Mi cautiverio afgano

por Phyllis Chesler, 2 de febrero de 2006

El 21 diciembre de 1961, al volver de Afganistán, besé el suelo del Aeropuerto Idlewild de Nueva York. Pesaba 40 Kg. y tenía hepatitis. Aunque pronto sería activa en los movimientos de derechos civiles americanos, de guerra anti Vietnam y feminista, lo que aprendí en Kabul me hizo inmune al romanticismo del Tercer Mundo que infectó a tantos radicales americanos. Como joven esposa en Afganistán, fui testigo exactamente de lo mal que las mujeres son tratadas en el mundo musulmán. Fui maltratada, también, pero sobreviví. Mi feminismo 'occidental' se forjó en el país más bonito y traicionero.
 
En 1962, cuando volví al Bard College, intenté contar a mis compañeros de clase lo importante que era que América tuviera tantas bibliotecas, tantas salas de cine, librerías, universidades, mujeres sin velo, libertad de movimiento por la calle, libertad para abandonar nuestra familia de origen si así lo elegimos, libertad de matrimonios concertados - y también de la poligamia. Esto significaba que tan imperfecta como América pueda ser, aún era la tierra de las oportunidades y de la 'búsqueda de la felicidad, la libertad y la vida'.
 
Mis amigos, y futuros periodistas, artistas, médicos, abogados intelectuales, sólo querían escuchar asombrosos cuentos de hadas de Hollywood, no la realidad. Querían saber cuántos criados tenía y si alguna vez conocí al rey. No tuve modo de transmitir el horror y la verdad.
 
Mis amigos americanos no podían y no querían comprender. Al igual que mis jóvenes compañeros de carrera hace tanto tiempo, los izquierdistas y los progresistas de hoy quieren continuar siendo ignorantes.
 
Mi despertar afgano comenzó en Nueva York en 1961, cuando me casé con mi novio de la universidad, Alí. Yo era una chica judía ortodoxa americana, él era un chico musulmán procedente de Afganistán que llevaba catorce años fuera de casa mientras estudiaba en centros privados de Europa y América.
 
Mi plan era conocer a la familia de Alí en Kabul, quedarme allí un mes o dos, estudiar 'Historia de las ideas' en la Sorbona durante un semestre y después volver al Bard College a terminar mi semestre final.
 
Cuando aterrizamos en Kabul, al menos treinta miembros de su familia estaban allí para recibirnos. Los funcionarios del aeropuerto me confiscaron sutilmente mi pasaporte americano. 'Sólo es una formalidad, nada de lo que preocuparse', me aseguró Alí. 'Te lo devolverán más tarde'. Nunca volví a ver ese pasaporte.
 
A mi llegada a Kabul, mi marido occidental simplemente se convirtió en otra persona. Durante dos años, en Estados Unidos, Alí y yo habíamos sido inseparables. Me acompañaba a mis clases. Hacíamos nuestras tareas juntos en la biblioteca. Hablábamos constantemente. En Afganistán todo cambió. Durante el día ya no éramos una pareja. Ya no me cogía la mano o me besaba en público. Apenas me hablaba. Sólo me buscaba por la noche. Me trataba como su padre y su hermano mayor trataban a sus esposas: con vergüenza molesta, frialdad y distancia.
 
Mi suegro, Amir, a quien tratábamos como 'Agha Jan' o 'Estimado Señor', era un importante empresario y un hombre excesivamente pulcro. En Afganistán, era un progresista. En su juventud, había apoyado a Amanaláh Jan (1919-29) que había destapado de golpe a las mujeres afganas, instituido los primeros sistemas educativo y sanitario del país, e introdujo los tranvías de estilo europeo en la capital. Sin embargo, Amir no quería una nuera americana o judía. Yo fui la rebelión desesperada de Alí. Fui la prueba viviente de que, durante catorce años, había estado viviendo en realidad el siglo XX.
 
