Muerte o resurrección de Occidente. De nuevo en la encrucijada de las ideas
por Marcos R. Pérez González, 28 de abril de 2008
Vivimos tiempos extraños, casi tanto o más que en la primera mitad del siglo XX, generador de las ideologías más destructivas que haya conocido el planeta en toda su historia. Quien creyera que aquellos malditos tiempos habían pasado a mejor gloria se engañan a sí mismos. Lejos de quedar definitivamente relegados a un olvido inevitable, los postulados que fundamentaron el auge del comunismo, el fascismo después y el nazismo algo más tarde, aparecen con toda claridad bajo nuevas formulaciones ideológicas, algunas de nuevo cuño y otras, como el islamismo, extraoccidentales en esencia, pero con pretensiones de globalizar sus presupuestos, uno de ellos por cierto, destruir occidente.
La batalla de las ideas comenzó antes del 11 de septiembre del 2001, aunque se ha hecho más perceptible desde entonces. Y curiosamente es en Europa donde se están manifestando con mayor crudeza los ejes principales que alimentan los nuevos movimientos sociales de protesta así como las estrategias políticas e ideológicas de algunas formaciones partidistas, en particular de izquierda o cercanas a ellas. La erosión del Estado de Derecho, el intervencionismo sobre las libertades del individuo, el desprestigio de la democracia como sistema político y el ataque a sus prácticas elementales, amén de otros factores como la deslegitimación de la conciencia religiosa y los valores a ella asociados, son ejemplos de los problemas que padece la sociedad europea occidental en la actualidad, generadora de una anomia que no es sino fuente y apoyo para la penetración de ideologías radicales.
Europa, de nuevo en el ojo del huracán
Es cierto, Europa vivió en la primera mitad del siglo XX algunos de los peores momentos de su historia, esto es innegable. Pese a ello, la segunda mitad del siglo pareció corregir en cierto modo los dislates cometidos durante la primera y segunda guerras mundiales así como el período de entreguerras. La guerra Fría constituyó tan sólo un pequeño paréntesis en los Estados que vivieron bajo el yugo soviético, pero el acomodo del liberalismo, tanto en el ámbito político como en el económico apenas parecía presagiar los problemas que comenzarían a aparecer antes de finalizar el que ha sido calificado como el siglo maldito por excelencia. En efecto, algunos cambios comenzaron a operarse en Europa en el ámbito de la protesta social así como en el ideario de algunas formaciones políticas. De éste modo, las nuevas ideas postmaterialistas, antiliberales y por qué no, también secularizadoras, se abrieron paso en el mercado de las ideologías en un momento en el que el amplio bienestar disfrutado por las sociedades europeas les impedía vislumbrar el peligro que supondría para su propia estabilidad y supervivencia, una erosión de los valores que hasta entonces habían permitido mantener cohesionada en cada país a sus ciudadanías. La percepción de la ausencia de algún peligro, alimentada por la frivolidad de algunos Gobiernos y las medidas que adoptaban e ideologías que asimilaban, como por ejemplo el multiculturalismo con toda su panacea del respeto cultural como valor que debería estar por encima incluso de la igualdad jurídica de los ciudadanos, no han hecho sino acelerar un proceso que, si bien no es irreversible, sí costará encauzar de nuevo en los próximos años.
