Mao: Timonel del infierno

por Max Boot, 10 de mayo de 2006

(Del libro Mao: The Unknown Story by Jung Chang and Jon Halliday
Knopf, 814 pp., $35. Publicado en Weekly Standard, 1 de mayo de 2006)
 
Mao Zedong lleva 30 años muerto, pero sigue proyectando su alargada sombra sobre el estado que fundó, la República Popular China. Tanto su cadáver como un gigantesco retrato suyo siguen ocupando un sitio de honor en la Plaza Tiananmen en el centro de Pekín. No es por accidente ya que los gobernantes de hoy aún derivan la legitimidad que poseen de esas instituciones creadas por el Gran Timonel. Hu Jintao es presidente, después de todo, no porque haya recibido los votos de la mayoría de los chinos sino porque ganó los votos de los miembros de la esfera de mayor influencia dentro del Partido Comunista.
 
Por supuesto que en muchas cosas, especialmente a nivel económico, la China de hoy se parece poco a la que Mao dejó en 1976. Pero, incluso cuando una filosofía pragmática del “leninismo de mercado” ha echado raíces, nunca ha habido repudio contra Mao. La línea oficial se ha quedado en 1981 tal como la diseñó Deng Xiaoping (que fue elevado a los altares del poder por Mao, purgado y luego rehabilitado) y que dice así: “Mao tuvo un 70% de aciertos y un 30% de errores”.
 
Imagínese el escándalo si un líder de la postguerra alemana hubiera dicho que Hitler “tuvo un 70% de aciertos y un 30% de errores”. O si el líder actual de Camboya dijese lo mismo de Pol Pot. Y a pesar de ser responsable del mayor número de muertes en tiempos de paz (unos 70 millones de personas), más que las de otros terribles monstruos del siglo XX, Mao, hasta hace poco, ha gozado de una posición distinta en la opinión de Occidente. Ponerse un pin o una camiseta de Mao es visto aún en ciertos sectores como algo divertidamente kitsch, de una manera tal que un tributo a Hitler o Stalin no lo sería nunca. Incluso hay un libro de negocios que se vende con gran éxito titulado “El pequeño Libro Rojo de las ventas”. Sin embargo, no se ponga a buscar aún “El Mein Kampf de la inversión”...
 
Claro que cada día se admite más y más que Mao fue responsable de inmenso sufrimiento y muerte. No obstante, de alguna manera, en la imaginación popular sigue siendo poseedor de una serie de virtudes: Un reformador agrario bien intencionado, un luchador antijaponés infatigable, el Gran Maestro, abstemio e incorruptible, un pensador progresista que trató de desechar los vestigios que quedaban del pasado feudal en China y un nacionalista pragmático que elevó a su país a nuevos niveles de poder y sólo buscó a la Unión Soviética después de ser desdeñado por Estados Unidos. La mayor parte de esa impresión fue creada por la propaganda comunista, haciendo uso de tontos útiles como Edgar Snow, autor de “Estrella roja sobre China”, el libro que en 1937 presentó a Mao en sociedad a escala mundial.
 
Jung Chang y su esposo, el británico Jon Halliday, han producido un éxito de ventas que busca destruir esos mitos de una vez y para siempre. Ella ha contado su propia historia anteriormente en el libro “Los cisnes salvajes” (1991), un éxito de ventas internacional en el que narraba las vivencias de su familia durante la tumultuosa historia china del siglo XX. Habiendo sobrevivido a la locura del Gran Salto Adelante y a la Revolución Cultural (cuando ella perteneció por poco tiempo a la Guardia Roja), Chang escapó a Gran Bretaña en 1978 a los 26 años. “Mao: La historia desconocida” es su mordaz acusación contra el hombre que la atormentó junto a un número incalculable de conciudadanos chinos. Aunque está publicitada como un trabajo desapasionado de historia, en realidad es una denuncia que sale del alma y que tiene más en común con el “Archipiélago de Gulag” de Alexander Solzhenitsyn (como apunta Arthur Waldron) que con el “Gulag” de Anne Applebaum.
 
Los temas principales están establecidos al principio de la narrativa. Mao nace en 1893, en una familia de campesinos de la provincia de Hunan pero contrario a lo que afirman sus acólitos, Chang y Halliday escriben: “El pasado campesino de Mao no lo imbuyó con idealismo para mejorar la suerte de los campesinos chinos”. Más bien, escriben en una declaración que resuena en todo el libro, “Lo que reside en el centro de la perspectiva de Mao es absoluto egoísmo y total irresponsabilidad”.
 
