La política no es la solución

por Rafael L. Bardají, 16 de septiembre de 2019

Escuchando a nuestros comentaristas y leyendo la prensa parecería que el país, los españoles, estuviéramos ansiosos por tener un nuevo gobierno o unas nuevas elecciones que permitieran un ejecutivo plenamente capaz. Esa ansiedad respondería a la creencia de que los problemas de nuestra vida los resolverán nuestros políticos. O, más generalmente, España tiene un problema político que sólo la política puede resolver.

 

Nada más lejos de la realidad, me temo. La crisis institucional que padecemos, incluida la política y sus mecanismos de expresión, desde los partidos políticos al consejo de ministros, no es la causa, sino una expresión más –otro síntoma si se prefiere- de una crisis mucho más profunda y dañina, la crisis social provocada por el abandono de unos valores que trasciendan al individuo, que le den un cierto sentido de la responsabilidad por encima de su satisfacción inmediata y que alimenten la virtud de luchar por el bien común.

 

Ciertamente, esa crisis más amplia y profunda no es exclusiva de España, sino que afecta a todo lo que hemos conocido como Occidente, aunque en España, me temo, se ha acelerado y agudizado por razones que tiene  que ver con nuestra Historia más reciente.

 

No es el momento aquí de hacer un recorrido de la crisis de Occidente. Valga subrayar solamente que hay dos elementos clave: la extrema secularización (aquello de Nietzsche “hemos matado a Dios” ) y el asalto a la familia (eso que ahora se llama “familia tradicional” porque ha sido la de toda la vida). Entre revoluciones sexuales de los 60, contraculturas y criticas a la autoridad, la modernidad ha impuesto un concepto de la vida como algo fluido, amorfo y adaptable, una búsqueda de la satisfacción del individuo por encima de todas las cosas. Es el “be water my friend” del anuncio de Bruce Lee, elevado a la enésima potencia. Vamos, el todo vale.

 

En España la cosa es más aguda porque desde la transición, si no antes, lo verdaderamente importante es ser moderno. Esto es, repudiar cuanto tenga que ver con nuestro pasado y adoptar unos comportamientos y costumbres edificadas única y exclusivamente en la búsqueda de la felicidad. Eso es lo que nos enseñan y cuentan a todas horas, que lo importante en esta vida, es ser felices. Hay quien se atreve a apuntar que los padres fundadores de los Estados Unidos consagraron en su constitución la búsqueda de la felicidad. Lo que no se atreven a contar es que el término felicidad para ello era sinónimo de virtud, de responsabilidad y de sometimiento a algo superior a la persona.

 

Los modernos españoles sólo tienen dos referentes más allá de ellos mismos: La tribu a la que pertenecen y su partido político. La Iglesia hace tiempo que se perdió y la familia puede ya ser cualquier cosa. Más allá de un colchón de seguridad para tiempos de crisis, poca cosa se le asigna más. La educación, claramente no; la procreación, menos. La familia moderna es, en realidad, una UTE, una Unión Transitoria Emocional, sin más trascendencia.

 

Por desgracia, el actual universo político español gira en torno a otros asuntos y no contempla ni un cambio en la formación de las personas, ni cómo favorecer una idea de bien común por el que podamos trabajar todos los españoles. Una cultura, y también una cultura política, se define por lo que no es aceptable, y en España se ha llegado a un punto donde no hay nada prohibido y todo es aceptable. Los de izquierda quieren acabar como sean y cuanto antes con todo vestigio de un orden tradicional en el que la familia sea una institución central de la sociedad, los padres tengan plena capacidad para educar de la forma que quieran a sus hijos y los ciudadanos distingan claramente entre el bien y el mal. Toda sociedad tiene elementos que se desvían de la normas éticas y morales establecidas, es lo que se ha llamado siempre pecadores. La izquierda aspira a convertir esas minorías en el grupo dominante y someter a la gran mayoría a sus dictados.

 

La derecha española, por el contrario, con ese complejo de creerse unida inexorablemente a lo peor del franquismo, abraza el credo liberal para hacerse perdonar. Esto es, se entrega en cuerpo y alma al consumismo –la persona es básicamente un homus economicus- y acepta que cualquier cosa sea válida siempre y cuando no dañe el interés de otras personas. Esto es, puro relativismo moral. Por eso, con estos mimbres ideológicos se ha mostrado incapaz de hacer una defensa ni de la familia, ni de la vida ni del matrimonio. Y por eso mismo tiene miedo a la guerra cultural que es lo verdaderamente necesario para sacar a los españoles del marasmo en el que andamos perdidos.

 

Ahora que parece que pueden volver las elecciones, es el momento de tenerlo presente.  No es una cuestión de satisfacción, sino de responsabilidad para con nosotros y nuestros hijos.