Alí no me contó que su padre era polígamo hasta poco después de haber llegado a Kabul. Entonces me dijo que, 'en realidad', su padre tenía dos esposas. Había sido 'engañado' para casarse con la segunda mujer, de la que solamente tuvo dos hijos, explicaba Alí, 'lo que dice todo.
 
Es más como una criada de la familia'. La madre de Alí trataba tan mal a la segunda mujer, Fauzia, que Agha Jan la mudó por fin a su propia casa. Yo la visité y tomaría el té con Fauzia. Ella estaba agradecida por el gesto de respeto y la compañía.
 
Imagine mi sorpresa al descubrir que en realidad, Agha Jan tenía tres esposas. Esta realidad era una de las que Alí no discutía ni podía discutir. Sus hermanos y él culpaban a su madre del tercer matrimonio con Sultana, que ponía en peligro considerablemente su herencia; esto era un tema arriesgado y tabú. El tercer matrimonio no contaba porque contaba demasiado.
 
Agha Jan tenía sesenta y tantos años y medía metro ochenta de alto. Su pelo oscuro era grueso y sólo caneaba por los laterales. Tenía un bigote ancho y poblado, y ojos de terciopelo negro que hacían juego con sus zapatos italianos negros hechos a mano. Aunque vestía los tocados karakul de estilo afgano más caros y ostentosos, Agha Jan también llevaba trajes y corbatas de confección europea. Como musulmán devoto, ni bebía ni fumaba. Los hijos adultos y casados de Agha Jan, tanto a hombres como mujeres, realizaban una genuflexión inclinada al saludarle.
 
La actual casa de Agha Jan con su tercera esposa, Sultana, tenía una gran sala de estilo europeo en la que recibía a las visitas y cenaba. Normalmente comía sólo, en un salón adornado con gruesas alfombras persas y tapices de estilo europeo en terciopelo. Rozia, su hija de catorce años de su tercera esposa, le servía cada plato, entrando y saliendo de la sala como un criado. '
 
¿Cómo puede justificar la poligamia?', preguntaría a Alí. 'Es humillante, cruel e injusta para las esposas, las condenas al celibato sexual y a la soledad emocional a una edad muy temprana y para el resto de sus vidas. También crea peligrosas rivalidades entre los hermanos de distintas madres que tienen pleitos por sus herencias durante su vida'.
 
Cuando era de Oriente Medio, Alí decía: “No seas una tonta americana. Dices ser una pensadora, por Alá, siempre estás leyendo, y espero por tanto más comprensión y amplitud de miras de ti. La poligamia intenta dar a los hombres lo que necesitan para que traten a sus esposas e hijos de modo civilizado. En Occidente, los hombres son polígamos en serie. Dejan a sus primeras esposas y grupo de hijos sin mirar atrás. Aquí no tenemos esposas previas que abandonar, empobrecidas, y privadas de sus identidades sociales. Si es una buena esposa musulmana, acepta y obedece los deseos de su marido, él la apoyará por siempre, ella tendrá siempre a sus hijos cerca de ella, que es todo lo que importa a una mujer, su mundo continuará unido”.
 
Cuando era occidental, Ali diría, “nuestro país no está listo para las libertades personales. Ése es el motivo por el que soy necesario aquí, para ayudar a llevar al siglo XX a mis pobres paisanos. Es mi papel predestinado y necesito que me ayudes. No te vayas”.
 
En cuanto a taparse, mi marido occidental diría: “estáis demasiado inquietas con este maldito chadari1. Las mujeres afganas no son estúpidas. Dales tiempo. A su tiempo, probablemente adoptarán ropa más occidental y libre”. Pero el Alí oriental intentaba justificar la cubierta de otra manera. Dijo: “El país es polvoriento y a veces peligroso y una mujer está mejor protegida en muchos sentidos por el chadari. De todas formas, las mujeres del país no llevan chadaris cuando cultivan. Es en gran parte un fenómeno urbano y está muriendo de todos modos”. Esto no era verdad exactamente. Las campesinas afganas volvían la cara hacia la pared más cercana siempre que pasaba cerca un hombre que no fuera pariente. Tendían a cubrir sus cabezas y caras con sus ropas.
 