En efecto, no es casualidad que Europa se haya convertido en el frente de batalla donde se libra en estos momentos el debate ideológico más importante de este siglo, al menos por el momento, y no lo es si tenemos en cuenta el gran arraigo que han tenido desde hace un siglo las ideas provenientes de la izquierda, la más radical, el comunismo y el socialismo y la rama más edulcorada como la socialdemócrata o la laborista en el ámbito anglosajón. Junto a ello, el absurdo debate en torno a la secularización que debería operarse, no en el Estado, sino en las sociedades europeas, ha constituido una nueva línea roja que se ha cruzado con demasiada facilidad por algunos Gobiernos, en la medida en que las decisiones adoptadas no han hecho sino erosionar de forma clara el sistema de valores de la ciudadanía o de una parte de ella. Además, también habría que añadir la propia debilidad geopolítica de Europa, frontera entre una civilización liberal y una antiliberal como es la islámica. Sin duda esto habría favorecido el debilitamiento de la democracia liberal en Europa, presa de una serie de incongruencias, la mayoría generadas en el interior de sus sociedades y castas políticas que bien por desprecio, como es el caso de la izquierda o bien por complejo y falta de convicciones, como ha sucedido en gran parte de la derecha, no han sabido o querido defender el único régimen que puede garantizar y lograr el mayor respeto a las libertades del individuo.
Europa se debate una vez más entre civilización y barbarie, entre el respeto al individuo, pieza clave en cualquier sociedad libre y la utopía de una unión comunal como paradigma de la izquierda, unión que no hace sino limitar las libertades de la persona en aras a la consecución de una mal definida igualdad, por lo general coartada inevitable para el recorte de libertades esenciales. Junto a ello, la discusión en torno a las ideas que deben fundamentar cualquier doctrina política que pretenda adaptarse a la compleja realidad que vivimos en estos momentos, acaban determinando el convulso panorama en el que se desenvuelve la política y las sociedades europeas.
Tal vez la cuestión clave gire en torno a las razones que han llevado a Europa a una degradación moral y política de estas características así como el recorrido seguido para ello, aspectos que podrían servir de base para explicar el proceso que ha tenido lugar así como las consecuencias de todo ello en orden al mantenimiento de la estabilidad o la generación de lo contrario, una inestabilidad que alimenta a su vez y promueve nuevas formas ideológicas carentes de arraigo en las sociedades europeas. Y quizás sea este el aspecto preocupante de una situación de cambio o acomodo social que ya se ha producido en otras etapas de la historia europea. El radicalismo de algunas de las ideas que atraviesan el débil tamiz ideológico de la sociedad europea es el aspecto que habría que considerar. En este sentido, el islamismo, por ser violento, antiliberal y antidemócrata y el radicalismo de izquierda, también antidemócrata, escondido bajo falsas apariencias progresistas, no dejan lugar a dudas en cuanto a sus intenciones, que no son otras que someter al individuo y sus libertades en favor de un proyecto colectivo que por lo general tan sólo es proclive a una alienación del ciudadano y una vulneración de sus derechos más elementales.
Europa parece estar sumida de nuevo en el ojo del huracán, como ya lo estuviera en las primeras décadas del siglo XX y ello como consecuencia del acomodo de las sociedades europeas y la mayor parte de las formaciones políticas a un corpus de ideas que han acabado por germinar como consecuencia del debilitamiento de las ideologías tradicionales, en particular el liberalismo. Ya sólo queda indagar en las razones de tal descomposición que se habría fraguado al albor de la aceptación de los nuevos valores que pretenden refundar el orden social y ético del viejo continente. Y entre esas ideologías el populismo, el postmaterialismo con su fuerte carga secularizadora, el relativismo cultural, el multiculturalismo y por último la aparición de movimientos sociales y religiosos que como el islamismo, son poco dados a la aceptación del orden liberal, serían algunos de los posibles presupuestos indicativos de la situación que se vive en estos momentos en Europa. A todo esto no puede ser ajeno el viraje de la izquierda europea, muy dada a la aceptación de estos postulados tras la desintegración de una ideología, el comunismo y el socialismo, que dejó de tener sentido en sus presupuestos originales tras la caída del telón de acero y la propia Unión Soviética.