La clave de la opinión de Mao sobre el mundo puede encontrarse, afirman ellos, en un escrito de filosofía que escribió a los 24 años cuando era alumno en el invierno de 1917-18. El joven Mao decía: La gente como yo sólo tiene deber consigo mismo, no tenemos ninguna obligación con los demás... Sólo me interesa poder desarrollarme”. Combinado con este extremo solipsismo, había un deseo grandioso de transformar su país. Escribía: “China debe ser... destruída para luego rehacerla... La gente como yo anhela esa destrucción porque cuando se destruye el viejo universo, se forma uno nuevo. ¿No es mejor eso?” Los costes de semejante empresa radical eran desestimados: “La paz duradera es intolerable para los humanos y hay que crear oleadas de disturbios en ese estado de paz”. Ni siquiera la muerte era la gran cosa para Mao. (Al menos la muerte de los demás porque él siempre se encargó prolijamente de prolongar su propia existencia). “Los humanos están dotados de curiosidad. ¿Por qué habría que tratar a la muerte de forma distinta? ¿No queremos experimentar con cosas extrañas?”
 
Sin embargo, Chang y Halliday afirman que Mao no se afilió al Partido Comunista para convertir esas fantasías en realidad sino para simplemente conseguir un buen trabajo que no implicase ningún trabajo manual. En 1920, se le dio la tarea de dirigir una librería de literatura comunista en Changsha, capital de Hunan, fue un encargo de uno de los fundadores del Partido Comunista Chino. “Mao no era un ferviente partidario” escriben Chung y Halliday, se hizo comunista “buscando no un camino idealista o llevado por un convencimiento apasionado sino por estar en el lugar adecuado en el momento justo y porque le dieron un trabajo que le agradaba muchísimo”. No hay duda que hay algo de verdad en esto pero eso resta importancia a los verdaderos credos citados en páginas anteriores. Si no era quizá un marxista-leninista ortodoxo -Mao nunca mostró mucho interés en los clásicos de la literatura comunista - sin embargo sí estaba movido, al igual que otros tiranos y conquistadores, por un sentido de predestinación y un deseo de rehacer el mundo que iba más allá de la simple búsqueda de una vida relajada, tal y como a veces sugieren Chang y Halliday. De otra forma, se habría convertido en comerciante o en profesor universitario, no en un revolucionario profesional.
 
Sea cual fuese su motivación, Mao demostró ser un genio de la sublevación. Al igual que otros dictadores de éxito, lo primero que hizo como prioridad fue consolidar su autoridad dentro de sus propias filas aterrorizando a escépticos y rivales, reales o imaginarios. La primera purga a gran escala de Mao, que ocurrió en la provincia de Jiangxi a principios de los años 30, sentó las bases de su modelo. Según Chang y Halliday, se mató a más de 10.000 guardias rojos. Muchos de ellos fueron sometidos primero a horrendas torturas tales como meterles un alambre a través del pene y  suspenderlos de las orejas”, luego el torturador tiraba del alambre. Las esposas de los soldados que caían en desgracia no estaban exentas de tratamientos monstruosos: “Sus cuerpos, en especial sus vaginas, eran quemadas con mechas ardientes y sus pechos eran cortados con pequeños cuchillos”.
 
Fue sanguinario al tratar con camaradas comunistas, pero con los combatientes invasores japoneses, Mao se tiró para atrás. Aunque los numerosos detractores de Chiang Kai-shek le han recriminado desde siempre el no haber hecho más en combate contra los japoneses, Mao hizo muchísimo menos. La única vez que sus tropas se enfrentaron contra los japoneses, Chang y Halliday escriben, fue cuando los comandantes del Ejército Rojo desdeñaron sus órdenes. Además afirman que Mao colaboró activamente con la inteligencia japonesa para minar al enemigo mutuo, el Kuomintang. “Mao: La historia desconocida” hace añicos la persistente imagen de Mao como luchador nacionalista de guerrillas.
 
