Obama. Afganistán y otros problemas

por GEES, 7 de diciembre de 2009

 

Tras varios meses de espera, Obama ha parido un ratón. Su discurso del pasado martes 2 sobre la estrategia en Afganistán, ha dejado a todos descontentos. Desde luego eso es lo que pasa cuando se quiere quedar bien con todo el mundo a la vez. Nadie se lleva la tajada entera. Pero en este caso no se trata de una colección de pequeñas insatisfacciones repartidas por todo el espectro político, matizando un relativo contento general. La izquierda se siente traicionada, la derecha vendida.

Si Obama buscaba ante todo salvar sus índices de aprobación, que ya estaban en el filo del 50% y a punto de despeñarse por debajo de esa fatídica cifra, los resultados de las primeras encuestas realizadas después del acto de West Point le dan una media del 49'4%. El tironcito no ha sido hacia arriba, sino hacia abajo. Con razón algunos titulares proclaman que la magia de Obama se ha desvanecido. El que vive de ilusiones muere de desengaños. Sus partidarios empiezan a sentir la agonía. El hecho puede constituir un hito importante. Gobernar a golpe de discursos toca a su fin. Insistir en ello sería como tratar de izarse tirándose de los pelos. El Nobel le proporcionó un punto de ganancia. Con anterioridad, el solemne discurso sobre la reforma de la sanidad, en sesión conjunta de las dos cámaras, casi punto y medio. Ahora tiene por delante el gran cónclave climático de Copenhague y la aceptación del Nobel en Oslo. Ya puede dejar de pedir disculpas por su país y de presentarse como el redentor del mundo, porque eso, en casa, ya no vende. Sus heroísmos ecologistas, en medio del gran escándalo del Climategate, significan para sus conciudadanos más impuestos sobre la utilización de combustibles fósiles. Es lo último que necesita para precipitar la caída de su popularidad.

Lo último de momento, porque Afganistán se cierne sobre su futuro como un negro nubarrón. Tendrá muchas ocasiones de maldecir el haberse subido al carro de la hipocresía demócrata de proclamar santa esa guerra en contraste a la pecaminosa de Irak, que podía así ser denostada a placer, corroyendo la posición de Bush y de paso la de su país. No era cuestión de ardor justiciero. Sólo se trataba de no parecer débiles en temas de seguridad, pecado con el que los americanos son muy rigurosos. Zapatero se apuntó a lo mismo, no por el mucho más condescendiente electorado español, sino cara a los aliados. Su jubiloso seguidismo de Obama lo impulsa a huir hacia delante. Pero el presidente americano está empantanado. Tras estrujarse los sesos durante meses pensando en qué es lo que puede perjudicarle menos, se decide por mantenerse entre dos aguas. Su núcleo izquierdista, que no está para hacer paripés ante nadie y puede permitirse el lujo de una perfecta coherencia ideológica, se lo echa en cara abiertamente. No lo castigará votando a los aborrecidos republicanos, pero sí absteniéndose en las elecciones del medio mandato, justo dentro de un año. Si una vigorosa recuperación económica, con fuertes repercusiones en la disminución del paro no lo remedia, los demócratas pueden enfrentarse a una debacle en las cámaras.

La guerra va a depender cada vez más del apoyo del partido rival, que tendrá que elegir entre la fuerte tentación de pagarle con la moneda con la que él y los suyos mercadearon, agravándola todo lo posible, con la difícil situación en Irak, y la fidelidad a sus principios. La guerra de ahora es tan americana como la anterior, pero no es menos la guerra de Obama de lo que los demócratas decían que la de Mesopotamia lo era de Bush. Como poco los republicanos podrán, con razón, responsabilizarlo de todos los fracasos fruto de la incoherencia y las medias tintas.
 
 

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