Nuevos escenarios, escasos valores y pocas ideas
Con frecuencia suele atribuirse al proceso secularizador europeo como el detonante en la aparición de nuevos valores e ideologías que, carentes de tradición en las sociedades europeas han hecho su aparición arraigando con una facilidad y profundidad inusitadas. Si las ideologías más destructoras del pasado siglo echaron raíces en Europa a través de la violencia en todos sus ordenes, como pasó con el fascismo, comunismo y el nazismo, en el caso que nos ocupa, el escenario ha sido muy diferente siendo la bonanza económica y social europea el caldo de cultivo para la aparición en escena de estas ideologías, poseedoras de una fuerte carga destructiva. En efecto, las razones habrá que buscarlas en otra dimensión pues en un entorno democrático, con sus imperfecciones pero democrático al fin y al cabo, el uso de la fuerza está limitado y no parece razonable pensar que ha sido utilizado para imponer nuevas ideologías, valores, normas e incluso formas de pensar.
Ni siquiera esa pretendida secularización de la vida política e institucional con su reflejo en la social podríamos considerarlo como elemento esencial, en particular debido a la pervivencia de numerosos valores y normas morales de origen religioso que, anclados en el sentir social, constituyen una barrera difícilmente franqueable. Cuando se franquea es debido a la fragilidad de los poderes públicos o a la implementación de políticas públicas que persiguen precisamente ese objetivo. La simple evolución social es incapaz de explicar de por sí este fenómeno.
Tal vez sea la pérdida de su legitimidad histórica tradicional, basada en el hecho religioso, lo que haya transformado la política europea de los últimos dos siglos en una singular mezcolanza de secularismo torpe y vagas ideas, muchas veces contradictorias entre sí. Sólo de esta forma podría entenderse la evolución sufrida por las sociedades europeas, sociedades donde la tradición cristiana predominante ha experimentado una importante pérdida en su importancia institucional y su efecto social[1]. Pero dicha pérdida de importancia no debería incidir en la pervivencia de valores comunes a las sociedades europeas, aún vigentes y fuertemente arraigados y sólo puestos en duda por los clásicos grupos antisistema. La pérdida de importancia de la religión desde el punto de vista institucional no tendría su correlato en la destrucción de unos valores éticos de base religiosa que están más vigentes que nunca. La anomia moral que se despliega en Europa con fuerza no es resultado pues de un simple proceso de secularización iniciado hace varios siglos bajo el prisma de la separación de poderes entre las instituciones políticas y religiosas.
De éste modo, con ser el detonante, habría que considerar otros elementos como son la aparición de nuevas ideologías además de un apoyo institucional claro en la destrucción de los valores tradicionales que hasta ahora habían fundamentado la cohesión de las sociedades europeas y el orden moral consiguiente. Y es en éste ámbito en el que entra en juego la aceptación de nuevas orientaciones por parte del espectro ideológico tradicional en Europa en el último siglo, en particular la izquierda, aunque la ideología conservadora no está exenta de la influencia de estos nuevos postulados, en particular el multiculturalismo así como ciertas ideas postmaterialistas como el feminismo, el ecologismo e incluso el ideal solidario como presupuesto ético de la actividad política. Quizás haya sido el individualismo uno de los aspectos más denostados del liberalismo imperante en Europa hasta ahora y ello porque ha sido considerado como eje esencial en el fundamento del capitalismo por parte de la izquierda y como un sistema corrosivo de creencias[2] por parte de la derecha. Nada más lejos de la realidad, el individualismo también ha acabado sucumbiendo a los nuevos postulados políticos e ideológicos así como las normas y valores éticos asociados a ellos.
