Las elecciones francesas, en el centro de Europa

por Juan F. Carmona y Choussat, 3 de mayo de 2012

Mucho antes de que Stéphane Hessel escribiera el panfleto de éxito mundial “¡Indignaos!” el economista Nicolas Baverez había dado a luz el harto más provechoso “La Francia que cae”. Baverez era ya para entonces – 2003 - un consagrado intelectual admirador de Raymond Aron cuyas memorias había prologado. Otra obra notable fue “Los treinta lamentables” en contraposición a los llamados treinta gloriosos años que siguieron a la II Guerra Mundial y que en la psicología colectiva gala representaron el levantamiento de la debacle bélica y moral de la contienda. Baverez cuenta hoy con cierta regularidad en el semanario Le Point lo poco que merece leerse en el panorama mediático francés con excepción de la savia judía, y aún en este caso con matices, pues no es lo mismo la grandilocuencia vacua y de inciertos resultados que adorna a la prima donna Bernard-Henry Lévy que la mayor seriedad de André Glücksman o el rigor de los menos conocidos Alain Finkielkraut y, especialmente, Michel Gurfinkiel.

Pues bien, Baverez se concentra últimamente, como es natural, en la crisis deudora generalizada en Europa de la que Francia es ejemplo significativo. Aboga, para iniciar la recuperación por una devaluación salarial, que puede lograrse allí con el incremento de las horas trabajadas, aún dependientes de la vigencia real de las 35 horas, acompañada de una expansión crediticia europea. Añade que solo si se controla efectivamente el gasto y se erradica la costumbre del déficit y la deuda – aquilatada en Francia, que no ha presentado un presupuesto equilibrado desde 1974 - puede ponerse en marcha la política monetarista.

En un escrito reciente cita al economista y alumno de la exigente escuela politécnica Jacques Rueff protagonista de la reforma financiera que acompañó a la era de Gaulle y que volvió a hacer convertible al franco para fortalecer las finanzas francesas y equilibrar el presupuesto. Rueff era un fiero combatiente del hoy resucitado y extendido keynesianismo, siendo uno de sus últimas contribuciones a la literatura sobre la materia un artículo en Le Monde.

La realidad en ocasiones supera a la ficción, pero siempre supera a la teoría si esta es keynesiana. Así, en 1976 la atroz compatibilidad entre el declive económico, la inflación y el desempleo - la famosa estanflación que era imposible para el keynesianismo – hizo su aparición. Rueff aprovechó para clavar el que se creía – oh, inmenso error - iba a ser el último clavo en el ataúd de esa construcción intelectual. En su extensa y documentada exposición titulada “El paro, los salarios y los precios” argumentaba sobre la que denominaba farmacopea keynesiana:

Así aparece el gran secreto de la farmacopea keynesiana. Cuando el nivel general de los salarios es generador de paro hay que, mediante el incremento de los gastos de inversión, provocar un alza del nivel general de los precios”.

Hablaba luego de la expansión de la “religión del empleo” que llevó a los políticos de todo el mundo occidental a comprar la mercancía keynesiana como garantía de un elevado grado de ocupación. El modelo probablemente más representativo fue – contrariamente a las ideas arraigadas - el llamado consenso de pos-guerra inglés que tras la crisis de, precisamente, 1976 que obligó al FMI a intervenir la quebrada economía británica – impensable humillación – fue, por su fracaso, el precursor de la ascensión de Margaret Thatcher. Lo que llevaba a Rueff a constatar en un párrafo clarividente de plena aplicación actual que:

Así no se sobreestima la empresa keynesiana si se ve en ella una auténtica mutación del pensamiento político en todos los estados que escapan aún al control totalitario. Dando incorrectamente a los gobiernos el sentimiento que, mediante la inversión, podían lograr la expansión deseada e impedir el odioso paro, la doctrina del pleno empleo ha abierto bien grandes las puertas de la inflación y el desempleo. Y está destruyendo ante nuestros ojos lo que subsiste de la civilización occidental”.

Concluía Rueff defendiendo la convertibilidad del dólar, y de las monedas en general, es decir su respaldo en el patrón oro, y la protección de las negociaciones colectivas basadas en el incremento salarial dependiente de la productividad del trabajo. Ambos elementos debían

devolver a los sistemas económicos de Occidente la posibilidad de durar. Fuera de ellos no hay más que engaños, aventuras y mentiras”.

