Más allá de Crimea

por Manuel Coma, 17 de marzo de 2014

Publicado en La Razón, 16 de marzo 2014
 
Putin ha violado una pila de acuerdos, tratados y normas de derecho internacional, pero los manifestantes ucranianos le han proporcionado algún que otro buen pretexto.

Todos los grandes imperios que del mundo han sido se han ido desintegrando, con pérdidas dolorosas para la metrópoli, incluidos ciudadanos que se quedaban fuera de su patria o que tenían que dejarlo todo para retornar a ella. Con su famosa “mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”, refiriéndose al hundimiento de la Unión Soviética, Putin se ha quejado amargamente de que al mayor imperio con continuidad territorial que ha existido en la historia del mundo le acaeciese el mismo destino que a todos sus predecesores. Desde sus orígenes medievales hasta Afganistán, Russia no ha parado de expandirse en todas direcciones, triturando a su paso gran número de pueblos, etnias y culturas. Desde Pedro el Grande (principios del XVIII) hasta la fallida aventura afgana, incluyendo el llamado Reino del Congreso, la Polonia del XIX, se ha extendido a razón de una Holanda por año. Esa expansión, también en el XIX, incluyó arrebatarle a otro gran imperio, el chino, que se llamaba a sí mismo “del centro”, se entiende que del mundo, 7.500.000 km2, una España y media, que los chinos siguen echando de menos y chinizan migratoriamente Siberia meridional.

Pero no es esa la prioridad de Putin, sino afirmar sobre Ucrania algo tan paso de moda y derecho como una esfera de influencia, y aprovechar las circunstancias para presionarla apoderándose de la pequeña Crimea, que hasta finales del XVIII perteneció a otro imperio desaparecido, el otomano, aunque siguió poblada mayoritariamente por tártaros musulmanes, afines a los turcos, hasta que fueron inundados por los rusos, que ahora constituyen una población de un 60% de rusoparlantes que Putin se propone liberar, en contra del 40% restante, que carecerán en el futuro de cualquier autonomía o privilegios lingüístico. Por supuesto, no le concede el mismo derecho de autodeterminación a los chechenios. Posiblemente Jruchev no le habría regalado en 1954 ese territorio a Ucrania, si hubiera podido imaginársela independiente. Era un detalle simbólico por, entre otras cosas, los terribles padecimientos infligidos a esa república soviética por Stalin, muerto el año anterior.
 
La integridad territorial de la nueva Ucrania fue garantizada por Rusia, Estados Unidos y el Reino Unido en 1994 por el Memoramdum de Budapest, a cambio de que Kiev entregase a Moscú todas las armas nucleares instaladas en su territorio. Es muy lógico preguntarse cómo se hubiera comportado ahora Putin si las hubiera conservado. La crisis actual viene a reforzar la idea del régimen islámico iraní, y de la tiranía norcoreana, de que si las tienes eres invulnerable, así pues, no se debe renunciar a ellas bajo ningún concepto.
 
Mientras tanto, toda la periferia de la inmensa Rusia, once husos horarios, se siente afectada por lo que sucede a orillas del mar Negro. Putin sigue diciendo que no renuncia a meter sus tropas en el Este de Ucrania, con el mismo pretexto, esencialmente falso y ciertamente indemostrado, con que lo ha hecho en Crimea: el maltrato a los rusófonos de la zona, a los que nacionaliza como rusos donando pródigamente pasaportes a todos los que acepten el regalo. Los putinólogos, profesión de gran éxito últimamente, cuentan con que el siguiente país sobre el que el señor del Kremlin ha puesto sus ojos –el anterior, recordémoslo, fue Georgia en el 2008, a la que le amputó dos provincias- es la pequeña Moldova, entre Ucrania y Rumanía, pero sus ambiciones y justificaciones inquietan a toda la periferia rusa y no sólo a la inmediata. Sus dos principales aliados en el magno proyecto de la Unión Eurasiática, que consagraría una gran esfera de influencia, el dictador Lukachenko, de Bielorrusia, y el gobernante perpetuo de Kazajstán, Nazarbaiev, en tiempos secretario del PC de la gran república centroasiática, han permanecido sonoramente mudos. Tampoco China, muy partidaria de apropiarse de mares internacionales adyacentes y aliada de Rusia en la negación de cualquier injerencia humanitaria y en otras empresas en las que sus intereses coinciden, le ha prestado el más mínimo apoyo a la iniciativa de Moscú.
 
Por el contrario, mostrando hasta qué punto Putin es expresión de su sociedad, los rusos han subido el índice de aprobación de su presidente por encima del 70%, desconocido en el mundo de las democracias, proporcionando así una alta rentabilidad interna a las acciones de intimidación y fuerza con tinte patriótico y mostrando la fuertes diferencias que subsisten entre Occidente y Rusia. Dos mundos que representan dos épocas y dos estadios civilizacionales. Europa y Estados Unidos ostentan los avances y endebleces de la posmodernidad y Rusia se recrea en la preservación de rasgos premodernos. Como todo el mundo, occidente tiende a incurrir en su propio etnocentrismo y creer que sus valores no pueden menos que ser compartidos por el resto del planeta. Esos clichés garantizan la incomprensión y los muchos errores de cálculo que se vienen cometiendo a lo largo de esta crisis. En último término, probablemente, por parte de Putin. De momento, de nuestra parte.