La Primavera Húngara de 2016

por Óscar Elía Mañú, 1 de noviembre de 2016

La Revolución Húngara de 1956, de la que estos días se cumplen seis décadas, y que fue sofocada a sangre y fuego por el Ejército Rojo fue iniciada por intelectuales, escritores y estudiantes: cansados de soportar la manipulación propagandística, la lengua de madera, el discurso de la mentira emanado de Moscú y la verdad oficial del régimen comunista iniciaron un levantamiento popular que acabó en derramamiento de sangre y en derrota de los insurrectos. Pero que mostró a quien quisiese mirar la verdadera naturaleza de las “democracias populares”, cuya primera característica era la manipulación del lenguaje denunciada por escritores, profesores y estudiantes.
 
Sesenta años después del famoso discurso de Péter Veres en Budapest, la primavera húngara de 2016 -la revuelta contra las instituciones comunitarias- se basa en el mismo rechazo a la mentira, a la manipulación del lenguaje, a la ocultación de lo real. Las palabras de Viktor Orbán el pasado mes de marzo, convertidas en discurso oficial del Gobierno, no se refieren a intereses o a preferencias políticas, sino intelectuales, incluso morales: “En Europa está prohibido decir la verdad” sobre los refugiados, sobre la inmigración, sobre la cultura europea, sobre su religión.
 
“Si no nos resignamos, nuestro destino estará marcado”, advierte Orbán. Y los húngaros, en efecto, no se resignan. La revuelta de Budapest contra las autoridades de la Unión Europea se basa en tres aspectos políticos esenciales: la soberanía nacional, el derecho y el deber de cada gobierno de velar por la seguridad de sus ciudadanos; la defensa de la nación como el ámbito cultural e histórico donde el ser humano se realiza en libertad; y por fin, la defensa de los valores humanistas que alumbraron Europa hace siglos, que la han hecho grande y libre, y que constituyen el alma de sus naciones: la cultura judeocristiana.
 
Las tres ideas han constituido durante siglos, principios sagrados para Europa; las tres son hoy destruídas desde la Unión Europea. En su carrera por construir una cultura de mínimos sobre la que legitimarse, la UE ataca hoy con saña los valores culturales y morales europeos, impulsando el multiculturalismo, la ideología de género, el relativismo. Para ello, disuelve las fronteras, erosiona las naciones, busca alcanzar directamente el sentir y el pensar de los ciudadanos, por encima de sus parlamentarios o sus gobiernos. Al hacerlo, en fin, erosiona la autoridad de los Estados, les impone deberes bajo pena de sanción, y aspira a hacerse cargo de las funciones básicas que corresponden a cada nación, empezando por la seguridad nacional. El resultado de décadas de huída hacia adelante está hoy sobre la mesa: el abandono de Reino Unido y la fractura del continente.
 
La Primavera Húngara de 2016, a diferencia de la de 1956, no se dirige contra el totalitarismo duro, el de las divisiones mecanizadas y la policía secreta, sino contra un totalitarismo blando: el de la corrección política, que oculta lo real y lo sustituye por lo ideológico, y que censura y ataca a quienes le lleven la contraria a través de la burocracia implacable y despótica que emana de las instituciones comunitarias.
 
Las viejas potencias europeas han sucumbido a este totalitarismo blando:  Alemania y Francia, pugnan por liderar las instituciones comunitarias, empujándola hacia adelante sin reparar en las consecuencias históricas, políticas, morales. Los países nórdicos, sumergidos durante décadas en una suerte de “comunismo democrático”, ven en la UE una continuidad natural. Por fin, un tercer grupo de países se limitan a seguir, con pasividad o entusiasmo, las órdenes que emanan de Bruselas, incapaces de ir más allá. En este “europeísmo mostrenco” destaca España: sin valor ni valores, sin intereses ni principios, con un gobierno u otro, nuestro país participa aborregado de este camino de servidumbre.
 
A cambio, los húngaros no están solos. De nuevo les acompañan los mismos países que periódicamente se levantaban contra el totalitarismo soviético. Polonia, la República Checa y Eslovaquia, agrupados en el grupo de Visegrado, constituyen una comunidad de valores morales, principios políticos y visión estratégica, que son los genuinamente europeos. Esta “Nueva Europa” tiene una oportunidad de triunfar: la falta de valores y de principios de las viejas potencias del oeste impide a la UE generar verdaderas y sinceras adhesiones, lo que se traduce en su impotencia para llevar a cabo empresas realmente ambiciosas. A su vez, el relativismo y la falta de valores en la UE divide a sus socios. Así las cosas, el grupo de Visegrado es la única alternativa existente, viable y real a la deriva decadente de Europa que dirige la Unión Europea.