Los enemigos del 11 de Septiembre aún se esconden a plena luz del día
(Publicado en Chicago Sun Time, 10 de septiembre de 2006)
Supongo que mis recuerdos tipo nunca olvidaré dónde me encontraba en ese momento son bastante típicos: medio levantar las orejas como un perro cuando cortaron el programa de la mañana con noticias frescas acerca de un avión golpeando el World Trade Center -- un bimotor o un avión privado -- y después el lento descubrimiento cuando el segundo avión golpeó de que estaba sucediendo algo más gordo. Mi editor llamó desde Londres unos cuantos segundos después, y encendí la televisión. Pero, incluso en mitad de formas de masacre en masa sin precedentes, la aburrida rutina continuaba para el resto de nosotros: me hacían el reparto esa mañana de algunos muebles, y el tipo me interrumpió para preguntar dónde quería que fuera uno, y cuando me volví a la pantalla, solamente estaba allí aún una de las torres humeantes. '¿Qué sucedió?', dije. 'Se vino abajo', dijo el chico del reparto encogiéndose de hombros, y volvió derecho a su trabajo.
Acertaba más o menos. Se vino abajo, pero ardió durante otros 100 días, al igual que la rabia de América -- para algunos. Para otros ya se esfumaba, 'el día que cambió todo' ya retrocedía a la pasividad dúctil de una de esas 'tragedias' extrañas que suceden una sola vez, tras lo cual todo vuelve a como era antes.
Lo que estaba teniendo lugar la mañana de este martes era, como decía un montón de gente, 'inimaginable'. Pero una vez que sucedió, una vez que ya no teníamos que imaginarlo, mi principal recuerdo de ese día es lo rápido que la mente avanzó para cubrir la nueva realidad. Cuando golpeó el segundo avión, no solamente era obvio que no era un accidente, sino también que sería imposible encontrar dos pilotos de líneas comerciales dispuestos a pilotar sus aviones, ni siquiera a punta de pistola, contra rascacielos. Lo que significaba que, en el momento del impacto, estos vuelos tenían que haber estado en manos de terroristas que se habían entrenado como pilotos para efectos presumiblemente de su misión: habían adquirido conocimientos básicos al menos, en una profesión que en cualquier parte del planeta garantiza la buena vida; podrían estar fundiendo sueldos de seis cifras en lugar de rascacielos de Manhattan. Pero en lugar de eso, asistieron a escuelas de vuelo para hacer un único vuelo, una sola vez, solamente de ida, contra un edificio alto.
Y al otro extremo del mundo, en las calles de Ramala, la gente llenaba las calles y celebraba y repartía caramelos. Lo celebraban en la Universidad de Concordia en Montreal, y en el norte de Inglaterra y también en Escandinavia, pero no descubrí eso hasta que comenzaron a llegar correos electrónicos de lectores conforme avanzó el día. En Afganistán, Osama bin Laden y sus colegas seguían las noticias en el Servicio Árabe de la BBC. (No me refiero a toda la producción árabe de la BBC, solamente a la que suena tal como lo que es).
Conforme pasaron los años, son estos curiosos ejemplos de interconectividad cultural lo que permanece conmigo. 'Interconectividad' es la palabra utilizada por el difunto Edward Said, el promotor de agravios palestinos y destacado despreciador de América radicado en Nueva York: un par de semanas antes del 11 de Septiembre, el profesor deploraba la tendencia de los comentaristas a separar las culturas en lo que llamaba 'entidades selladas', cuando en realidad la civilización occidental y el mundo musulmán están tan 'entrelazados' que es imposible 'trazar la frontera entre ellos'. A Rich Lowry, del National Review, no le impresionó. 'La frontera parece muy clara', decía. 'Desarrollar aviación comercial para las masas y fastuosos rascacielos es idea de Occidente; degollar azafatas y empotrar los aviones contra rascacielos es idea del Islam radical'.
