Opciones hacia una guerra que parece inevitable

por Marta González Isidoro, 8 de marzo de 2012

La escalada de tensión en Siria y las reuniones de última hora en los diferentes Órganos de las Naciones Unidas para no llegar finalmente a ninguna conclusión efectiva, apaciguan, en cierto modo, el conflicto que la Comunidad Internacional mantiene con Irán por la evidente deriva de su programa nuclear hacia fines no civiles, y desvían la atención respecto de las maniobras que el régimen iraní intenta llevar a cabo para encontrar alternativas al sistema de sanciones impuesto por Estados Unidos y la Unión Europea. Aunque la respuesta de la Comunidad Internacional en todos estos años ha sido escéptica, y, a pesar de la cooperación, se aprecien diferencias y señales de desconfianza mutua, la Conferencia de Desarme que se celebra estos días en Ginebra pone de manifiesto el cansancio de todos los actores ante el fracaso de una política que ha apostado claramente por la vía de la negociación con un interlocutor nada dispuesto a participar en el juego diplomático. “Irán ha perdido la oportunidad para convencernos de que no busca la fabricación de un arma nuclear”, ha sentenciado la embajadora norteamericana, Laura Kennedy, en referencia a la última negativa de Teherán de permitir el acceso a las instalaciones nucleares a los inspectores de la OIEA, así como a que éstos se entrevistaran con expertos iraníes en la materia.

Irán, que sigue dando una de cal y muchas más de arena, al tiempo que cierra las puertas de sus instalaciones nucleares a los expertos – los que sí saben de qué va el asunto - abre las de sus estaciones espaciales a la prensa, mostrándoles las bondades de una tecnología altamente avanzada y de doble uso. Porque la misma tecnología de cohetes utilizada para enviar satélites a la órbita terrestre con fines metereológicos – como la sonda Navid, lanzada el 5 de febrero desde el Centro Espacial Alborz que ahora se enseña – puede ser reformada también para albergar ojivas intercontinentales.

La política agresiva que Irán viene practicando – en el plano interno y externo - desde el advenimiento de la Revolución Islámica en 1979, se ha agudizado con la llegada al poder de Mahmoud Ahmadineyad en 2005, y la crisis desatada tras su relección en junio de 2009 después de un proceso electoral fraudulento. Desde entonces, se aprecia claramente que Irán busca el enfrentamiento directo. Las maniobras militares en el Estrecho de Ormuz y la amenaza con bloquearlo al tráfico internacional, van en esa dirección. El régimen iraní necesita la guerra porque, más allá de la interpretación mesiánica que el chiismo hace de la realidad, el presidente Ahmadineyad la ve como una oportunidad para suprimir a su oposición nacional, a la que acusa de colaborar con Occidente. De igual modo, el sentimiento de peligro reforzaría la cohesión nacional en torno a un líder que no vive precisamente su mejor momento político. A la contestación popular por el deterioro de la economía y el incremento de la corrupción se une el rencor que suscita en la tradicional estructura teocrática del poder político, relegada por un régimen autoritario militar de corte más convencional.

Pero la opción militar para detener el programa nuclear de Irán es el último recurso de una Comunidad Internacional dividida, sumida en una profunda crisis económica y de valores, y desgastada por unos conflictos (Irak, Afganistán) enquistados en el tiempo y para los que no vislumbra posibilidad de resolución ni siquiera a largo plazo. Sólo Estados Unidos e Israel parecen entender que la Seguridad y la integridad regional e Internacional están seriamente amenazadas si, finalmente, Irán consigue ensamblar una bomba nuclear. Para ambos países, la existencia de un Irán nuclear es, simplemente, inaceptable. La estrategia conjunta llevada a cabo desde 2002 – presión política, operaciones encubiertas, contra-proliferación y sanciones – no sólo no ha frenado las aspiraciones nucleares de un régimen con pretensiones hegemónicas claras en la región, sino que ha avanzado hasta alcanzar casi lo que el ministro de defensa israelí, Ehud Barak, califica como zona de inmunidad, momento a partir del cual la posibilidad de revertir la situación será del todo imposible.