Vivimos con el hermano mayor de Alí, Abdaláh, su esposa Rabiah, y sus dos hijos, compartiendo todos casa con mi suegra Aishah, o “Bibi Jan” (Estimada Señora). Agha Jan no había vivido mucho con Bibi Jan.
 
Mi vida era similar a la de una mujer afgana de clase alta. Mi experiencia fue similar - pero mucho menos restringida que - la que afronta un creciente número de mujeres árabes y musulmanas hoy. En esta primera década del siglo XXI, las mujeres que viven en sociedades islámicas están siendo forzadas a volver en el tiempo, vueltas a tapar con el velo, vigiladas más estrechamente y castigadas más salvajemente de lo que lo eran en los 60. Dicho eso, nunca hubiera esperado que mi libertad y privacidad fueran tan recortadas.
 
En Afganistán, unos cuantos cientos de familias ricas vivían según los estándares europeos. Los demás viven de un estilo premoderno. Y ése es el modo en que el rey, su gobierno y los mulás querían seguir. Los diplomáticos occidentales no ajustaron sus políticas exteriores a cómo trataba Afganistán a sus mujeres. Incluso antes de que el relativismo multicultural entrase en escena, los diplomáticos occidentales no creían en “interferir”.
 
El Afganistán que conocí era una prisión, una monarquía feudal, rebosante de miedo, paranoia y esclavitud. Los particulares afganos eran encantadores, divertidos, humanos, tiernos, encantadoramente corteses, y a veces impresionantemente honestos. Pero su país era un bastión del analfabetismo, de la pobreza y de la enfermedad prevenible. Las mujeres eran objeto de miseria doméstica y psicológica bajo la forma de uniones concertadas, poligamia, embarazos forzados, chadari, esclavitud doméstica y, por supuesto, el purdah (reclusión de mujeres). Las mujeres llevaban vidas encerradas y sólo socializaban con otras mujeres. Si necesitaban ver a un médico, su marido consultaba a uno de ellos en lugar de ella. La mayoría de las mujeres apenas tenían educación.
 
En Kabul, conocí a otras esposas extranjeras a las que les encantaba tener criados, pero cuya libertad había sido socavada. Algunas esposas europeas que habían llegado a finales de los años 40 y comienzos de los 50 se habían convertido al islam y usaban La Cosa, como llamábamos al discreto chadari. Cada una había sido advertida, como yo, de que todo lo que hicieran se sabría, que había ojos por todas partes, y que sus acciones podrían poner en peligro a sus familias y a ellas mismas.
 
Los afganos desconfiaban de sus esposas extranjeras. Una vez, vi a un marido afgano explotar de ira cuando su esposa extranjera no sólo llevaba un traje de baño occidental a una fiesta - sino que realmente se tiraba a la piscina. Los hombres esperaban ser los únicos en nadar; sus mujeres servían para charlar y beber bebidas.
 
El concepto de privacidad es occidental. Cuando salía del cuarto de estar común para leer en silencio en mi propio dormitorio, todas las mujeres y niños me seguían. Preguntaban: “¿Estás triste?” Nadie pasaba tiempo solo. Hacerlo era un insulto a la familia. La idea de que una mujer pudiera ser una lectora ávida de libros y una pensadora era demasiado extranjera para comprenderse.
 
Como todos, Alí estaba bajo vigilancia permanente. Su carrera y sustento dependían de ser un hijo y un sujeto afgano obedientes. Cómo me tratara era crucial. Tenía que demostrar que su relación con las mujeres era tan afgana como la de cualquier otro hombre; quizás más, puesto que como extranjero, él había concertado su propio matrimonio.
 
