de niños con deficiencias mentales en la frontera). La situación sanitaria consecuente es dramática. Todos los años hay epidemias de cólera a unos cientos de metros de la frontera española. Una situación que además supone un riesgo evidente para Melilla. El resumen no puede ser más desolador. Nadie sabe en que se gasta el dinero de la cooperación española. Si esta desaparece, nadie lo nota. Tampoco los españoles se benefician de esa cooperación. Aplicada con eficacia al retropaís melillense y ceutí favorecería la interconexión mutua, el equilibrio transfronterizo, limitaría los deseos de emigrar, aumentaría el conocimiento del español, con todas sus consecuencias económicas y, sencillamente, las buenas relaciones vecinales. En estas condiciones no es sorprendente que la cooperación española no haya influido nunca en las decisiones de política exterior marroquíes.
 
Conclusión: equilibrio y estabilidad
 
Los dos criterios que deben regir las relaciones bilaterales son el equilibrio y la estabilidad. El equilibrio supone esencialmente que ambas partes deben finalizar una negociación como ganadores. Por tanto ambas deben ofrecer algo a cambio de lo que exigen. La administración española está acostumbrada a no exigir más allá de la promesa de mantener buenas relaciones, que es exactamente lo que Marruecos está dispuesto a dar. Pero el equilibro exige concesiones de similar naturaleza. Ambas cesiones deben ser evaluadas económicamente. No se pueden intercambiar bienes intrascendentes. Si Marruecos desea un cambio de posición en la cuestión saharaui, algo virtualmente imposible por el momento, debe ofrecer algo a cambio que justifique semejante actitud.
 
La estabilidad supone tanto como la ausencia de altibajos. Utilizar la fuerza mañana y  ceder diplomáticamente después, o viceversa, es una excelente receta para la confrontación. La política así desarrollada se vuelve imprevisible, y es necesario que ambas partes sean capaces de prever al menos el comportamiento formal del otro. Algo que solo puede suceder tras un razonable proceso de aprendizaje mutuo. Las reacciones de la administración marroquí son producto de la costumbre, y no de la naturaleza de esa administración.
 
España debe establecer con realismo cuales son sus intereses y graduarlos de acuerdo con la relevancia que ostenten. La defensa de aquéllos debe responder a criterios de máximos, no de mínimos. Una graduación de intereses elemental los dividiría en tres grupos: negociables, no negociables y el Sahara. Son cuestiones innegociables la soberanía de Ceuta y Melilla, las Islas Canarias y los espacios marítimos, cuya delimitación debería realizarse de forma unilateral si es preciso. Son negociables, con matices diferentes, todas las demás. El Sahara merece un apartado especial porque cualquiera que sea la solución que se de al contencioso debe amparar de forma razonable los intereses de España. La mejor solución para España es sin duda la independencia, gradual o inmediata. Aceptar la incorporación a Marruecos del territorio en detrimento de los derechos del Frente Polisario es posible, con condiciones que por el momento no se dan. España debe, en definitiva, atender sus prioridades estratégicas  con o sin el agrado de Rabat.