La guerra de Putin II

por Juana de Arcos, 30 de marzo de 2022

La invasión de Ucrania es el segundo acto de la impugnación del orden mundial implantado por USA tras la IIGM y confirmado por su victoria en la guerra fría. El primero fue la expansión del virus causante de la COVID, o quizá su invención en un laboratorio chino.

 

Henry Kissinger solía decir que hasta los paranoicos tienen auténticos enemigos. De la misma manera, hasta los autócratas y los dictadores, tienen auténticos intereses geopolíticos. Ignorados o mal tratados por sus adversarios, causan guerras e incluso conflictos globales.

 

China, o el Imperio del Medio, según la formulación clásica, estaba disconforme con el orden mundial surgido de la Conferencia de San Francisco en 1945. Salía reforzada por la victoria comunista de Mao en su guerra civil, destinada a recuperar su posición en el mundo. Consideraba el siglo inmediatamente anterior, de dominio occidental sobre su territorio y de dependencia de intereses ajenos, como una anomalía en su historia. El periodo de 1845 a 1945 incluía su pérdida de la condición de Imperio y su sometimiento al colonialismo occidental. Tuvo su punto álgido en las guerras del opio en las que, sujeta al poder de Inglaterra y sus costumbres comerciales, tuvo que sufrir la libertad de intercambio hasta ver a su población dañada por el tráfico de la droga. Conocen este siglo como el siglo de la humillación.

 

De acuerdo con el orden surgido de la posguerra, a pesar de su inclusión con poder de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU derivado de su condición nuclear, se veía sometida por una teoría americana relacionada con la defensa del Pacífico durante la IIGM. Se trataba, se trata, de la teoría de las Tres Cadenas de Islas. Sustancialmente significa que el poder expansivo, no sólo militar sino comercial, de China estaba condicionado por la existencia de tres cadenas de Islas a su Oriente, su salida natural al Mar y al comercio. Estas tres cadenas de islas tienen la particularidad de ser aliados o “estados vasallos” de los USA. Desde las más grandes y pobladas como el archipiélago japonés o las filipinas hasta las más pequeñas, como Guam.

 

La integración de China en el mundo globalizado del “fin de la Historia” se produjo tras la masacre de Tiananmen en 1989, correspondiendo el impulso definitivo al presidente americano Clinton en 1996 a cambio, en teoría, de la mejora de los derechos humanos de su población. No hubo nada de lo segundo, pero sí mucho de lo primero. Con ello, China obtuvo una concesión considerada por el régimen como menor y paternalista que no solucionaba su neurosis social de sentirse un paria tolerado en un sistema no inventado por ellos. Sin embargo, se dedicaron a aprovecharlo al máximo, con el objetivo intermedio de convertirse en una potencia comercial y el final de obtener la consideración de Estado determinante en la fijación del orden mundial. Logrado lo primero, se encaminan a lo segundo. De ahí que su reclamación geopolítica tradicional del control del mar que la rodea haya adquirido en los últimos años una importancia capital.

 

Por tanto, el primer interés geopolítico de China es obtener un reconocimiento mundial equiparado a lo que a sus ojos es su poder real. Ese reconocimiento implica la limitación, en primer término, del poder americano dominante, al menos en su área regional, en principio Asia-Pacífico. Es el equivalente chino al Manifest Destiny del siglo XIX americano: China y Asia-Pacífico para los chinos. Todo poder extranjero siendo considerado por tanto hostil. 

 

Rusia debe su fundación como nación, en el periodo correspondiente en Occidente a la coronación de Carlomagno, Navidad del año 800, a la implantación de tribus eslavas en torno a la hoy capital ucraniana de Kiev, conocida como Tierra del Rus. Son las constantes invasiones procedentes entonces primordialmente del Este, desde los Hunos a los Mongoles, las que llevan a desplazar esa tierra del Rus al Norte, al ducado de Moscú, siglos más tarde. Rusia está instalada en un territorio inhabitable e intransitable en el Norte, por la tundra y el hielo; en el Centro, por la taifa o el bosque; y solamente humanizable en el Sur o la estepa. El problema de esta estepa es que es excesivamente propicia a invasiones desde Oriente u Occidente. Es fácil moverse en ella y es presa asequible de pueblos nómadas o invasores. La consecuencia es la relevancia esencial de la expansión de las fronteras por parte de Rusia, tanto hacia un lado como a otro. De hecho, durante siglos la política exterior de Rusia es sinónima de la expansión de sus fronteras por razones de seguridad. Al mismo tiempo, mientras Europa occidental inventa el equilibrio de poderes y la no intervención en fronteras ajenas en el acuerdo acomodaticio conocido como Paz de Westfalia, la comprensión rusa de cómo lograr la paz no pasa por la limitación del poder sino por su extensión, lo que redunda en su preferencia por regentes fuertes y autoritarios. La dura escuela de la Guerra de los Treinta Años, que llevó a Europa a la limitación de sus naciones, se contrasta en Rusia con la dura escuela de la estepa, que la condiciona para preferir regímenes expansivos y autoritarios. 

