La regeneración es posible
por Joseph Stove, 20 de febrero de 2009
No por mucho repetirlo deja de ser verdad. La sociedad española lleva años inmersa en una crisis compleja cuyas consecuencias son difíciles de prever, y mucho más en las actuales circunstancias internacionales. Las causas de la crisis nacional pueden ser discutibles, pero el diagnóstico es claro: anomia social. Si pudiésemos trasladar esto a la medicina, se podría decir que el paciente sufre un fallo multiorgánico.
La democracia -tal como se entendía en las ciudades griegas o en la República romana-, se basaba en la legitimidad de la ley, constituía un precepto de carácter general cuya obligación residía en surgir del acuerdo de los representantes de la sociedad. El ciudadano estaba sujeto a la ley y ésta era inflexible. Cuando esas sociedades empezaron su declive, lo hizo la confección de las leyes o la vigilancia de su cumplimiento por aquellos encargados de hacerlo.
En las modernas democracias occidentales, donde la libertad de expresión y la difusión de mensajes modelan la opinión pública, el respeto y cumplimiento de la ley son la base del Estado de Derecho. Éste no se discute. En estas sociedades, los tribunales de justicia son respetados por los ciudadanos y estos participan en la justicia. El respeto a la ley trasciende a la conducta ciudadana y a la apariencia que tiene que exhibir la clase dirigente. La conducta del dirigente político tiene que ser espejo del espíritu de las leyes y, estas, de los valores imperantes en la sociedad. Si el comportamiento de los dirigentes no se corresponde con los valores que sostienen las leyes, éstos -aunque hayan sido elegidos democráticamente-, tienen que abandonar el ejercicio de su magistratura, al ver su prestigio comprometido. Si por el contrario, la conducta del dirigente es pretendidamente acorde con la norma social y ambas chocan abiertamente con las más elementales referencias éticas, entonces, esa sociedad tiene un problema.
España tuvo la mala suerte no participar en modernidad, y en los siglos XVII y XIX quedó descolgada de la Ilustración. Cuando Wellington -en la conocida internacionalmente como la Guerra Peninsular-, con la ayuda de españoles y portugueses, expulsa a Napoleón de España, expulsó lo que pudo ser una oportunidad de entrar en la modernidad. Sir Arthur Wellesley, Grande de España, siguió combatiendo a Napoleón en otras tierras europeas, y aquí se quedó Fernando VII. Lo que vino después fueron guerras civiles, retraso en la industrialización, fin traumático de los restos de un imperio, desmoralización nacional, retraso tecnológico, pobreza, analfabetismo, falta de protagonismo internacional y un largo etc, nos llevan al trauma de 1936. Hoy, después de años de sacrificio y dictadura, la sociedad española alcanza un nivel de bienestar económico y riqueza nacional que le permite afrontar el sueño democrático.
Cuando las cosas se dejan a su aire suelen ir de mal en peor. Este es el corolario 5 de la Ley de Murphy. Es lo que parece que le ha ocurrido a la sociedad española. La Transición tuvo mucho de espejismo, las ganas de vivir en democracia sirvieron de opiáceo para no valorar las consecuencias a largo plazo de una Constitución técnicamente imperfecta, de una sociedad sin tradición democrática, de una clase política formada, en el mejor de los casos, en la administración de la dictadura o en los partidos clandestinos, y unas Universidades no listas para preparar a la futura clase dirigente de una sociedad democrática.
Desde su comienzo, el terrorismo de ETA unió a la sociedad democrática española. La amalgama compuesta por la carencia de valores firmes, el temor a verse identificados con el pasado o el miedo a la incapacidad del Estado para defenderlos, llevó a la clase dirigente española, a los jueces, a los militares, a los policías, a los empresarios, a los profesores y al resto de ciudadanos a adoptar una aptitud medrosa que iba a impregnar todo el desarrollo constitucional y, por consiguiente, la cultura democrática. Aunque se hiciesen todo tipo de conjuros, piruetas y representaciones, en el subconsciente del pueblo español creció la sensación de que, en ciertas partes del país el Estado no existía, que los crímenes terroristas quedaban prácticamente impunes, que los partidos nacionalistas actuaban en la impunidad más absoluta y que la separación de poderes establecida en la Constitución pertenecía al reino de los ideales.
La impunidad pasó a formar parte del quehacer de la clase política y caló en el tejido social. Como ejemplo puede citarse la creencia de que en democracia se pueden defender todas las ideas, incluso las independentistas. ¿Es imaginable algo parecido en una democracia consolidada europea? La defensa de la Constitución también se dejó a lo establecido en el corolario 5 de la Ley de Murphy, admitiéndose el juramento de los cargos públicos por imperativo legal, circunscribiendo el delito de traición sólo a supuestos siderales y confiando todo ello a un Tribunal Constitucional nombrado por los partidos.
