La operación Odisea al amanecer

por Luis de la Corte Ibáñez, 22 de marzo de 2011

 

(Publicado en El Imparcial, 20 de marzo de 2011)
 
Redacto estas líneas transcurridas pocas horas desde el comienzo de la operación militar sobre Libia, aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU mediante su resolución 1973. A las 17.45 horas del sábado 19 aviones franceses atacaban y neutralizaban cuatro tanques del ejército libio en el suroeste de Bengasi, segunda urbe del país norteafricano y capital de los rebeldes a la que desde hace días venían aproximándose temiblemente las tropas leales a Muamar Gadafi que el mismo sábado la sometieron a largas horas de fuego de artillería. Seguidamente, embarcaciones estadounidenses y británicas lanzaban más de cien misiles de crucero contra los sistemas antimisiles libios, afectando a objetivos próximos a Trípoli y Misrata, otra importante ciudad, y alcanzando también Syrte, la ciudad que vio nacer al extravagante líder libio. El ministerio de Exteriores de Libia reaccionaba amenazando con una respuesta militar contra las fuerzas occidentales que operan en el Mediterráneo y acusando a la coalición de atacar objetivos civiles en diversas ciudades (la medida que realmente lleva empleando Gadafi desde hace semanas). Por su parte, el mismo día el presidente del gobierno español anunciaba en París que las Fuerzas Armadas españolas participarían en la misión mediante el envío de cuatro aviones F-18, un avión de reabastecimiento en vuelo, una fragata F-100, un submarino y un avión de vigilancia marítima, involucrando un número efectivos cercano a los 500. A buen seguro, las informaciones se habrán ido sucediendo hasta que algún lector tenga a bien acceder a este artículo. Sin embargo, aún entonces algunas preguntas esenciales sobre el origen, sentido y efecto de la denominada operación “Odisea al amanecer” seguirán en el aire. Sin ánimo de resultar exhaustivo varias de esas preguntas —tres en concreto- podrían formularse como sigue.
 
¿Cómo se explica que las protestas de febrero hayan desembocado en una intervención militar internacional?

Bajo el influjo de movilizaciones y sucesos acaecidos en diversos países árabes, desde mediados de febrero algunas ciudades libias como Bengasi y Al Bayda se transformaron en escenario de manifestaciones populares contra Gadafi. Pero más rápidamente que en otros países norteafricanos las protestas derivaron en choques violentos con la policía, además de activar movilizaciones de apoyo al líder. Con el paso de los días la tensión creció siguiendo el ritmo de una represión ascendente y sin concesiones que cambió a los manifestantes en combatientes rebeldes dispuestos a derrocar al régimen. De la oposición civil se pasó a una guerra civil incipiente y de ahí se ha llegado a una intervención amparada por Naciones Unidas, aunque no por obra y en representación de la comunidad internacional en su conjunto (como se acostumbra a escribir y decir), sino por iniciativa e implicación de un puñado de países, con Francia, Reino Unido y Estados Unidos a la cabeza, con participación militar menor de otras naciones occidentales, alguna árabe (Qatar) y respaldo de la Liga Árabe. La resolución del Consejo de Seguridad deja claro que la misma brutalidad de la respuesta estatal que alentara la oposición interna también ha ofrecido el motivo principal para la intervención armada internacional. La inferioridad manifiesta de las fuerzas rebeldes, medible en número de efectivos, preparación y recursos, la velocidad con que se lograra frustrar los objetivos rebeldes de tomar el control de la región de Cirenáica, en el este de la costa mediterránea libia y la amenaza de una inminente masacre de civiles que podría producirse cuando las tropas oficiales llegaran a Bengasi han ayudado a precipitar la decisión de intervenir. En cuanto a la concreta aprobación de una resolución del Consejo de Seguridad, sin duda también se ha visto influida por el recuerdo de otras tragedias humanitarias cuyo tratamiento internacional llegó tarde o nunca, como ocurriera en Ruanda, Somalia, Bosnia, Kosovo, Darfur o Zimbabue durante la década de 1990 (lo adelantaba hace sólo unos días en páginas de El Imparcial un observador tan cualificado como Javier Rupérez: ¿Es Gadafi el nuevo Sadam?, 12-3-2011). Con todo, no es insensato plantearse si una firme y univoca reacción diplomática más temprana contra los desmanes de Gadafi hubiera podido ahorrar la necesidad de una intervención militar.
 