Si admitimos el proceso de secularización europeo como el primer paso dado en la desmembración de las ideologías tradicionales y los valores a ellas asociados, inmediatamente hay que considerar la actuación de los partidos políticos, instituciones y grupos de presión de todo tipo como los artífices en su materialización. Ejemplos hay bastantes en esta Europa muy dada al intervencionismo sobre el individuo, toda vez que se considera a este como un incapaz para manejarse por sí mismo en el seno de la sociedad. Desde la política de laicización de la enseñanza en Francia con su correlato en las disposiciones que determinan que simbología religiosa puede mostrarse y cual no hasta las más desvergonzadas actuaciones de las instituciones holandesas en el tratamiento de la libertad de expresión, por lo general contrarias a la misma, como atestigua la reciente condena al exilio de la diputada Ayan Hirsi Ali, Europa es todo un corolario de incorrecciones políticas, en ámbitos que atañen única y exclusivamente a la privacidad del individuo. España sería otro ejemplo de esa intervención sobre el individuo que pretendería incluso marcar sus orientaciones éticas, como así ha puesto de relieve el debate sobre la introducción de una asignatura polémica en el sistema educativo como es educación para la ciudadanía.
Pero al margen de esa secularización de las sociedades europeas, la aparición de nuevas ideas postmaterialistas también habría incidido de manera importante en la consideración de nuevos valores con una fuerte carga destructiva. La importación de ideas populistas no haría si no socavar de forma continua los tradicionales presupuestos del liberalismo como doctrina política. No hace falta indagar mucho en la práctica para comprobar de qué valores se alimenta un movimiento ideológico, político y social que ha tenido consecuencias desastrosas en zonas como hispanoamérica[3].
A su vez, el multiculturalismo, con toda su carga de relativismo moral habría causado efectos igualmente desastrosos al anteponer las diferencias culturales a la igualdad jurídica de los ciudadanos en un Estado de derecho, promoviendo la quiebra del mismo[4]. Pero entre todos estos valores, quizás sean los correspondientes a las nuevas formas de relativismo moral que impregna esa ideología posmoderna en que se ha convertido la izquierda europea, uno de los anclajes del cambio en las ideologías y valores tradicionales de las sociedades del viejo continente. La adaptación de la acción política a estas nuevas formas culturales, muchas de ellas generadas desde pequeños grupos antisistema, con frecuencia son respaldados desde las instituciones, generando una fractura social de consecuencias incalculables. Si a ello sumamos aquellos grupos sociales, que como los islamistas, repudian la cultura, ideologías y tradiciones occidentales por ser contrarias a los presupuestos y fundamentos de una determinada concepción de la religión islámica, como es la suya, radical y violenta en esencia, el panorama no resulta nada halagüeño, como atestigua lo que algunos analistas han calificado como las dos guerras culturales de Europa y que en esencia se identifican con los secularistas radicales por un lado y con los islamistas de otro[5].
Junto a la aparición de estas nuevas ideologías habría que destacar un segundo aspecto también importante como es la creciente incidencia de los poderes públicos en ámbitos estrictamente sujetos a la privacidad del individuo. El creciente intervencionismo del Estado sobre el ciudadano no es fácilmente explicable si no se tiene en cuenta, además de esa fragilidad intrínseca del liberalismo para exponer su doctrina, en la propia coyuntura internacional, por lo general proclive a la generación de tendencias sociales que ponen en cuestión el orden político y económico imperante en estos momentos. Las críticas a los procesos de globalización sería el paradigma de los grupos antisistema, con toda la fuerte carga emocional en contra de una nación como Estados Unidos, por lo general identificada con el liberalismo así como con esa globalización tan denostada desde algunos círculos sociales. El antiamericanismo sería la seña de identidad de los antiliberales, pues ambas realidades estarían unidas en la conciencia colectiva de esos grupos antisistema.
Asociado a esa tendencia antiglobalizadora en las sociedades europeas aparecería el ideal solidario como paradigma de la acción política y junto a él, un cierto pacifismo trasnochado que pone en cuestión el orden político existente en el ámbito internacional así como el fundamento de algunas instituciones como Naciones Unidas. La incidencia que ello pueda tener en la política interna no es baladí así como la retroalimentación producida entre la sociedad y las nuevas ideas surgidas, pues si bien en un principio el detonante puede ser un cierto movimiento de protesta social, el hecho de aceptar esas tendencias desde una formación política acaba institucionalizando las mismas, formando parte finalmente de un proyecto político a corto y medio plazo. El problema surge cuando desde el ámbito político, o bien no se contrarrestan algunas de las ideas y valores generados por un determinado grupo social o defendidos por el mismo, siempre que sean contrarias a los principios que fundamentan el Estado de derecho, o lo que es más grave, cuando son los poderes públicos o partidos políticos los que patrocinan en cierto modo la aparición de esas ideas en un intento de aparecer como modeladores del cambio social, algo sencillamente intolerable en un Estado de derecho.