Acerca de, y fuera de Kabul
 
Tras dos semanas maratonianas de beber té y comer pistachos, mi cortés sonrisa se me había pegado a la cara. No podía entender lo que decía la gente, estaba aburrida, quería salir por mi cuenta y ver Kabul, visitar los mercados y el museo, y ver las montañas más cercanas de cerca. Me encontraba bajo una forma muy educada de arresto domiciliario. “No se hace”, “la gente hablará”, “Dime lo que necesitas y yo te lo traigo”, eran algunas de las respuestas de Alí. Y por eso, empecé “a escaparme” de la casa a diario.
 
Nunca me puse las capuchas y los largos abrigos y guantes dejados para mí encima de los muebles del dormitorio. Respiraría hondo, saldría afuera, y caminaría a ritmo americano y enérgico. Siempre, una pariente o una criada salía corriendo detrás de mí, llevando los pañuelos. Sonreía, sacudía mi cabeza “no' y continuaba yéndome. Por supuesto, también era seguida por un Mercedes familiar a paso lento. El conductor gritaba: “Madame, por favor entre. Nos preocupa que se haga daño”.
 
A veces, caminaba más rápidamente, o cogía un autobús o un gaudí, un carro pintado tirado por un caballo. Los autobuses eran absolutamente coloridos excepto por dentro, mujeres completamente cubiertas sentadas aparte de los hombres. La primera vez que vi esto, me reí ruidosamente con incredulidad y nerviosismo. En cualquier caso, conforme las mujeres subían al autobús, los hombres empujaban y hacían observaciones con desprecio que no podía entender.
 
Mi familia tenía razón. Conocían su país. Descubierta y sola, parecía una mujer afgana “presuntuosa' y así era objetivo legítimo de silbidos, propuestas, interrogatorios interminables, empujones descarados. Los hombres se empujaban contra mí, me sacudían, se reían, bromeaban. Pero podría haber sido secuestrada y retenida por un rescate, llevada a una cueva, retenida durante días, violada y después devuelta.
 
Finalmente Alí explotó y me dijo que este mismo escenario le sucedió a la esposa de un ministro afgano que se había suicidado después. Tuve que ser metida en cintura. La hombría y el futuro de Alí dependían de esto. Un criado evitaba que saliera. La familia llamaría a Alí y él me llamaría para gritarme, amenazarme, rogarme o despreciarme.
 
Me presenté en la embajada americana, que estaba ubicada en la puerta de al lado. La embajada alquilaba la propiedad a mi suegro.
 
“Quiero ir a casa. Soy ciudadana americana”, dije.
 
“¿Donde está su pasaporte?”, me preguntaba el marine.
 
“Me lo quitaron cuando aterrizó el avión. Pero me dijeron que me lo devolverían”.
 
Todas las veces, los Marines me escoltaban a casa. Me dijeron que como “esposa de un nacional afgano”, ya no era ciudadana americana con derecho a la protección americana.
 
Ocasionalmente sí lograba llegar a hablar con los diplomáticos. No se escuchaba ni una sola voz extranjera protestando por la condición de las mujeres. A los medios occidentales no les importaba lo que se hicieran mutuamente los afganos, o lo que los hombres hacían a “sus” mujeres. Diplomáticos empapados de gin me decían que sería “inmoral” aleccionar a los afganos sobre su violencia tribal o su opresión de las mujeres; eran costumbres soberanas, sagradas, locales. Un diplomático americano lo dijo de esta manera: “No podemos imponer nuestros valores morales o culturales a esta gente. No podemos pedirles nada a propósito de su sistema de gobierno o de justicia, su trato de las mujeres, sus criados, sus cárceles. Son hombres muy sensibles, muy delicados, muy orgullosos, que resulta que poseen un trozo de tierra que es importante para nosotros. Si no tenemos cuidado, sus hijos aprenderán ruso o chino en lugar de inglés o alemán. Debe usted recordar que aquí somos invitados, no conquistadores”.
 