Basándose en Rueff, Baverez sugiere que es posible disminuir la deuda pública francesa, actualmente un aberrante 86% del PIB – eso sí, lejos del 100% redondo con el que Obama provocó la degradación americana – entre un 25 y un 40%. Esto implica un esfuerzo de recorte de 120.000 millones de euros a lograr en el próximo quinquenio que deberá ser compatible con la recuperación del crecimiento mediante una estrategia de “reflación” – el núcleo de las políticas de Rueff de vinculación de los precios y salarios a la productividad y a los horarios efectivamente trabajados – la mejora de la competitividad de las empresas y la lucha contra el desempleo.

Considera que en la zona euro, la reciente rebaja de la triple A francesa constituye el certificado de defunción del fondo europeo, lo que, en su opinión hace todavía más urgente

la monetización de las deudas por parte del BCE, la única capaz de permitir a los estados recolectar los 950.000 millones necesarios en 2012. Alemania ha conseguido magníficamente su reunificación y su redespliegue en la globalización pero conduce a la zona euro a su pérdida por sus principios monetaristas desacoplados a los riesgos y choques del siglo XXI. La degradación financiera de la zona euro puede ser un eletro-shock benéfico si logra volver a centrar la elección presidencial en el fin del crecimiento a crédito y la reinvención del modelo francés y si obliga a los dirigentes de la zona euro a aportar una respuesta inmediata al problema de la financiación de los estados y del crecimiento en lugar de negociar para un futuro incierto compromisos inviables entre la religión francesa del estado y la religión alemana de la moneda”.

A pesar de que pueda reprocharse a Baverez no haber escuchado del todo las recomendaciones de Rueff sobre la vinculación de la moneda a la riqueza real, el resto del análisis es inapelable.

Pero nada de esto parece inquietar a los ciudadanos franceses.

Lo que preocupa son las dos vueltas de la elección presidencial el 22 de abril y el 6 de mayo de 2012. Tras la reforma constitucional de 2000, destinada a reducir a cinco la duración de siete años del mandato presidencial y evitar los inconvenientes de la cohabitación de un partido con mayoría parlamentaria con un presidente de otro color, las elecciones legislativas – de la asamblea nacional - tendrán lugar seguidamente, siempre a dos vueltas, el 10 y el 17 de junio.

Según recientes encuestas se espera para la primera vuelta que el aspirante socialista, el ex marido de la candidata de 2007 Ségolène Royal, el poco carismático François Hollande obtenga un 27% de los votos. En segundo lugar estaría Nicolas Sarkozy, el actual presidente que prometió en la campaña del 2007 más de lo finalmente cumplido, con un 23,5% de los votos. En tercer lugar aparecería la sucesora de Jean-Marie Le Pen, su hija Marine, que ha situado al Frente Nacional en una postura más moderada y moderna, alejada del radicalismo antisemita, en el país europeo que más judíos alberga, y que obtendría un 21,5% de los votos. Algunos temen una reedición del 21 de abril de 2002, fecha en que el candidato socialista Jospin no logró pasar a la segunda ronda adelantado por el candidato del Frente Nacional. El centrista Bayrou, cuarto en discordia, convencería a un 13% de los participantes. Si Hollande y Sarkozy hubieran de enfrentarse en la votación final, vencería el primero por un 57% frente a un 43%.

El contexto en que se producen las elecciones es probablemente el más delicado que jamás haya aquejado a la Vª República, la refundación constitucional del año 58 ideada por de Gaulle para dejar atrás la descolonización de Argelia y el excesivo poder de los partidos, causa del perpetuo desorden francés para el general. La crisis europea de la deuda es profunda y los mecanismos adoptados hasta ahora por el eje franco-alemán apenas han logrado disminuir los riesgos vinculados esencialmente a la resistencia de los electorados europeos a tomar nota de treinta años de ruinosa experiencia económica fundada en el gasto y la deuda, la despreocupación por los recursos propios y el constante incremento de los servicios y ayudas públicas. Francia es ejemplo paradigmático de esta política, con una presencia estatal en la sociedad incomparable (el gasto público representa el 56’6% del PIB), fruto de su herencia histórica y de la persistencia de los grupos interesados en su mantenimiento.