España sería un buen ejemplo de las nefastas consecuencias que una política de este tipo acaba engendrando en la ciudadanía, por lo general en clave de conflicto social, como muestran los virulentos ataques a la Iglesia católica y a los creyentes de esa religión, en un intento de los poderes públicos por patrocinar una suerte de laicismo que sobrepasa el mero carácter aconfesional del Estado, proclamado en la Constitución española de 1978.
Finalmente, la creciente oleada migratoria sería uno de los últimos eslabones en el germen de una nueva conciencia colectiva, proclive por lo general a la aceptación de la diferencia sin ninguna contrapartida por parte de las poblaciones inmigradas. El desarrollo de políticas multiculturales en un entorno con fuertes procesos migratorios ha favorecido la destrucción de viejas identidades y valores que en amplios sectores de la sociedad dejan de tener sentido. La aprobación de leyes excesivamente protectoras con el inmigrante sin pensar nunca en los derechos de la población de acogida es un buen ejemplo que se repite continuamente en todos los países europeos.
Sin duda una legislación garantista que sólo genera beneficios en el colectivo inmigrante, en particular el que ha entrado ilegalmente en el país de acogida. España es de nuevo un buen ejemplo de las malas políticas que se han generado tras la aceptación de postulados ideológicos, en este caso basados en la multicultura, que ha permitido el asentamiento de grandes núcleos de población foránea que en un entorno de recesión económica acabará generando bolsas de marginación en numerosas ciudades. Pero lo más grave no es eso sino las reivindicaciones culturales de algunos colectivos concretos que pretenden traspasar el umbral jurídicamente aceptable en un Estado de derecho para defender unos intereses y prácticas culturales que chocan con él. El fuerte desarrollo de ideologías como el islamismo acaban poniendo a prueba los resortes éticos y jurídicos de las sociedades de acogida.
Lamentablemente, las medidas que se adoptan suelen favorecer a los grupos radicales en vez de la sociedad de acogida, circunstancia que acaba poniendo en peligro su propia estabilidad, como ha ocurrido varias veces a lo largo de la historia en lugares diversos de la geografía del planeta. La política europea se estaría moviendo en un mar cenagoso al aceptar algunas cuestiones y planteamientos ideológicos que sencillamente serían intolerables en una sociedad mínimamente concienciada en torno a los principios que fundamentan el orden moral en un Estado de derecho, a saber, derechos fundamentales, respeto a la ley y respeto a la libertad del individuo para decidir por sí mismo. La incapacidad de algunos partidos políticos y de parte de la sociedad para apreciar el peligro que supone la aceptación de postulados ideológicos radicales y contrarios a esos principios estaría poniendo en cuarentena aspectos básicos en la construcción de las sociedades y cultura occidentales, como por el ejemplo el derecho a la libertad de expresión, marginado recientemente en algunos países europeos tras la publicación de unas viñetas satíricas sobre el profeta del Islam.
La política del avestruz o como ganar votos evitando enfrentamientos
A día de hoy a muchas formaciones políticas se les podría plantear una cuestión clave a la hora de juzgar el compromiso de estos partidos en la defensa de los principios éticos y jurídicos que han fundamentado la vida en sociedad en el viejo continente y que en cierto modo aún lo hacen. Recordemos que la aparición de las peores y más destructivas ideologías en el viejo continente, su ascenso e implantación en las sociedades europeas y su capacidad destructiva, puesta en práctica en la primera mitad del siglo XX, se hizo de espaldas o destruyendo no sólo las ideologías tradicionales sino incluso los principios éticos, algunos de ellos de base religiosa, que impregnaban la sociedad y la política europeas de aquel momento.