Estaba bajo arresto domiciliario en el siglo XX. No tenía ninguna libertad de movimiento, nada con lo que ocuparme. Se suponía que debía aceptar esto.
 
Ali sabía que me estaba perdiendo. Luchamos amargamente cada noche. ¿Intentaba dejarme embarazada para que tuviera que quedarme? Tenía miedo de irme a la cama. Su hermana mayor, Soraya, se ofreció a dormir conmigo en nuestro dormitorio - un acto de valor y amabilidad del que nunca me he olvidado. Debía saber lo que venía a continuación.
 
Sí, mi marido “me amaba” y deseaba protegerme, pero yo era, después de todo, una mujer, lo que significaba que él creía poseerme, y que su honor dependía de su capacidad de controlarme. Alí también estaba encerrado en una lucha de poder con su padre y con su cultura. Yo era el símbolo de su libertad e independencia, un recuerdo de su vida vivida aparte. Él no quería perder un símbolo tan valioso. Si me dejaba embarazada, tendría que quedarme. Su padre se vería forzado a no ponernos las cosas tan difíciles.
 
Mi fuga
 
Dediqué todo mi tiempo en vela a planear una fuga. Abandoné lo de la embajada americana. Dejé de confiar en Alí. Comencé a contactar con esposas extranjeras, la mayor parte de las cuales no me ayudarían o no podían ayudarme. Sólo podía conocer gente a través de Alí o a través de un pariente. No se me permitía hablar en privado con nadie. Todas las teterías eran sólo para hombres. No podía vagabundear y entablar conversación con un hombre.
 
Finalmente encontré a una esposa extranjera que acordó ayudarme. Era la segunda esposa del ex-alcalde de Kabul, alemana de nacimiento. Obtuvo un pasaporte falso para mí. Había escrito secretamente a mis padres. También les había llamado. Acordaron enviarme dinero a nombre de esta mujer. Ahora, sólo tenía que elegir un vuelo y reservar un asiento.
 
Y entonces me desmayé. Había contraído hepatitis. Supe más tarde que Bibi Jan había ordenado a los criados dejar de hervir mi agua. A algunos afganos les gusta al parecer el espectáculo de occidentales sucumbiendo a tales enfermedades; lo toman como prueba de “la debilidad extranjera”. Finalmente me llevaron al nuevo hospital y fui acompañada de al menos diez miembros de la familia. El doctor dijo:
 
“Querida, está usted muy enferma y tiene que salir de aquí. ¿Le dejarán? Si está usted lo bastante fuerte como para incorporarse y caminar un poco, suba a un avión y váyase a casa”.
 
 Me dio un par de gafas de sol de los asistentes de vuelo para esconder mis ojos ictéricos. Y me recetó intravenosas de vitaminas y alimentos. Envió una enfermera a la casa.
 
Y entonces, Bibi Jan intentó sacar la vía y estalló el infierno. Llamé a Agha Jan y le pedí que viniera. Él era el Amo del Universo en lo que respecta a su familia. Vino.
 
Primero, rezó “por mi recuperación”. Después pidió a todos que se fueran, tras lo cual me dio natillas a cucharadas. Era tierno conmigo; sólo después comprendí que podía permitírselo. Mi enfermedad y mi probable partida significaban que había ganado el combate contra Alí. Quizá tampoco quisiera una nuera americana muerta en sus manos. Y estaría feliz de verme marchar. Yo sólo significaba problemas para su familia, cualquier esposa extranjera lo sería, especialmente una que había intentado escapar tantas veces.
 
“Supe de tu pequeño plan con la mujer alemana”, dijo tranquilamente. “Creo que será mejor si te vas con nuestro sello en un pasaporte afgano que te he sacado. Te han concedido un visado de seis meses por “razones de salud”.
 
Y me lo dio en el acto. El pasaporte del Reino de Afganistán ha conservado su color anaranjado brillante. También me dio un billete de avión. “Te iremos a despedir. Es mejor así”.
 