La tibieza del poder judicial en la protección de los ciudadanos, alegando la reinserción como impedimento para ello, la implantación de la denominada cultura del pelotazo, el descrédito de las instituciones, la conversión de los sindicatos de clase en verticales, el abandono por las personas con más preparación de la acción política, y su ocupación por arribistas y profesionales de partidos burocráticos. O la normalización de malas prácticas, la crisis del modelo territorial por la actuación de oligarquías caciquiles, la nula consideración al dinero público llevaron al pueblo español, entre otras causas, a conformar un pasotismo colectivo que posibilitó que quedara impune el mayor ataque concebido desde exterior que ha soportado España desde el siglo XIX: la matanza del 11-M de 2004.
Ese acto posibilitó y marcó el inicio de una descomposición rápida del Estado, paralizando sus instituciones, degradando su organización, descuidando la acción gubernamental en la gestión de los asuntos de interés general, y sustituyéndola por prácticas de ingeniería social para dar satisfacción a minorías. Se confunde el arte de la política con acciones irresponsables producto de ideas disparatadas. Se decide reconocer a ETA como interlocutor político. Los caudales públicos se gastan con liberalidad guiados por la finalidad de conseguir réditos electorales, con poco control y, algunas veces, en estupideces que en cualquier sociedad democrática avanzada serían impensables. Ocurrencias sin ningún atisbo de realismo, y sin tan siquiera existir como realidad conceptual como la Alianza de Civilizaciones, que se declara obligatoria en instituciones oficiales y a la que se asignan ingentes cantidades de fondos públicos.
La degradación del sistema educativo, herencia de generaciones futuras, permite que sus contenidos sean distintos según el lugar del territorio que se trate. Con asignaturas como Educación para la ciudadanía, cuyos contornos son tan difusos que es imposible aprehender su finalidad, o como el lastre que para el futuro de generaciones jóvenes supone que su enseñanza primaria se realice en lenguas muy minoritarias, algunas inventadas. La puesta de la enseñanza al servicio de una ideología, lo que garantiza su baja calidad, la invasión por el Estado de lo que en todas las sociedades democráticas es privativo del individuo o la familia, la fabricación por el Gobierno de turno de nuevos derechos y la utilización del aparato del Estado para fines partidistas, ha conformando un escenario totalitario.
En esta situación se llega a la crisis económica de octubre de 2008. Nuestra sociedad no sólo afronta una crisis económica. La económica sólo la despierta. La crisis constitucional impide a España actuar como un todo coherente, al carecer de autoridad sus instituciones. La crisis territorial la lastra con todo tipo de barreras interiores. La crisis social la deja sin energías al haberse predicado, hasta la nausea, el despego al cumplimiento de los deberes ciudadanos, la poca consideración por el trabajo y la responsabilidad, la ausencia de cualquier sacrificio y fiar todo al papá Estado. La crisis de liderazgo al fiarlo todo a uno virtual creado por la propaganda mediática.
Las imágenes de la cacería de Jaén son la muestra más gráfica de la enfermedad de la sociedad española. Una gran parte de la misma no es capaz de entender la gravedad de la situación. Ante los españoles se presentan dos alternativas, una es la de convertirnos en el primer estado bolivariano europeo, lo que no es una alternativa deseable. La segunda, que la parte sana de la sociedad sea capaz de transmitir a la otra el ansia por la regeneración democrática. Hay que adaptar la Constitución para que se garantice su defensa y se imponga el imperio de la ley; donde se garantice la separación de poderes; donde el crimen y la irresponsabilidad no queden impunes; donde la igualdad de todos los españoles sea efectiva; donde se respeten los valores que sostienen la libertad, como los deberes ciudadanos, el reconocimiento del mérito y capacidad, la urbanidad, el respeto por el trabajo bien hecho y el respeto a la persona.
Hemos vivido por encima de nuestras posibilidades materiales y éticas. Hemos dado culto a fantasías políticas. Nos hemos atrevido a impartir justicia más allá de nuestras fronteras. Hemos admitido una emigración incontrolada y desproporcionada. Hemos experimentado, por ley y en carne propia, ingenierías sociales como la ideología de género o la educación ideológica. Hemos puesto la gestión de los asuntos públicos en manos de los últimos de la clase y un largo etcétera de despropósitos. Ahora solo queda ponerle imaginación, trabajar duro, admitir sacrificios y poner cada uno donde por su preparación y capacidad le corresponde. En resumen, afrontar la responsabilidad.