Lo ha dicho tajante también el viceprimer ministro, Moshe Yaalon: “con o sin ayuda de Estados Unidos, el programa nuclear de Irán debe ser detenido”. Israel contará, llegado el momento, con la ayuda – al menos tácita – de Estados Unidos, porque forma parte de la estrategia de seguridad conjunta pactada en 1967, poco antes del estallido de la Guerra de los Seis Días. 

Detenido y no eliminado. Esto es lo que marca realmente la diferencia entre el cómo y el cuándo. Porque las diferencias entre el ejecutivo israelí y parte de la comunidad de inteligencia son notables. Y las dudas, muy razonables. Algunos ex responsables de Inteligencia, como Meir Dagan, creen que Israel pagaría un precio muy alto en caso de liderar un ataque preventivo: al frente iraní habría que sumarle los ataques selectivos perpetrados desde Gaza – Hamas – y el Líbano – Hizbollah –, así como episodios violentos – incluso ataques terroristas – desde Cisjordania. Siria, por el momento, enfrascada en una guerra civil, no sería un problema. Aunque de un régimen también acorralado, como el de Bashar el-Asad, se podría esperar cualquier cosa.

Todo ello sin descuidar la posible reacción en contra de la población árabe-israelí. El ejecutivo, por su parte, piensa que este es el momento adecuado porque, agotadas ya todas las posibilidades de contención de la amenaza nuclear, y contando con el apoyo abierto – o tácito – de Estados Unidos, Israel tiene la capacidad de causar graves daños a las instalaciones nucleares iraníes – inteligencia y fuerza aérea - y una población autosugestionada a soportar con espíritu valiente el contaataque inevitable.

El 2 de marzo se celebraron elecciones al Parlamento iraní – Majlis – en un clima de tensión e incertidumbre. En lo que han sido probablemente los comicios más restringidos de la historia de la República Islámica, la posibilidad de un cambio de régimen desde dentro no parece, por el momento, muy cercana. La clara derrota de los partidarios del presidente Ahmadineyad - y con él las pretensiones de continuar su legado a través de Mashai – en favor de la corriente principalista, afín al líder supremo Alí Jamenei, demuestra la fortaleza de un sistema religioso y conservador profundamente arraigado en una población mayoritariamente hostil a Occidente y necesitada de una profunda reorientación de la política económica del país.

Ya tienen 10.000 centrifugadoras funcionando, han conseguido simplificar el proceso de enriquecimiento de uranio, cuentan con 5 toneladas de material fisible de grado bajo – suficiente, cuando se convierte en material de alta calidad, para fabricar 5 o´6 bombas – y con 175 libras de material de grado medio. Además, según la inteligencia israelí, el régimen iraní, junto con Hizbollah, habría dispersado unas 40 células durmientes en todo el mundo, listas para atacar Israel y objetivos judíos en caso de que se produjera un ataque preventivo. Sus científicos trabajan a contrarreloj dispersos por todo el país, pero, sobre todo, en la instalación de Fordo, cerca de la ciudad de Qom, en un búnker a 220 metros de profundidad. El objetivo es que, en nueve meses máximo, pueda estar listo el primer dispositivo. Una vez reducido a las  dimensiones necesarias, sería ensamblado a los Shahab-3, el misil capaz de alcanzar Tel Aviv. Ni éste ni ningún otro gobierno iraní va a renunciar al enriquecimiento de uranio, porque lo consideran un “asunto nacional” y un “derecho inalienable”.

Un ataque preventivo no eliminará los conocimientos científicos del proyecto. Descarrilará el programa, probablemente lo paralice, pero no lo destruirá. No intentarlo legitimará las aspiraciones hegemónicas de Irán y desestabilizará la región, al iniciar una carrera de armamentos no convencional y un enfrentamiento sin precedentes entre suníes y chiíes. Sin contar con el escenario poco halagüeño para el Estado de Israel.

La ineficacia y lentitud de la Comunidad Internacional para tomar las decisiones adecuadas y en el momento oportuno, ha obligado a que la responsabilidad final sobre el futuro de la región recaiga en los 14 miembros del Gabinete de Seguridad israelí. Un pequeño gran país acostumbrado a luchar por su supervivencia y ahora, también, incluso por la de sus enemigos.