Alí rabió y juró - y me suplicó que me quedase, pero permanecí firme.
 
Treinta parientes vinieron religiosamente a despedirme. Kabul estaba enterrada en la nieve. Tenía reserva en un vuelo de Aeroflot a Moscú. En el momento en que el avión despegó, una feroz alegría se apoderó de mí por la garganta y no me dejaría. Tenía ictericia y estaba embarazada. De haber descubierto esto Alí mientras estaba en Afganistán aún, nunca se me habría permitido marchar. Teniendo en cuenta mi condición médica, habría sido mi sentencia de muerte.
 
No fue la última que vería a Alí, no obstante. En 1979, tras la invasión soviética, Ali se escapó cruzando el paso de Jyber con Pakistán disfrazado como nómada. Desde 1980, él, su nueva esposa Jamila y sus dos niños, Iskandar y Leyla, han vivido cerca de mí en América. Extraña, pero felizmente, nos relacionamos como miembros de familia política.
 
Mi despertar feminista
 
Había experimentado el apartheid de sexo mucho antes de que los Talibanes llegaran a los titulares. Llegué a comprender que una vez que una mujer americana se casa con un musulmán y vive en un país musulmán, ella no es ciudadana de ningún país. Nunca más podría pensar románticamente en lugares o pueblos extranjeros del Tercer Mundo - o casarme.
 
Una vez que una mujer occidental se casa con un musulmán y vive con él en su tierra natal, deja de tener derecho a los derechos de los que disfrutó una vez. Sólo mercenarios militares pueden rescatarla. He oído desde entonces muchas historias sobre mujeres occidentales que se han casado con hombres musulmanes en Europa y América pero cuyos hijos fueron después secuestrados por sus padres y retenidos para siempre en países como Arabia Saudí2, Jordania, Egipto, Pakistán o Irán. A las madres no se les permite normalmente ningún contacto.
 
Hoy, las mujeres del mundo islámico son cada vez más presionadas en matrimonios concertados, forzadas a llevar velo, no se les permite votar, conducir, o viajar sin un acompañamiento masculino, trabajar en absoluto, o trabajar en espacios mixtos. Lo que es peor, muchas son mutiladas genitalmente en la infancia, y golpeadas rutinariamente como hijas, hermanas, o esposas; algunas son asesinadas por sus parientes masculinos en matanzas de honor, o lapidadas hasta morir por presuntas impropiedades sexuales o por ejercer la más leve independencia. Tales violaciones de los derechos humanos de las mujeres están ocurriendo cada vez más entre la comunidad musulmana en Europa y en Norteamérica.
 
Los occidentales no siempre comprenden que los hombres de Oriente Medio pueden mezclarse en Occidente con facilidad y continuar siendo de Oriente Medio en su interior. Pueden “pasar” por uno de nosotros pero, a su vuelta a casa, asumen su manera de ser original. Algunos pueden llamar esquizofrenia a esto; otros pueden ver esto como duplicidad. Desde el punto de vista de un musulmán, no es ni lo uno ni lo otro. Es simplemente Realpolitik personal. La transparencia y ausencia aparente de picardía que caracteriza a muchos occidentales nos hace parecer infantiles y estúpidas ante aquellos con personalidades culturales múltiples.
 
Una mujer no se atreve a olvidar tales lecciones - caso de que logre sobrevivir y escapar. Lo que me ocurrió en Afganistán también debe ser tomado como relato de alerta de lo que puede suceder cuando una piensa románticamente en el “primitivo” Oriente.
 
¿Creía realmente Alí que podría encajar en un estilo de vida medieval e islámico? ¿O que su familia me habría aceptado alguna vez como amor-novia judeo-americana?
 
Hay solamente dos respuestas posibles. O no pensaba, o me vio como mujer, lo que significa que no existí por derecho propio, que estaba destinada a complacerle y obedecerle y que no importaba realmente nada más. Él me ayudó ciertamente a dar forma a la feminista en que iba a convertirme.
 