Muy cierto. Pero ésa puede ser la única 'interconectividad' en la que gran parte del mundo no está interesado: tecnología punta al servicio de odios anacrónicos. Edward Said estaba en lo cierto: ya no hay más 'entidades selladas'. El 'mundo moderno' y el 'mundo primitivo' son como esos prefijos telefónicos a los que las compañías telefónicas son tan dadas. De modo que un hombre puede berrear '¡Alá Ajbar!' mientras incrusta su avión contra un edificio de oficinas. Ni siquiera las partes más primitivas del mapa están tan 'selladas' hoy en día. Después de todo, '¿por qué escuchaban el Servicio Árabe de la BBC en Afganistán? Afganistán no es un país que hable árabe. Ellos chapurrean el antiguo pushtún y el dari y el turcomano y lo que sea. Pero el 11 de septiembre del 2001, la nación estaba en la práctica bajo ocupación colonial de miles de árabes y jihadistas extranjeros. Pensamos en los parajes distantes de la frontera afgano-paquistaní como una región remota de pueblos aislados cuyos rituales no han cambiado durante siglos. Pero la verdad es que estas culturas tribales de pueblos han sido completamente sometidas por el dinero y la ideología saudíes. El reino tóxico de la Casa de Saud, una tierra donde la agenda de decapitaciones está digitalizada, puede ser bien un emblema más adecuado de lo que pensamos de la dirección hacia la que se encamina el mundo 'interconectado'.
Un hombre de las Torres Gemelas de la mañana de ese martes debió de haberlo entendido. John O'Neill, un tenaz tipo del contraterrorismo con un atisbo de la antigua escuela de militares, acababa de dejar el FBI y empezado a trabajar como director de seguridad del World Trade Center. Llegó a bajar las escaleras donde los grupos de empleados de rescate eran bombardeados con el peso de los cadáveres de los primeros suicidas que aterrizaban en el tejado del vestíbulo. En la plaza de fuera, miembros de cuerpos caían arbitrariamente sobre las sillas montadas para un concierto a la hora de comer. En los últimos momentos de su vida, O'Neill tiene que haber visto su mundo morderse la cola. Seis años antes (como recordaba vivamente en The Looming Tower, de Lawrence Wright) había organizado la captura en Pakistán de Ramzi Yousef, el hombre tras el primer atentado del World Trade Center y un terrorista que había planeado empotrar un avión contra el cuartel general de la CIA.
En el New York Times, Thomas Friedman escribía: 'El fallo a la hora de evitar el 11 de Septiembre no fue un fallo de Inteligencia o coordinación. Fue un fallo de imaginación'. En realidad eso no es cierto. Los terroristas islamistas habían manifestado su interés en edificios norteamericanos y se sabía que tenían planes para secuestrar aviones con el fin de pilotarlos contra ellos. Pero hombres como John O'Neill nunca lograron llamar la atención de una somnolienta burocracia federal ni de lejos. Los terroristas tienen que haber explotado eso: después de todo, siguieron sus clases de vuelo en América, confiando aparentemente en que, incluso en el caso de que alguien notase el súbito incremento de matriculaciones de árabes en las escuelas de vuelo americanas, una cultura blanda de corrección política garantizaría que no se hiciera nada al respecto.
Cinco años después, la mitad de América se ha retirado a sus costumbres más antiguas, filtrando la nueva lucha a través de los prismas más aburridamente intrincados: todos los sucesos nacionales dramáticos son conspiraciones tipo JFK, todas las guerras son vorágines tipo Vietnam. Mientras tanto, los sucesores de Ramzi Yousef dejan sus intenciones tan claras como las dejó él: quieren adquirir tecnología nuclear con el fin de matar a aún más de nosotros. Y, teniendo en cuenta que las sociedades libres tienden de manera natural hacia una mentalidad Katrina de no hacer nada hasta que sucede algo, una mañana nos despertaremos con otro día como 'el día que cambió todo'. El 11 de Septiembre no fue tanto 'un fallo de imaginación' como la capacidad de ver que los enemigos de América se estaban escondiendo a plena luz del día.
Aún lo están.
Mark Steyn es periodista canadiense, columnista y crítico literario natural de Toronto. Trabajó para la BBC presentando un programa desde Nueva York y haciendo diversos documentales. Comienza a escribir en 1992, cuando The Spectator le contrata como crítico de cine, Más tarde pasa a ser columnista de The Independent. Actualmente publica en The Daily Telegraph, The Chicago Sun-Times, The New York Sun, The Washington Times y el Orange County Register, además de The Western Standard, The Jerusalem Post o The Australian, entre otros.