La verdad que esconde la post-verdad

por Óscar Elía Mañú, 13 de enero de 2017

Una versión corta de este artículo fue publicada en La Gaceta, el 9 de enero de 2016
 
Durante siglos, la civilización occidental se ha diferenciado del resto en un único y decisivo punto: la conciencia de que, por encima de las apariencias, las preferencias y los deseos, existe una verdad en el mundo que merece la pena ser buscada y descubierta, a costa de esfuerzo,  desventuras y sinsabores. La antigua historia del pueblo judío, la filosofía griega y cristiana encarnan este titánico esfuerzo. Impulso por saltar por encima de lo inmediato y lo subjetivo para buscar la verdad sobre el cosmos, sobre el ser humano, sobre la trascendencia divina, que ha sido el motor que ha situado a Occidente por encima del resto de culturas. No es que éstas no valoren la verdad ni la busquen: pero es la particular concepción occidental del hombre, situado en la naturaleza pero al mismo tiempo llamado a trascenderla, la que le proporciona ese particular impulso que ha hecho de las naciones occidentales la envidia y el ejemplo de otras. Lo muestra el hecho, único, de que la cultura occidental es la única que sale de sí misma para buscar, precisamente en las otras, esa verdad deseada.
 
Al occidental contemporáneo le cuesta reconocerlo. El hombre actual es de memoria corta: tiene dificultades para ir más allá del aquí y del ahora, para pensar más allá del bienestar y de unos libertad que considera siempre atacada. Por eso olvida que durante siglos, el bienestar económico ha tenido sentido, no como un fin en sí mismo, sino como requisito para aspiraciones morales y racionales más altas. Hoy éstas han caído tan en desuso, que sólo el bienestar material es un fin en si mismo para parte de los occidentales. Por otro lado, las libertades políticas no son más que el instrumento que los occidentales crearon para -por encima de situaciones particulares, gobernantes regímenes políticos- reconocer, valorar y honrar una verdad que el hombre no elige, pero que descubre. A día de hoy, el bienestar sin virtud es hedonismo: la libertad sin un referente auténtico, el gobierno de las bajas pasiones.
 
El rechazo moderno a la trascendencia y a la naturaleza ha terminado donde tenía que terminar: en un rechazo obsesivo de la verdad dada o heredada; de la verdad sobre la naturaleza, sobre el hombre, sobre la trascendencia. Al principio era cierta izquierda radical, revolucionaria y violenta, la empeñada en transformar la realidad y construir la verdad en vez de cuidar la primera y descubrir la segunda. Este proyecto ha sido paralelo al proyecto político de crear un hombre y una sociedad nuevas. Hoy, este odio a lo real ha saltado de la marginalidad ideológica, y se ha asentado no sólo como algo normal en la sociedad occidental, sino como algo impulsado por las élites políticas, culturales y mediáticas.  
 
Así es como hoy, en medios de comunicación, en universidades, en parlamentos se combate lo real para sustituirlo por lo ideológico. Se rechazan las diferencias entre hombres y mujeres, que son naturales, convirtiéndolas en algo irrelevante, de elección, de consumo individual. Se desprecian como algo reaccionario las virtudes clásicas -la justicia, la templanza, la fortaleza, la prudencia- que son perseguidas y sustituidas por una visión del hombre material, individual, de un ser mezquino entregado a placeres y pasiones. Se combate, en fin, la existencia de Dios y se le desprecia como un simple aspecto de opinión personal y subjetiva, susceptible de ataque, burla y desprecio. Se oculta la verdadera relación entre religión y libertad, base de la cultura occidental, y cuestión esencial que marca bien a las claras que no todas las religiones son equivalentes. Se oculta el hecho de que una visión rica y fecunda de la libertad humana ha sido sólo posible, en estos miles de años, en la tradición occidental, que es la tradición cristiana. Y se impone la falacia de que ésta es asimilable a la tradición islámica, o incluso al ateísmo tecnocrático o burocrático del Estado.
 
Esta Ideología lo está impregnando todo, dictando cómo deben dejar de ser las cosas y cómo deben cambiar para adecuarse a los deseos de los ingenieros de almas: como debe ceder la familia natural ante “nuevas formas de convivencia”, como debe ceder la fe cristiana ante el multiculturalismo, como deben ceder las ideas y los valores fuertes ante la tolerancia, como debe depositarse la responsabilidad personal ante la tutela estatal y colectiva, como deben los padres ceder a los pedagogos y los profesores la formación y tutela de sus hijos que, a su vez, no deben ya respeto ni veneración a la autoridad paterna.
 
Hoy en día, el mundo político, cultural, mediático se ha convertido en una enorme maquinaria que desprecia las verdades más sencillas, aquellas que han hecho grande a occidente y han sobrevivido durante siglos enseñadas generación tras generación, pasando de padres a hijos desde tiempos inmemoriales. Verdades que las llamadas élites están destruyendo para sustituirlas por construcciones ideológicas nuevas: feminismo, ecologismo, multiculturalismo, progresismo, cientificismo. Ideologías de diverso pelaje, que tienen un aspecto en común: un proyecto de ingeniería, no sólo social, sino humano que pasa por romper siglos de realidad social occidental.
 