Por otra parte, la presencia internacional de Francia, incrementada con el reingreso en la estructura militar de la OTAN, propiciada por Sarkozy, y su estelar participación en el derrocamiento de Gadafi, es insuficiente a la par que inútil si no se ve acompasada de un poder económico real, del que hoy día carece. El segundo plano asumido en la escena europea, debido precisamente a la indiscutible superioridad de Alemania, en crecimiento y empleos, agranda esta sensación declinante que desagrada a los franceses.

Por fin, la inmigración y los problemas planteados, particularmente en los barrios periféricos de París, pero también Marsella o Lille, por la población musulmana, sus costumbres alimentarias y de vestimenta o las plegarias callejeras, la proliferación de mezquitas y su financiación pública en el país del laicismo, aceptado con naturalidad por los católicos y acorde a la tradición de Trento, han generado inestabilidad social y situaciones de dependencia generalizada difíciles de resolver.

El hecho de que el paro, un 9,7%, y el incremento del PIB, entorno al 0,4% anual, no sean especialmente dramáticos en relación con lo habitual en las últimas décadas, no solo no consuela a los franceses sino que confirma su impresión de pérdida de competitividad e identidad nacional. El llamado mundialismo, la internacionalización de las transacciones comerciales y la interdependencia de los países, conocida entre nosotros como “globalización”, incluidos los flujos migratorios, ha desorientado como a pocos pueblos a los franceses provocándoles desarraigo e inseguridad incompatibles con la tradicional existencia del país.

Todas estas circunstancias, menos la agudización del problema europeo, estaban presentes en la elección de 2007. Pero incluso la reticencia de los franceses a la integración plena en el experimento europeo permanecía en el horizonte por el rechazo en referéndum en la primavera de 2005 a la Constitución europea (55% de noes) en una votación que acabó por descabalgar el proyecto. Hay que recordar que no era nada nuevo puesto que el núcleo del modelo europeo contemporáneo fijado por el tratado de Maastricht en 1992 y en que Francia había defendido un euro más político ante la victoriosa posición alemana – euro económico - llevó a la ciudadanía a aprobar el tratado a regañadientes (51% de síes). Todas las cuestiones pues, estaban planteadas, aunque quizá en medida más tolerable en la elección precedente.

Sarkozy se presentó entonces como el candidato de la ruptura: iba a reconciliar a Francia con el Atlántico anglosajón, iba a cambiar las viejas costumbres de sumisión al déficit y la deuda por un país productivo y serio, iba a revisar la ley de las 35 horas, iba a refundar la República para compatibilizar su carácter acogedor de todos los hombres con las exigencias de la identidad nacional e iba a confirmar su posición como un primus inter pares en el concierto europeo de las naciones. Cuando la noche de su elección entonó la marsellesa junto a Mireille Mathieu muchos franceses pensaron que el programa se cumpliría. Uno de los elementos fundamentales de su victoria fue la recolección de las huestes del Frente Nacional, calmadas por la insistencia patriótica de Sarkozy y sus criterios diferentes a la UMP de toda la vida, reflejados en su sordo enfrentamiento con Chirac y su radical distinción del establishment personificado por Villepin.

Sin embargo con el poder vino la moderación de las afirmaciones de la campaña. En dos ámbitos inquietó especialmente a sus votantes: la dirección económica y la desintegración social causada por la inmigración. No mejoraron, sino que la política respecto a los déficits o la acogida sufrieron cambios más retóricos que reales. Igualmente las horas de trabajo o la modificación de las ventajas de los pensionistas, con una jubilación que solo recientemente ha pasado de 60 a 62 años y esto por exigencia europea y no deliberación francesa, quedaron como estaban en el terreno de los hechos a pesar de modificaciones superficiales en la letra de la ley. El estado de la educación nacional obligaba a personas de recursos modestos, pero siempre preocupados por el idioma - la otra religión de Francia - y los rudimentos matemáticos de sus hijos a compartir clases con inmigrantes o incluso franceses incapaces de seguir las enseñanzas. Pero los gastos seguían, tanto para este sector como para la sanidad, las pensiones o las subvenciones familiares y las ayudas a los diversos trabajadores de servicios públicos privilegiados en hecho y derecho sobre los asalariados del sector privado. Nada de esto era lo esperado por el votante medio que hoy, cuando ve las encuestas de aceptación de Sarkozy no se sorprende, pues es él quien ha dejado de confiar en el presidente.

