Nuestro problema uzbeco

por Stephen Schwartz y William Kristol, 24 de mayo de 2005

El carácter del régimen de Karimov ya no puede ignorarse más en deferencia a la utilidad estratégica de Uzbekistán.
 
En las semanas posteriores al 11 de septiembre del 2001, mientras Washington se preparaba para una guerra difícil con el fin de eliminar a los talibanes de Afganistán, la vecina república ex soviética de Uzbekistán se convirtió en un aliado particularmente útil. De hecho, Uzbekistán fue el primer país en ofrecer asistencia militar a nuestro gobierno en la tarde del 11 de Septiembre, y posteriormente el Pentágono estableció una base allí. Después de que la batalla principal en Afganistán finalizase, continuamos trabajando con el régimen de Islam Karimov, incluso aunque continuaba siendo un dictador sin contemplaciones al estilo neosoviético. Hicimos poco por ayudar a promover la libertad política aquí. En realidad parecemos haber 'rendido' docenas de terroristas al gobierno de Karimov para ser interrogados, a pesar (o quizá debido a) su bien merecida reputación de brutalidad y tortura.
 
Pero el carácter del régimen de Karimov ya no puede ser ignorado en deferencia a la utilidad estratégica de Uzbekistán. Los Talibanes han sido derrotados, y, con la liberación de Irak, la naturaleza de la lucha global con la que la administración Bush está comprometida ya no se centra exclusivamente en la destrucción de reductos terroristas. Hoy, estamos comprometidos con un esfuerzo democratizador que reta a la tiranía junto con el terror como amenazas a la paz y a la libertad en todo el mundo. El régimen uzbeco, que fue parte de la solución en el 2001, es hoy, con su sangrienta represión de las protestas, parte del problema.
 
Un peligro en ciernes de la lucha contra los terroristas ha sido que los tiranos explotaran la amenaza del terror para ganarse la indulgencia o hasta el apoyo de Estados Unidos. Desde la familia real saudí hasta Vladimir Putin, pasando por el amigo uzbeco de Putin, Karimov, los hombres fuertes esperan ganarse la aceptación por parte de Washington de sus violentos hábitos de gobierno. Por supuesto, es cierto que Estados Unidos sí tiene que tratar (sobretodo) con los gobiernos que encuentra en el mundo. Pero no tenemos que hacer un guiño a sus malas obras. Al contrario, una estrategia más o menos coherente para la expansión de la libertad requerirá a menudo presionar y criticar a estos gobiernos. Y, dicho sea de paso, es a la libertad política, civil y económica a lo que aspira la mayor parte de los musulmanes de Asia Central. Exactamente igual que los ucranianos, los georgianos o los iraquíes.
 
Así pues, la tolerancia de la brutalidad de Karimov amenaza con socavar la exitosa e impresionante política exterior de esta administración. Desafortunadamente, las administraciones previas han permitido que los dictadores aprendan la lección de que la represión funciona. ¿El alto comando de Birmania ha pagado un gran precio por su brutalidad en Rangún en 1988, o [lo ha pagado] Beijing por su masacre de 1989?. Karimov quiere seguir su camino, en lugar de recorrer el camino de los ex dictadores de Ucrania o Kyrgyzstán. Pero dejar que la brutalidad se convierta en una estrategia ganadora difícilmente [redunda] en nuestro interés, o dejar que las masacres sucedan sin consecuencias para las relaciones de un régimen con Estados Unidos. Como alertó el Financial Times el pasado viernes en un agudo editorial, “si Karimov sobrevive a la crisis con su régimen autoritario intacto, los líderes antidemocráticos de todas partes verán que la brutalidad renta”.
 
Hace menos de dos semanas, Karimov dirigió a sus tropas a la ciudad uzbeca de Andijón, al este, donde el descontento económico había movido a protestar a la población local. Abrieron fuego en una convulsión de derramamiento de sangre oficial reminiscencia de la Plaza de Tiananmén. La cifra de muertos continúa sin confirmar, quizá inconfirmable, pero aparentemente supera los 500 e incluye mujeres y niños. Karimov y sus criados se han desecho en explicaciones de estas atrocidades con acusaciones de que los manifestantes de Andijón eran, o estaban inspirados por, islamistas radicales. Pero tales afirmaciones parecen ser propaganda embustera que, de continuar sin respuesta, podría minar el esfuerzo real e indispensable contra el islam radical.
 
La respuesta de la administración Bush a la matanza ha sido tibia, ofreciendo llamamientos a la contención por ambas partes. El fallo del presidente siquiera a mencionar a Uzbekistán en un importante discurso de política exterior en el International Republican Institute la semana pasada no son buenas noticias. Ni la ausencia de conversaciones acerca de utilizar la ayuda norteamericana como palanca sobre Karimov.
 
Uzbekistán tiene una herencia cultural y teológica islámicas distinguidas. Si tuviera un régimen responsable ante el pueblo, que permitiera el espíritu emprendedor y el pluralismo, se podría convertir en una fuerza a favor del progreso en otras tierras musulmanas. Como ejemplar de reforma con éxito, Uzbekistán sería un aliado bastante más valioso de lo que lo es hoy el feudo de Karimov.
 
El Presidente Bush debe liderar la presión internacional sobre Karimov para permitir que periodistas, empleados humanitarios legítimos e investigadores fiables viajen a Andijón y establezcan un veredicto acerca de los sucesos allí. Ese veredicto probablemente será duro con Karimov, y debería tener consecuencias para la ayuda norteamericana y el apoyo al régimen. Washington no puede cerrar los ojos ante las masacres en un país en el que se encuentran estacionadas tropas norteamericanas y que recibe asistencia norteamericana. Aquí, como en todas partes, debe reestablecerse el principio de vínculo entre comportamiento de un régimen y relaciones con Estados Unidos. Y de no ser en Uzbekistán, donde tenemos tanta influencia, ¿cuán seriamente se tomarán otros nuestras promesas y nuestras advertencias?