¿Por qué la comunidad internacional ha tardado tanto en actuar?

Efectivamente, la impresión de que la respuesta internacional se ha demorado en exceso está bastante extendida y es difícil de corregir. Pero ¿por qué? La respuesta más inmediata remite a la inoperancia bien acreditada por los organismos de la ONU para tomar decisiones en tiempo de descuento (vale decir, descuento de vidas humanas). No menos relevante ha podido resultar ese empecinamiento de los países europeos en considerar a la ONU (muchos de cuyos países miembros mantienen sistemas políticos autoritarios y manifiestamente egoístas en materia internacional) como garante de una legitimidad superior que la que pueda encarnar una alianza de naciones democráticas. Empecinamiento que nunca termina de ser bien explicado (¿será una excusa?) y que queda bien reflejado en el tratado firmado en la última cumbre de la OTAN celebrada a finales del año pasado en Lisboa. A estos factores habitualmente comentados convendría agregar la consideración de un posible error de enfoque a la hora de interpretar la sucesión de los acontecimientos libios. Me refiero a un fallo que quizá haya sido inducido por el modo en que los medios de comunicación y la opinión pública han enmarcado esos acontecimientos hasta el punto de distorsionar las previsiones que sobre su evolución realizaran tanto los gobiernos de las naciones que ahora intervienen en Libia como los propios rebeldes libios y sus simpatizantes internos y externos. Puesto en pocas palabras el citado error de enfoque pudo nacer de una asimilación apresurada de la situación generada en Libia a raíz de las revueltas y las protestas sucedidas previamente en Túnez y Libia, junto con sus consiguientes efectos políticos, en general interpretados como “revoluciones”. El problema es que ni la salida de Ben Alí y Mubarak fueron fruto de revolución alguna (no ha habido transformación radical de los sistemas políticos vigentes en sus respectivos países), ni estuvieron forzados principalmente por las revueltas callejeras (sino que fueron consentidos y alentados por el ejército y la tradicional elite del poder de esos dos países) y, por supuesto, ni el régimen autocrático y personalista de Gadafi ha sido nunca comparable al que existe y preexiste en Túnez y Libia. Pese a que cualquier analista mínimamente informado podía apreciar estos detalles, tanto los rebeldes libios como buena parte de la opinión pública internacional tendió a sobrestimar la posibilidad de que una vez concentrada una cierta masa crítica de oposición activa al régimen libio, se acabarían forzando importantes cesiones que alterasen su naturaleza o incluso precipitando el abandono del propio Gadafi, por supuesto sin necesidad de una intervención militar internacional. Por eso, cuando el extravagante dictador apareció en televisión carcajeándose tras ser preguntado si temía verse obligado a abandonar el país la lectura casi unívoca que dimos a esa reacción fue la de interpretarla como una bravuconada o un signo de demencia. El caso es que, demente o no, la risa ostentosa del líder libio reflejaba ante todo su confianza en la capacidad para seguir sosteniendo todos los resortes de poder y su implacable falta de escrúpulos. Menospreciar esa cualidad y dejarse llevar por una expectativa de revolución pudo contener a la comunidad internacional de una decisión más anticipada.
 
¿Será adecuado y suficiente el plan de ataque que ampara la resolución 1793?