Así las cosas el partido socialista se presentaba en el año 2011 con grandes posibilidades de obtener la presidencia. La única dificultad era la presencia en la secretaría general de Martine Aubry, la hija de Jacques Delors, que representaba el ala más izquierdista del partido y concitaba menos apoyos. Tras unas impecables primarias en que todos los sectores socialistas se enfrentaron en un combate de guante blanco, el más moderado e inteligente Hollande se llevó el gato al agua. Su punto débil era un carácter anodino y una reticencia a entrar en competición con Sarkozy en el terreno mediático y las grandes declaraciones, quizá por las necesarias componendas internas para articular un discurso coherente cuando la social democracia no ha cosechado más que derrotas en las grandes elecciones francesas de la última década. A pesar de ello, y más por demérito de Sarkozy que por mérito propio se encuentra en condiciones de ganar la elección, pero no de aportar respuestas decisivas a los males de Francia demasiado vinculados a la tolerancia con políticas sociales igualitaristas y propensas a limitar la creación de riqueza en un país cuya naturaleza y situación geográfica han paliado durante mucho tiempo la ausencia de creatividad, ahorro y organización.

Muchos de los desalentados por la tibieza de Sarkozy en refundar Francia como quiso refundar el capitalismo en los albores de la crisis mundial, han puesto sus ojos en Marine Le Pen. Sus propuestas entorno a la identidad nacional y la reforma del modelo de inmigración convencen a muchos. En menor medida, pero crecientemente debido a la crisis y a la subordinación a Alemania que esta ha obligado a asumir a Francia, se dejan convencer por la salida concertada del euro que preconiza. Le Pen propone renegociar los acuerdos europeos y, sin necesidad de dar un puñetazo sobre la mesa, como hubiera preferido su padre, plantear civilizadamente la salida del euro por la simple razón de que el corsé de los requisitos de Maastricht no conviene a Francia igual que no conviene a Grecia. Aboga así por sustituir al euro por un franco devaluado compensando las pérdidas con un incremento de los derechos aduaneros y la preferencia francesa en el sector manufacturero e industrial, que pretende apoyar plenamente. Su opinión de que la globalización ha generado “esclavos” en China que trabajan para producir “gadgets” que han de comprar los parados del mundo desarrollado, cala en muchos sectores sociales. Su verbo elocuente quizá no es tan florido como el de su padre, pero lo compensa con una exposición clara de ideas sencillas y un rechazo completo al sistema político, económico y mediático que lleva treinta años sin contentar a los franceses.

Francia, tras la II Guerra Mundial y como muchos países de Europa ayudada por el Plan Marshall, encadenó los llamados treinta gloriosos años de crecimiento y mejora del nivel de vida. El estancamiento subsecuente por el desmesurado crecimiento del estado ha sido calificado repetidamente, no solo por Baverez, como los treinta ruinosos. Ese modelo que el votante creyó que Sarkozy iba a modificar radicalmente ha continuado y ha desembocado en una crisis europea sin precedentes. El agotamiento de la sociedad francesa y la sensación de decadencia apenas matizada por el aumento de la natalidad - casi el único país de Europa en esa situación que la gente atribuye a la fecundidad inmigrante - hace imposible prever el resultado de las elecciones.

En suma, las circunstancias de Francia garantizan algo más que una campaña de debates superficiales y resultado incierto. Si a ellas se añade su carácter central en Europa, su condición de fundadora de la Unión europea, su posición militar e internacional - prácticamente como segunda potencia -, su desinhibición en la defensa de sus intereses, su lengua y la proyección universal de su revolución - al menos de la declaración de derechos y de la experiencia que supone condensar en veinte años de su historia todos los acontecimientos políticos, buenos o terribles, concebibles por la humanidad - consecuencias potencialmente graves sobrevuelan el conjunto de Europa.