Comunismo, fascismo y nazismo comparten vínculos evidentes, además del desprecio al individuo como elemento base de las sociedades, el rechazo a la democracia parlamentaria como sistema político y la libertad y derechos fundamentales como presupuestos éticos de la acción política. Exactamente igual que el islamismo, que ya ha prendido con fuerza en el viejo continente como consecuencia de los fuertes procesos migratorios de población musulmana así como la debilidad extrema de los Estados e instituciones europeas para contener una ideología y una fuerza social que no duda en presionar sobre los poderes públicos cada vez que considera violentados sus principios éticos fundacionales. Y todo ello lo hace aprovechando los resortes jurídicos, el relativismo cultural imperante en Europa o los absurdos presupuestos del enfoque multicultural, contrarios al Estado de derecho.
Es casi un misterio comprobar la degradación moral de la izquierda europea en un momento en el que se requiere fortaleza para afrontar los grandes retos del siglo XXI si no fuera porque la explicación de esta situación está a la vuelta de la esquina. La crisis del socialismo europeo tras la caída del telón de acero, la aparición de ideologías postmaterialistas junto a los cambios sociales en el período de postguerra y las propias incongruencias de la propia ideología en sí, un vacío carente de sentido con la obsesión por el control del individuo y la sociedad en general como corolario del ataque permanente al que someten a las libertades del ciudadano, pueden explicar la amalgama de ideas inconexas en las que se dirime no ya la tercera o cuarta vía sino cualquier atisbo de renovación de una ideología que ha hecho del relativismo y el odio al liberalismo sus señas de identidad.
A ello habría que añadir lo que algunos analistas han denominado la destrucción del sentido de herencia, la alienación de su civilización por parte de muchos europeos, una sensación de que su cultura histórica no es algo por lo que valga la pena luchar[6]. Sin duda es esta una apreciación interesante en un momento en que Europa debate sin mucho acierto cual debe ser el rumbo ético y político que debe guiar los pasos de la mayor unión integrada del planeta. La última crisis con el mundo islámico a consecuencia de unas viñetas sobre el profeta del Islam publicadas por un diario danés no deja lugar a dudas. Desde las instituciones de la Unión no se dudó un instante en practicar ese relativismo característico de la nueva Europa al dar a entender al mundo islámico que la apreciación del periodista danés no definía el sentir mayoritario de los europeos.
Curiosamente a ningún ciudadano de la Unión se le preguntó que pensaba sobre este asunto. Anécdotas al margen, las concepciones geoestratégicas de la Unión Europea también son fiel reflejo de las contradicciones y la debilidad extrema que caracteriza al viejo continente.
El farragoso concepto de sentido de herencia elaborado por Daniel Pipes puede ser muy útil para entender el ámbito de la corrección política en el viejo continente, algo que afecta tanto a las formaciones de izquierda como a la autocalificada por sí misma como derecha liberal. Lo cierto es que no hay país europeo donde no se practique el culto a una idea excesivamente complaciente con el otro a expensas de la propia cultura y valores existentes en el propio país. Sí, es la autocomplacencia europea la que acabará con el orden moral de occidente, precisamente en el lugar donde éste tuvo su origen. El lamentable juego partidista no impide ni mucho menos comprobar la degradación moral de una clase política que evita arriesgar un proceso electoral a favor de la defensa de ciertos valores, esenciales para la pervivencia de occidente, el mayor espacio de libertad que existe en el planeta. Y es esa degradación moral de una parte de la clase política la que lleva aparejada igualmente la de las instituciones de gobierno y administración, no al servicio ya del ciudadano sino con una inquietante obsesión, la de controlar al individuo.