Si hemos de escuchar a las voces autorizadas y si analizamos la situación y los precedentes podemos reunir muchas razones para desconfiar de que la resolución del Consejo de Seguridad y el plan estratégico vinculado a ella sean adecuados y suficientes. Por supuesto, lo de la adecuación debe determinarse en función de los objetivos a realizar. La propia resolución sólo apunta a la "protección de los civiles" libios, autorizando para ello bombardeos aéreos, el establecimiento de una zona de exclusión aérea y el reforzamiento de las sanciones ya aprobadas anteriormente. Establecer la zona de exclusión aérea conlleva que cualquier avión militar libio pueda sea abatido si la traspasa y también permite el ataque a las defensas antiaéreas libias para neutralizarlas. Esta tarea podría llevar algunos días, según indican expertos militares, y es de suponer que entretanto Gadafi no se quede quieto. De otra parte, la resolución 1793 excluye una invasión terrestre (lo que, por cierto, no ha impedido que ya antes de su misma aprobación unidades de operaciones especiales británicas y seguramente de algún otro país europeo tomaran tierra en Libia para planificar la operación, identificar objetivos y entrar en contacto con las fuerzas rebeldes, según ha informado la agencia privada de inteligencia STRATFOR). Por tanto, inicialmente se aspira a una intervención militar exclusivamente aérea, al estilo de la desarrollada en Kosovo. Pero conviene advertir que en otras experiencias, como la de la primera guerra del Golfo, la creación de dos zonas de exclusión aérea no impidió que Sadam Hussein perpetrara una masacre contra la población chií de Basora. De otro lado, la principal fuerza de las tropas leales a Gadafi reside en su armamento convencional y su capacidad para llevar a cabo operaciones terrestres. Loa ataques desde el aire podrían frenar y seguramente frenarán el avance de tanques y artillería pesada hacia Bengasi pero no está claro cómo podrían forzar la retirada de las tropas ya asentadas en diversas ciudades, a menos que la coalición estuviera dispuesta a arriesgar una gran cantidad de bajas civiles. De hecho, hay videos que muestran que la infantería de Gadafi está empleando vehículos no militares para desplazarse desde Ajdabiya hacia Bengasi. Mas ¿cómo atacar a esos vehículos sin estar dispuestos a errar matando civiles inocentes? Estos y otros aspectos ponen en duda que los ataques aéreos sean suficientes y adecuados a los propósitos de proteger a la población civil. Aunque, por otro lado, ¿realmente es ese el único objetivo a perseguir?¿Acaso es realista y sensato conformarse con la posibilidad de que Gadafi pusiera fin a sus acciones militares? Si los países que conforman la coalición fueron lentos en decidir la intervención militar no tardaron demasiado en posicionarse retóricamente a favor de los rebeldes, incluso de reconocerles. Y el mismísimo Obama declaro ya hace algunos días que la salida de Gadafi es la opción que más conviene tanto a los intereses de Estados Unidos y de la comunidad internacional como a los del pueblo libio. ¿Y qué debería hacerse si, como parece previsible, Gadafi se resistiera a abandonar el poder, aun habiendo cesado las hostilidades?, ¿pueden los países occidentales permitirse el descrédito que supondría la continuidad de su régimen? Y aún estando dispuestos a pasar esa vergüenza, ¿habría forma de asegurar que una vez detenida la operación contra él no reincidiera en una represión brutal, como ya hiciera Sadam en Irak? A buen seguro, quienes han determinado intervenir ya se han hecho estas preguntas o se las están haciendo. Y puede imaginarse lo improbable de que se contenten con cumplir temporalmente el objetivo marcado por la resolución “onusina”, tan vago e impreciso, de proteger a civiles libios. A estas alturas nadie puede engañarse suponiendo que el problema de Libia se reduce a una emergencia humanitaria. El sistema político engendrado y sostenido por Gadafi ya no es sostenible, ni por razones morales ni por motivos prácticos. Debe perecer. Y cuanto antes se empiece a reconocer este objetivo mejor.