Otro pilar del culto a Mao queda reducido a polvo cuando los autores muestran lo dependiente que Mao era de la Unión Soviética desde el primer día. Los agentes de Moscú crearon el Partido Comunista chino, seleccionaron a sus líderes y lo apuntalaron gracias a una inyección de armas, dinero y consejeros. La opinión ortodoxa entre sinólogos occidentales de que la intransigencia americana llevó a Mao a los brazos de Stalin se revela como una combinación de quimera y desinformación comunista. En realidad, Chang y Halliday escriben, Mao ni siquiera quería que su gobierno fuese reconocido al principio por los “países capitalistas” porque temía que “el reconocimiento facilitara actividades subversivas por parte de Estados Unidos y Gran Bretaña”.
 
No obstante, uno de los grandes elementos de la mitología maoísta tiene que ver con la Larga Marcha, la travesía de 10.000 kilómetros que Mao lideró entre 1934 y 1935 desde el sureste de China, donde el Ejército Rojo estaba en peligro de ser aniquilado, para establecer enclaves seguros en el noroeste de China a lo largo de la frontera de Mongolia, controlada por los soviéticos. Chang y Halliday quieren mostrar que Mao no era un héroe. En lugar de marchar al lado de sus soldados, apuntan, la mayor parte del trayecto Mao fue llevado por porteadores en una litera de bambú cubierta con un toldo que lo protegía del sol y de la lluvia. No contentos con esos datos irrefutables, los autores insisten en que la Larga Marcha tuvo éxito solamente porque así lo quiso Chiang.  
 
¿Por qué permitiría el líder nacionalista que sus acérrimos enemigos escapasen? Chang y Halliday ofrecen 3 explicaciones, pero ninguna de ellas es completamente convincente. Primero, Chiang quería dejar ir a los rojos y así persuadir a Stalin para dejara que su hijo, estudiante en Rusia, volviese a China. Segundo, Chiang quería que los rojos se fueran de la “rica zona central de China... hacia un rincón más inhóspito y escasamente poblado donde pudiera encajonarlos”. Tercero, Chiang pensaba que los caudillos independientes a lo largo de la ruta de Mao “estarían tan asustados de que los rojos se asentaran en su territorio que permitirían entrar al ejército de Chiang para que así echaran fuera a los rojos”.  Para poner en práctica este enrevesado plan, escriben Chang y Halliday, Chiang limitó cuidadosamente sus ataques sobre los comunistas que se iban batiendo en retirada, dejándoles siempre abierta una ruta de escape.
 
Lo que Chang y Halliday describen como “una increíble red de intriga, engaño, faroles y más faroles” puede que en realidad explique la supervivencia de los comunistas. O puede tener algo que ver, según dicen los relatos convencionales, con el temple y la determinación del Ejército Rojo al igual que con la corrupción, incompetencia y desunión de sus enemigos. Chang y Halliday no ofrecen una prueba fehaciente del supuesto canje “Cambio rojos por mi hijo” de Chiang; “no era un ofrecimiento que se pudiese explicar en detalle” según apuntan y sin embargo admiten que no hay una interpretación que compita con la suya.
 
Esto revela algunos de los fallos del libro: Las pocas ganas de sopesar la evidencia histórica, el hacer declaraciones tajantes o el explicar el impacto de la suerte y el error de cálculo en la composición de los acontecimientos. “Mao: La historia desconocida” es, por decirlo suavemente, bastante conspiratorio. La mayor parte de los sucesos se remontan a planes secretos, principalmente de Mao. Sin duda alguna, la China de los años 30 y 40 estaba llena de hipocresía y de lealtades cambiantes, pero ¿es creíble atribuir 2 grandes momentos decisivos - el ataque japonés de 1937 a Shangai y la victoria roja en la Guerra Civil de 1945-1949 - completamente a las maquinaciones de agentes secretos sin tomar en consideración las más esenciales fuerzas históricas?
 
Esto es exactamente lo que Chang y Halliday hacen. Según ellos, el general del Kuomintang a cargo de las tropas en Shangai en 1937, Zhang Zhizhong, era un “supertopo” comunista que atacó a las fuerzas japonesas para meter a Japón en una guerra más grande contra China que impediría un ataque japonés a sus patrones soviéticos. Luego, mencionan a dos altos generales nacionalistas — Hu Tsung-nan y Wei Lihuang — como comunistas secretos que deliberadamente sacrificaron a sus ejércitos en 1947-1948 haciendo inevitable la derrota de los nacionalistas.
 
