Mariano I el Abstencionista

por Rafael L. Bardají, 4 de mayo de 2017

De una raza históricamente considerada aguerrida y valiente, España ha pasado a ser un pueblo de desinteresados, comodones y hasta de cobardes. Porque, esa es la realidad, disfrazar la realidad para no tener que enfrentarse a ella es, al final, una cobardía.

Tal vez el rasgo más esencial de Mariano Rajoy sea su continuado abstencionismo. Da igual la faceta de su gobierno, siempre está ahí. Hay una votación en la UNESCO que niega cualquier relación histórica entre el pueblo judío e Israel, y ¿qué hace el Ministerio de Exteriores del presidente Rajoy? Ni apoya ni rechaza, se abstiene. Estalla el mayor escándalo de corrupción en la joya de la corona del PP, Madrid, y ¿qué hace nuestro presidente?

Delega en otros para que lidien con el problema y hace como que mira para otro lado mientras prosigue en su gira por las Américas. Si es un lío, que sean otros a quienes toque resolverlo. Puede que La Moncloa y Génova quieran vender la dejadez del gobierno ante el problema catalán como una estrategia sofisticada e inteligente, pero se explica mucho mejor por algo más simple: miedo al enfrentamiento y dejadez. Manos arriba, como en el programa de Chicote, nada de en la masa.

¿Pero es Rajoy y su actitud ante la vida un asunto pasajero, ligado a su personalidad, o, por contra, un rasgo ya perenne de nuestra identidad nacional? Hay sociólogos de sobra –y alguno muy bueno- que nos describen al detalle cómo hace 50 años era imposible, por poner un ejemplo, pensar en no cumplir con el matrimonio eclesiástico para formar una familia y cómo hoy, hasta los matrimonios civiles caen en picado.

Por no hablar de la urbanización y el consumo y todo lo que de cambios sociales conllevan. Lo que ya no explican con igual precisión es el cambio cultural y moral que también se produce vertiginosamente en España. Dicho de otra manera, la crisis de valores y el profundo vacío moral que se abre ante nosotros. Y que en buena parte explica la aceptación o satisfacción con nuestros actuales dirigentes políticos y el rechazo de aquellos que han osado intentar otra cosa.

Es verdad que la crisis cultural y moral en España se solapa con la profunda crisis que afecta a Europa, donde una sociedad consumista, hedonista y caprichosa se ha olvidado de los sufrimientos y esfuerzos de la generación precedente que la hizo posible. Es más, Europa es la expresión de la crisis de eso que tradicionalmente hemos llamado el mundo occidental.

No hay más que ver la película producida por el hoy asesor especial del Presidente Trump, Steve Bannon, Generation Zero (gratis en YouTube, dicho sea de paso), para comprobar cómo y por qué la generación de los baby boomers fue consentida y malcriada hasta convertirse en un fuerza de irresponsabilidad, despreocupación e insolidaridad. El yo, lo mío y el ahora desplazó por completo las nociones de esfuerzo y recompensa, sacrificio y logros, trabajo y reconocimiento. Aún peor, en Europa y, sobre todo, en España: ¿Para qué trabajar si el Estado me mantiene? ¿Para qué esforzarme en aprender, si paso sin aprobar? ¿Para qué creer si eso implica responsabilidad?

Hoy, hay más fieles rezando en mezquitas los viernes que católicos los domingos en las iglesias. ¿Es un problema? Para mí, sin dudarlo. Y gravísimo. Nunca hasta hora se ha dado una civilización sin vinculación a una religión, una civilización enteramente laica. Precisamente por eso el Islam es hoy una fuerza pujante, a pesar de que la falte el espíritu científico-técnico y el talante emprendedor de nuestra sociedad, y el Cristianismo una religión en decadencia.

A Roma le sucede lo mismo que a España, que sus dirigentes prefieren el apaciguamiento a la confrontación, la dejadez a la intervención, la espera a la acción. Puede que algunos problemas los resuelva el tiempo, pero muchos, no. Su solución depende de las decisiones que se adopten en un momento determinado. Y si hay algo que comparte el actual papa Francisco, con Merkel, Hollande y Rajoy, es su inclinación a tomar medidas equivocadas que, en lugar de contribuir a resolver, agravan los problemas. Lo más fácil a modo de ejemplo es citar, en el caso de los políticos, la desastrosa política de brazos abiertos ante la emigración musulmana.

El mundo occidental, en tanto que expresión de unos valores comunes de responsabilidad individual, libertad y oportunidades, está siendo atacado por fuerzas externas y carcomida al mismo tiempo desde dentro en el mejor de los casos ante la pasividad de nuestros líderes, en el peor con su complicidad. Y en cuanto se alza un a voz en contra del actual estado de cosas, se forma un frente común para resistirse a cualquier mejora o cambio. Ahí está el alivio de la UE cuando Geert Wilders no triunfó en Holanda o ante la ventaja de Macron sobre Le Pen en las presidenciales francesas. Pero la UE se equivoca.

Está eligiendo el suicidio asistido que, aunque lento, no deja de llevarnos a la muerte. Sin ir más lejos, la demografía es destino y está claro que con el rumbo tomado por los miembros de la UE, Europa dejará de ser lo que era más pronto que tarde. En una entrevista hace ya algunos años, el historiador y experto en el Islam, el profesor Bernard Lewis, auguró que para final de este siglo Europa sería islámica. Se tomó entonces, 2004, como una exageración producto del shock de los atentados jihadistas, pero me gustaría que se lo preguntaran hoy a las miles de mujeres asaltadas en Alemania, Dinamarca, Suecia, Bélgica, Francia, Inglaterra o Noruega en los últimos años. A ver qué opinan.

Dicen que la muerte siempre nos sorprende. Y tal vez no nos demos cuenta de la muerte de Europa por cómo llega. La UE se ha convertido en una máquina eutanásica; nuestros dirigentes, en un sedante adormecedor; y la jihad, violenta o silenciosa, en el veneno en nuestras venas. Mientras no queramos ver que sólo puede haber salvación rompiendo la baraja, estaremos aceptando nuestro fatal destino como algo inevitable. Claro, que como diría Mariano Rajoy, luchar contra eso es un lío.