España vuelve a ser un ejemplo antológico de esta realidad, un Estado donde la izquierda ha adoptado definitivamente en su corpus ideológico toda esa amalgama de ideas postmaterialistas con su correlato en la acción política y en la legislativa. Recordemos el feminismo con toda la carga propagandística que conlleva y la conocida como Ley de igualdad, una coartada para intervenir en la capacidad de decisión de empresas y la organización de las administraciones. O la multicultural con la correosa normativa ejecutada con precisión por el último gobierno con las consabidas regularizaciones extraordinarias de inmigrantes. No olvidemos el relativismo moral que impregna leyes como las de educación o la inquietante reforma de la ley del aborto o la eutanasia, creando consejos de sabios o de bioética que tienen la desfachatez de decidir sobre la vida de una persona sin contar con su consentimiento. Sin duda una tiranía de la peor estirpe que no hace sino destruir de forma lenta pero inexorable lo más sagrado en la vida de una persona como es su libertad, su capacidad de decidir en definitiva.
Los grandes retos que se plantean en el futuro inmediato a Europa son evidentes, en particular en materia política y social. En el primer caso, parece obvio, la defensa de la democracia como sistema de gobierno y el Estado de derecho como marco donde ejercer la acción política y ciudadana. La segunda es algo más compleja en la medida en que abarca aspectos relacionados con los principios éticos que fundamentan la vida en sociedad. En cualquier caso parece evidente que la defensa de la libertad del individuo sería el principal objetivo que debería ser considerado.
La batalla de las ideas podría resumirse en estos dos aspectos. Y de la atención que se les preste también dependerá en cierto modo la supervivencia de Occidente tal y como lo conocemos hoy en día. La cuestión es saber si las formaciones políticas están dispuestas a defender estos conceptos de la misma manera en que lo hacen algunos ciudadanos de forma particular. ¿Están preparados esos partidos políticos para hacerlo? ¿Lo está la sociedad europea en estos momentos? ¿Existe una convicción clara en favor de su defensa? Cuestiones con una indudable carga moral, sin duda, pero esenciales para determinar con acierto si esas convicciones, en el caso de que existan, son las acertadas o no en la defensa de occidente y su cultura y valores.
A su vez no es menos importante considerar si esas ideologías postmaterialistas son las adecuadas para pilotar el proceso de cambio que ha iniciado la sociedad occidental para adaptarse a un entorno internacional cambiante y difuso como el actual. De su consideración o no dependerá en cierto modo el éxito del proceso. De momento, tan sólo han mostrado su efectiva carga destructora, algo que comienza a ser percibido por la sociedad occidental, aunque no en su conjunto. Y ahí radica precisamente la clave pues el retorno a los fundamentos ideológicos de lo que comúnmente se conoce como occidente, será sin lugar a dudas la mejor estrategia para enmarcar el proceso de cambio social y político en Europa. La sociedad y el individuo libres harán el resto.
Marcos R. Pérez González es un sociólogo analista internacional.
Notas
[1] S. Turner, B. La religión y la teoría social, una perspectiva materialista. Editorial fondo de cultura económica, 1997.
[2] Ibidem
[3] Podríamos considerar como rasgos del populismo un fuerte componente nacionalista con tintes antiamericanos, fomento del intervencionismo estatal en todos los órdenes de la vida pública, antiliberalismo, escaso respeto por la legalidad y predominio del clientelismo entre otros aspectos. En Malamud.C. Perón y su vigencia en los populismos latinoamericanos. Revista de Occidente, nº305, octubre 2006.
[4] Pérez González, M.R.: Etnicidad e integración social: perspectiva teórica y soluciones, Revista de pensamiento Volubilis, 12, (2005)
[5] Weigel, G. ·Las dos guerras culturales de Europa, Nueva revista de Política Cultura y Arte, 108, (2006), pp 64.
[6] Pipes, D. Las peliagudas opciones de Europa, colaboración nº1583, GEES, Grupo de estudios estratégicos. www.gees.es