 

Por tanto, la expansión de la OTAN y, concretamente, la intervención decidida de los USA en las “revoluciones de colores” promovidas a partir del año 2000 en antiguos Estados entonces independientes pero recientemente desgajados de la Unión Soviética como Georgia o Ucrania, son interpretadas como una objeción a un interés vital multisecular ruso. Conocedores de esta reivindicación tradicional, tanto Kissinger como el profesor de la Universidad de Chicago Mearsheimer, han propuesto en las últimas décadas la consideración de estos estados o al menos de Ucrania como un territorio “colchón” o neutral entre los intereses occidentales y los rusos, con el objeto de evitar males mayores. 

 

Por fin, la desaparición de la Unión Soviética, en la Navidad de 1991, cuya interpretación por Putin como la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX se ha convertido en proverbial, es vista por Rusia como una humillación, no en sí misma (las primeras víctimas del comunismo son los rusos) sino porque su abandono, ya sea formal y sustituido por un régimen autoritario, no le ha reportado la comprensión de Occidente. Esta comprensión que busca es la misma que la de China, la participación efectiva en la forja del orden mundial. La analogía histórica la proporciona aquí la victoria de Rusia sobre Napoleón en 1815 que suscita, ese mismo año, la incorporación de Rusia como parte fundamental del orden mundial que consagra el Congreso de Viena. Sin embargo, pronto Rusia se da cuenta que entonces salen victoriosos los cínicos políticos realistas cuya figura representativa es Talleyrand en Francia y derrotados los idealistas mesiánicos, como el zar que derrotó los ánimos expansionistas de la Revolución francesa, Alejandro I. Su preferencia, discretamente apartada por los estrategas de la época, era una paz justa entre príncipes cristianos que reconociera a Moscú como la Tercera Roma. La confirmación de esta derrota diplomática de Rusia vendría, precisamente, en la Guerra de Crimea en 1853. En ella las naciones liberales (Francia e Inglaterra), teóricamente aliadas a Rusia, le vuelven la espalda para apoyar al Sultán turco en su contra, infligiéndole una derrota menor pero significativa. Se considera una de las quiebras del orden de Viena que, en último término, desembocaría en la Gran Guerra o IGM. La desconfianza de Occidente no es nueva.

 

La retirada de Biden, y la OTAN, de Afganistán en agosto de 2021 es vista en Pekín y Moscú como la gota que desborda el vaso de la debilidad occidental. Antaño en este mismo Occidente el juez Coke, fundador de algún modo del Common Law británico y de la relevancia del Estado de Derecho, o limitación del poder por la Ley, podía explicar al Rey que la Ley era muy importante porque podía hacerlo todo, salvo, quizá, cambiar a un hombre en mujer. Lo que Pekín y Moscú ven en el Occidente de hoy, lo que nosotros llamamos el posmodernismo marxista, es su obsesión con que la Ley cambie al hombre en mujer, resuelva el cambio climático y, en general, se convierta en el orden moral del mundo más allá de haberse convertido en el juez de los regímenes políticos admisibles en él. Pueden soportar esto último pero intuyen en nuestro moralismo el “fatal conceit” u “orgullo letal” del que habló Hayek.

 

Por tanto, han concluido que es el momento de convertir en violenta su hasta ahora sorda objeción al orden mundial vigente. 

 

Hace unos años tuvo considerable éxito el libro del historiador australiano de Cambridge Christopher Clark sobre los acontecimientos que desembocaron en la IGM. Se titulaba gráficamente Sonámbulos, porque los responsables de entonces pusieron en marcha una danza macabra de hechos consumados que acabó en una masacre destructora de Europa. La ignorancia y los intereses no siempre nacionales o de defensa del orden mundial de los dirigentes actuales de Occidente recuerda ominosamente a aquella tragedia. 

 

Tucídides, y centenares de politólogos e historiadores formados en la tradición occidental (=Atenas, Roma, Jerusalén) veían en la Guerra del Peloponeso, entre la democrática Atenas y la oligárquica Esparta, el conflicto para explicar todos los conflictos. La Hélade constituía entonces ese microcosmos del orden mundial que hoy aún domina USA como consecuencia de sus victorias en la IIGM y la Guerra Fría. Entonces Esparta atacó a Atenas para impedir la aparición de un orden mundial rival que no le favorecía. 

 

Atenas era el poder emergente que podía hacerle sombra. El ateniense Pericles fundó, con su famosa Oración Fúnebre, una elegía a los soldados muertos para la defensa del ideal, la ciencia política y elevó la retórica a su cima. Pero Pericles murió y Atenas perdió. 

 

No tenemos la vitalidad de Atenas y nuestra retórica es hoy ignorante propaganda de una civilización harta de sí misma, nuestros Pericles no existen y aún así creemos que lo haremos mejor que Atenas. Para ser francos, en realidad no tenemos ni recuerdo de aquello.

 

Sin embargo, la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento: el orden mundial pende hoy de un hilo entre una Esparta con una visión geopolítica y una Atenas que, a diferencia de aquella, ni cree en lo que hace ni tiene quien lo exprese, ni parece saber qué fue Occidente.