Las universidades gastan cantidades ingentes de dinero en estudios para demostrar que la transexualidad tiene igual valor para la comunidad que la heterosexualidad; las Naciones Unidas inician campañas de alcance mundial para convencer a las sociedades que es mejor matar niños en el vientre maternos que tenerlos y cuidarlos en cualquier circunstancia; los Gobiernos emplean los impuestos en convencer a los ciudadanos varones en que son potencialmente violentos con sus mujeres, y a las mujeres de que los varones las oprimen; las productoras de cine y televisión, los artistas, centran su creación en la criminalización del hombre occidental, y en la deseada disolución de sus valores en un puré multicultural y tolerante caracterizado por la irrelevancia de cualquier idea sólida y ambiciosa sobre el hombre. El resultado es la pérdida de sentido del respeto a la ley, de la responsabilidad individual, del valor de la nación, del respeto a la dignidad de la persona que, reside, como decía Platón, en el alma, su parte más sagrada por trascendente.
 
Este rechazo a la verdad está por todos los lados: los medios de comunicación son presa del relativismo y del emotivismo cuando informan a los ciudadanos; los políticos del discurso vacío y acobardado de la corrección política cuando se dirigen al votante; los profesores prisioneros del positivismo y el neutralismo moral cuando enseñan a los alumnos. Todos ellos son víctimas y verdugos al mismo tiempo: Una suerte de alergia a descubrir las verdades auténticas, de contarlas, de mostrarlas y de enseñarlas se ha adueñado de todo. Por fanatismo unos, por desidia otros, por cobardía otros, no hay quien no participe en este proceso de sustitución y de falsificación a gran escala.
 
Pero cabe preguntarse si este rechazo obsesivo a la verdad que todo lo impregna ha encontrado tope en los últimos tiempos, de manera inesperada. Quienes observan la degradación de sus barrios y ciudades debido a la inmigración desordenada no se sienten ya muy impresionados por las arengas de los sociólogos a favor del multiculturalismo; quienes ven como a sus hijos se les enseña en el colegio a masturbarse y mantener relaciones cuanto antes mejor rechazan a los sexólogos que los impulsan a ello; quienes observan en la burocracia tecnocrática de la Unión Europea un ataque contra las tradiciones nacionales ya no creen que la UE sea fuente de autoridad; quienes ven su tradición cultural digna de respeto y conservación se fían poco de los antropólogos que les dicen que no tiene valor especial.
 
Los partidos políticos entregados a la corrección política, los medios de comunicación caídos en la demagogia, los expertos convertidos en moralistas se muestran entre sorprendidos e indignados ante el rechazo a la ideología: los más sutiles han alumbrado el concepto de post-verdad para denunciar este rechazo al, a su vez, proyecto de rechazo a la verdad en el que ellos viven y que ellos propagan. El desprecio se mezcla con la hostilidad. Y con la preocupación.
 
En el fondo, lo que las élites intelectuales y políticas llaman post-verdad es el rechazo, emocional y en buena medida instintivo, a este proyecto de sustitución de la realidad por ideología, de la verdad por la política. Cierto, los votantes que prefirieron a Trump sobre la progresista Clinton, los votantes británicos que dijeron no a la UE, los húngaros y los polacos que defienden la vigencia de los valores de sus padres, carecen de las sutilezas intelectuales de los profesores, los políticos, los periodistas que les dicen que deben dejar de ser xenófobos, machistas, homófobos e intolerantes. Los colombianos que votaron no al acuerdo con las FARC carecen de los títulos en polemología y ciencia política de quienes les dibujan la paz, y que les acusan de no ser lo suficientemente expertos en peace-making.
 
Estos ciudadanos no son expertos, no tienen títulos. Pero aún poseen una intuición auténtica acerca de cómo son las cosas, como lo han sido siempre, y como deben seguir siéndolo. Esta intuición sencilla acerca de un puñado de verdades básicas sobre el hombre, la familia, el cristianismo o el islamismo no constituye aún una alternativa a la deriva de la política contemporánea. No es una recuperación del sentido de la verdad, que exige más allá de sentimientos, una reflexión, un esfuerzo, un impulso creador que recupere las señas de identidad occidentales. Por sí sólos, el rechazo británico a la burocracia comunitaria, la derrota del progresismo clintoniano-obamita en Estados Unidos, la resistencia polaca o húngara al multiculturalismo.  Pero al menos constituyen la oportunidad de recuperar el interés por la verdad, mantienen vivo el espíritu de Occidente atacado desde Occidente.
 
Son manifestaciones que constituyen la verdad tras la post-verdad, la esperanza, aún torpe pero prometedora, que puede frenar y revertir el violento ataque a la realidad que está royendo el alma de occidente.