Cuando volví a Estados Unidos, había pocas concentraciones feministas. Sin embargo, en el plazo de cinco años, me convertí en líder del nuevo movimiento feminista de América. En 1967 pasé a ser activa en la National Organization for Women, así como en diversos grupos y campañas feministas de sensibilización. En 1969 fui pionera en las clases de estudios de la mujer con créditos, cofundadas por Women in Psychology, y comencé a dar conferencias feministas.
 
También comencé el trabajo en mi primer libro, Las mujeres y la locura 3, que se convirtió en un texto feminista citado por doquier.
 
La experiencia de primera mano de la vida bajo el islam como una mujer cautiva en Kabul ha dado forma al tipo de feminista en que me convertí y he continuado siendo - una que no es multiculturalmente “correcto”. Viendo cómo interactuaban las mujeres con los hombres y después entre sí, aprendí lo increíblemente servil que pueden ser los pueblos oprimidos y lo mortales que pueden ser los oprimidos entre sí. Bibi Jan era cruel con sus criadas. Golpeaba a su anciana criada personal y humillaba verbalmente a nuestra ama de llaves joven y embarazada. Fue una observación que permaneció conmigo.
 
Mientras que el multiculturalismo ha llegado a ser cada vez más popular, nunca podría aceptar el relativismo cultural. En su lugar, lo que experimenté en Afganistán como mujer me enseñó la necesidad de aplicar un único estándar de derechos humanos, no uno adaptado a cada cultura. En 1971 - menos de una década después de mi cautiverio en Kabul - hablé de rescatar a las mujeres de Bangladesh violadas en masa durante la guerra de independencia de ese país de Pakistán. El sufrimiento de las mujeres en el tercer mundo no debería considerarse menos importante que los temas feministas que se tratan en Occidente. Por consiguiente, pedí una invasión de Bosnia mucho antes de que Washington hiciera algo, y pedí acciones militares similares en Ruanda, Afganistán y Sudán.
 
Estos últimos años, temo que el tumulto del “paz y amor” en Occidente ha rechazado entender cómo pone en peligro el islamismo los valores y vidas occidentales, empezando por nuestro compromiso con los derechos de la mujer y los derechos humanos. Los islamistas que están decapitando civiles, lapidando a mujeres hasta la muerte, encarcelando a disidentes musulmanes y volando civiles por los aires en todos los continentes se mueven ahora entre nosotros en Oriente y Occidente. Mientras que algunos líderes y grupos feministas han llegado a publicar las atrocidades contra las mujeres en el mundo islámico, no lo han vinculado a ninguna política exterior feminista. Los programas de estudios de la mujer deberían haber sido los primeros en hacer sonar las alarmas. No lo hacen. Más de cuatro décadas después de que fuera una prisionera virtual en Afganistán, me doy cuenta de lo lejos que debe ir el movimiento feminista occidental.  

 
El texto pertenece a La muerte del feminismo, por Phyllis Chesler © 2005, St. Martin's Press, LLC
 
La Dr. Phyllis Chesler es profesor emérito de Psicología y Estudios de a Mujer y psicoterapeuta. Ha dado conferencias y organizado campañas de derechos humanos, política, religiosas y legales en Estados Unidos, Canadá, Europa, Oriente Medio y Extremo Oriente. Es co-fundadora de la Association for Women in Psychology (1969), la Red de Saludo de la The National Women (1974) y es miembro del Women's Forum (197 -74). Ha escrito literalmente miles de artículos y escrito trece libros entre los que destacan La muerte del feminismo, Madres a juicio, Acerca de los hombres y El nuevo antisemitismo.  
 
Notas
 
1 El chadari también se conoce como el burqa', burka, cubierta utilizada por las mujeres afganas.
2 Ver, por ejemplo, “U.S. Department of State, Marriage to Saudis”, Middle East Quarterly, invierno 200 , págs. 74-81.