Mambrú se va a la guerra

por Rafael L. Bardají, 29 de septiembre de 2022

Entre las dudas de quién puede estar detrás del sabotaje a tres de los cuatros conductos del gaseoducto Nord Stream, y las dudas de quien está ganando o perdiendo en Ucrania, vuelven a incendiarse las declaraciones de nuestros dirigentes: En Moscú, se resucita la defensa del suelo patrio mediante todo tipo de armas, incluidas las nucleares;  en la OTAN y la UE, tanto Stoltenberg como Borrell amenazan con responder con contundencia a este tipo de actos;  desde la Casa Blanca se le hace saber al Kremlin que están dispuestos a seguirle en una escalada atómica. El famoso reloj del apocalipsis ideado por el Boletín de los Científicos Atómicos americanos nos acerca como nunca antes a la destrucción del planeta. Todos los medios hablan del horror de una guerra nuclear, pero nadie se plantea lo más básico: el porqué de esa posible guerra.

 

Es más, si voy a morir vitrificado por un misil ruso como consecuencia de un escenario donde el uso del arma atómica se ve como inevitable, me gustaría muy mucho saber cómo hemos llegado a ese precipicio suicida, quién nos ha arrastrado hacia él y con qué derecho. Muchos son los que se asombran al ver cómo cientos de miles de soldados marchaban al frente en la Primera Guerra Mundial, para morir en unas inútiles cargas en el fango entre las trincheras. Pero ninguno de ellos se cuestiona cómo alguien, en alguna parte, nos está empujando a que una guerra nuclear pueda llegar a ser inevitable. Marchamos con la misma ceguera que hace un siglo hacia nuestra destrucción.

 

Constitucionalmente está claro que quien tiene potestad para declarar la guerra y firmar la paz es el Rey previa autorización de las Cortes. Y también la Ley Orgánica de la Defensa Nacional establece que corresponde a las Cortes otorgar autorización previa a todo despliegue militar español en el exterior.  Recuerdo que en la etapa de la crisis y posterior intervención en Irak, tanto el presidente del gobierno, Aznar, como los ministros de exteriores y defensa, comparecían semanalmente para rendir cuentas de la evolución de la situación y la involucración de España. Pero ahora, Sánchez se ha despachado con una declaración institucional y la presentación de medidas que podía adoptar en el marco de la UE y desde el pasado 8 de marzo, poco más hemos debatido en Cortes. Para tratarse de una guerra que nos puede llevar al apocalipsis, poca importancia le están dando nuestros políticos. Alguien en el parlamento debería levantar la mano y gritar “basta”. Basta de adoptar medidas sin debate previo; basta de hacer mero seguidismo sin saber muy bien por qué; basta de políticas que ponen en peligro la vida de todos los españoles por la ambición personal de un presidente que quiere hacerse un hueco en las instituciones multinacionales; basta de un belicismo barato que poco favor les hace a los intereses españoles. O, todo lo contrario, invadamos Rusia, pero sabiendo con nombres y apellidos quién vota por esta opción.  Es lo mínimo que nos deben sus señorías.

 

Las guerras son fenómenos sociales de difícil explicación.  Baste de prueba esta canción popular de “Mambrú se fue a la guerra”, adaptación de la francesa “Malbrough s’en va-t-en guerre”, de moda sorprendentemente en los pasillos del Palacio de Versalles tras la batalla de Malplaquet  (1709) y en la que se celebraba la muerte de John Churchill, duque de Malbourough. Poco importaba la realidad: el duque no murió en esa batalla y las tropas francesas fueron seriamente derrotadas. Se cantaba igual, en todo caso.

 

Hoy todavía no entonamos canción alguna, pero tengo la convicción de que sabemos de esta guerra tanto como los franceses sobre la muerte de Mambrú. La propaganda sustituye a la realidad. Y quien de verdad sabe, no nos lo cuenta poque no es de su interés. Ni rusos, ni ucranianos, ni británicos ni americanos. Los demás europeos sólo consumimos lo que nos dejan. Y Sánchez, tal como ha dicho que sigue la rebelión de las mujeres en Irán, lo que ve en Instagram.

 

Eso sí, todos parecen dispuestos a montarse a horcajadas sobre una bomba atómica y arrasar no se sabe qué o quién. La alternativa es que todos mientan, y que nadie está dispuesto a morir por salvar a Kiev, que también es posible. Pero las palabras y las declaraciones las carga el diablo, y de lo que se dice a lo que se hace a veces sólo hay una delgada línea roja que se cruza por error o estupidez. Y lo que vemos en estos momentos en vez de dirigentes responsables y prudentes es todo lo contrario, pacifistas de toda la vida metidos a generales, sin tener ni idea de qué es una guerra de verdad y poniendo en riesgo la existencia de oda nuestra civilización. A mí que me lo expliquen. Qué menos.