“Mao: La historia desconocida” se basa en una extensa investigación llevada a cabo durante más de una década e incluye cientos de entrevistas con cada uno de los colegas de Mao incluyendo al ex presidente Bush, el Dalai Lama y al actor Michael Caine (veterano de la Guerra de Corea). Mientras que Chang entrevistaba a los participantes chinos y de alguna manera conseguía acceso a archivos oficiales (no especifica cuáles eran), Halliday desenterró una buena cantidad de material fresco en Rusia y los países del ex bloque soviético. Su aparente diligencia hace imposible que rechacemos sus asombrosas afirmaciones pero también es difícil aceptarlas de buena fe. Muchos sinólogos se han quejado de que, en momentos decisivos, sus fuentes son deficientes, vagas o no están disponibles para su verificación por otros académicos. Es imposible decir si han desenterrado tesoros históricos no disponibles para los demás o si han aceptado rumores como hechos verídicos. Nos tendremos que guardar nuestra opinión y dejarle a otros académicos el trabajo de seguimiento de las anotaciones a pie de página, de contrastar los documentos que citan y de hablar con la gente que mencionan. Podría tomar años. Mientras tanto, nos quedamos con un durísimo retrato de Mao que, en gran parte, está sólidamente arraigado en los antecedentes históricos ya existentes.
 
Es innegable, por ejemplo, el impacto catastrófico del Gran Salto Adelante (1958-1961) que Chang y Halliday describen con toda justicia. El objetivo de Mao era convertir a China en una superpotencia económica y militar. Para lograr ese objetivo, sacó de los campos a masas enormes de campesinos y los llevó a fábricas poco eficientes y a granjas colectivas. También expropió sus alimentos y exportó una buena parte a la Unión Soviética a cambio de fábricas y armas. No quedaba suficiente para que la mayoría de chinos pudiera comer, las amas de casa de las ciudades en 1960 recibían menos calorías al día que los trabajadores esclavizados de Auschwitz. Incluso cuando estalló la hambruna masiva, Mao siguió regalando enormes cantidades de alimentos y dinero para aumentar su influencia entre los movimientos comunistas extranjeros. Según “Mao: La historia desconocida”, China donó más de su PIB en ayuda extranjera (un colosal 6,92% en 1973) que ningún otro país del mundo en la historia, yendo la mayor parte a países como Alemania del Este que era considerablemente más rica que la misma China.
 
El Gran Salto Adelante mató aproximadamente de 30 a 40 millones de personas, convirtiéndose en la peor hambruna de la historia. (Chang and Halliday dan una cifra exacta que es especiosa, “cerca de 38 millones de personas”, basándose en dudosos datos demográficos). Presumiblemente, Mao no se inmutaba antes todo el sufrimiento que causaba. “La muerte tiene sus beneficios” decía a altos oficiales en 1958, “Con los muertos se puede abonar la tierra”.
 
Esta actitud despreocupada era factible para Mao porque él sí estaba protegido contra todo sufrimiento. Vivía la vida de un emperador, protegido por su propia guardia pretoriana, se alojaba en docenas de enormes fincas totalmente acondicionadas con piscinas y refugios nucleares, disfrutaba de los libros, de la ópera y de otros placeres prohibidos para todos los demás, se atiborraba de manjares producidos sólo para él, viajaba en su propia flota de aviones, trenes, barcos y automóviles, sus necesidades eran atendidas por una inmensa plantilla de criados que incluían a atractivas “cantantes, bailarinas, enfermeras y sirvientas” que cumplían una doble función como concubinas.
 
La acumulación de esas depravaciones tan bien documentadas, una tras otra, tiene un efecto devastador. A pesar de todos sus errores, “Mao: La historia desconocida” logra desenmascarar a Mao mejor que ningún otro libro y lo revela como el monstruo que fue. Es una denuncia que hiela la sangre y que está contada en un lenguaje sencillo, parco, con capítulos fácil de digerir y que cualquiera puede entender. Si la CIA tiene interés en promover la democracia en China - y si no es así, debería - bien podría meter de contrabando en la China continental unos cuantos millones de ejemplares traducidos de “Mao: La historia desconocida”; allí el libro está oficialmente prohibido. 

 
 
Max Boot es investigador decano del Council on Foreign Relations y ex editor de la página editorial del Wall Street Journal.
 
©2006 Max Boot
 
©2006 Traducido por Miryam Lindberg
 
GEES agradece al Sr. Boot el permiso para publicar este artículo.