La España enferma

por Rafael L. Bardají, 2 de diciembre de 2017

Hay un refrán español que dice que la felicidad consiste en tener buena salud y mala memoria. El problema es que los españoles, en aras de alcanzar esa ansiada felicidad, nos hemos abrazado no a la desmemoria, sino el Alzheimer, con consecuencias fatales.La primera, no saber quiénes somos. Desde 1975, ó 77 ó 78, según se mire, nos hemos definido por lo que no éramos (dejábamos de ser el pasado), pero no por lo que queríamos ser. Miento, para algunos lo que tendríamos que ser no sólo era romper tajantemente con el pasado, sino también diluirnos como pueblo y nación en Europa. Para el socialismo, España siempre ha sido el problema y la UE la solución. Y para el remedio tibio de la derecha del PP, tanto la bandera azul estrellada como el “Himno de la Alegría” valían si con eso se quitaban el sanbenito de franquistas. Los más modernos han acuñado el concepto de patriotismo constitucionalista como columna vertebral de nuestro ser y devenir, pero ese es un descubrimiento tan tardío como banal: España no se puede medir por su constitución. Más bien al contrario.

El llamado régimen del 78, a pesar de todas las libertades y licencias que trajo para los españoles, se ha acabado revelando, en realidad, como un régimen anti-España. Toda nación se basa en tres pilares: sus fronteras, su lengua y su cultura. Pero los herederos de los padres de la Constitución española han defendido todo lo contrario. La apertura a Europa se ha hecho acompañar de la apertura a todo el mundo, de tal manera que en la actualidad lo único que diferencia a un español de un extranjero, es que los españoles somos quienes pagamos los impuestos con los que viven ellos. El mero pensamiento de que los nacionales deben gozar de unos privilegios sobre quienes no lo son, sólo genera insultos y marginación. Borrar la frontera de los Pirineos le ha costado a España difuminar todas sus fronteras. Que antisistemas y Podemos crean que eso es justo y necesario es lógico, ya que para todos ellos España es una aberración (con particular saña en los izquierdistas de origen argentino, añado); que ese salvador del socialismo personificado en Josep Borrel denueste del nacionalismo catalán enarbolando la bandera de la UE, pero no la española, es sintomático de una izquierda globalista e intelectual; pero que el PP asuma, como confesó Mariano Rajoy ante las cámaras, que las fronteras no importan, es expresión de una grave enfermedad, la falta de entendimiento y creencia de lo que es nuestra nación.

El régimen de las autonomías, del que tan orgullosos se muestran todos nuestros dirigentes políticos por igual, ha supuesto un mazazo para nuestra lengua común, el castellano. Ahora sabemos cómo con el silencio cómplice de los gobiernos de Madrid, Cataluña ha llevado a cabo una limpieza lingüística sin piedad, generando un modelo para otras comunidades como Baleares o Valencia, con el objetivo de que acaben renegando de lo español. En una nación pueden convivir muchas lenguas, pero sólo una puede gozar de la oficialidad en todo su territorio. Y esa oficialidad tiene que plasmarse en la realidad del día a día. La separación lingüística es una división cultural. No creo necesario traer a colación la historia bíblica de la Torre de Babel y la separación de los pueblos.

El contrato social del régimen del 78 nunca giró sobre la reconstitución de la nación sobre unas bases democráticas. En realidad, fue una entente entre un sistema institucional basado en la centralidad exclusiva y excluyente de los partidos políticos (y entidades asociadas, desde sindicatos a fundaciones) y una promesa de creciente prosperidad para los ciudadanos de a pie. Todo bajo el manto pseudo-ideológico de la modernidad. Ser moderno era lo que se llevaba, ser español equivalía a ser facha. De ahí la desaparición de la bandera nacional (hasta hace poco más de un mes), del orgullo de ser español (salvo para las efemérides del deporte) y del reconocimiento a la rica y educativa Historia de España.

Se vendió la nación por un plato desestructurado de lentejas. Pero el materialismo a ultranza produce tanto o más monstruos que la razón. España ha compartido con el resto de naciones del mundo occidental, las raíces judeo-cristianas, pero no la ética protestante del trabajo. Y la España del régimen del 78, la de la supuesta modernidad, en lugar de modernizar el terreno laboral, más allá de lo puramente tecnológico, ahondó más si cabe en la renuncia al esfuerzo y al sacrificio como elementos de la realización de la persona. Para el socialismo lo que importaba era enriquecerse rápidamente a través de pelotazos (Carlos Solchaga dixit) o andar colocados todo el día (según pregonaba el alcalde Tierno Galván). Que vinieran emigrantes a realizar tareas que supuestamente los españoles no queríamos hacer, era una seña de superioridad, aparentemente. El Partido Popular, circunspecto en lo tocante a la guerra cultural con la izquierda, ha callado todos estos años mientras muchos de sus cabezas visibles se enriquecían ilegalmente. Como tantos en el resto de partidos, porque si algo ha traído la partitocracia ha sido el sentimiento de impunidad de los militantes en cargos públicos y las autonomías más reinos de taifas para la corrupción.

Ese progreso y modernidad reducidos a la creciente renta per cápita ha llevado a errores tan garrafales como los de Rajoy y sus adláteres de creer que la cuestión catalana se reducía a los ceros a poner en un cheque. Pero hete aquí que no todo es la economía, estúpido (por cambiar la frase de Bill Clinton). Es la cultura lo importante, pero no como se concibe aquí, mera acumulación del saber, sino como el conjunto de valores, creencias, tradiciones, usos y normas que definen una civilización. En este caso, la nuestra.

Precisamente es en este terreno donde se manifiesta con fuerza la segunda gran consecuencia de la desmemoria del español: haber perdido la perspectiva y la noción de lo que es normal y lo que no lo es. Por ejemplo, en estos días que los medios de comunicación se regodean morbosamente con el juicio de la “manada”. Toda gira en saber si la chica consintió o fue forzada y, por tanto, violada. ¿Pero es eso lo importante más allá de lo meramente procesal y penal? ¿es que no nos llama poderosamente la atención y nos disgusta profundamente que cinco hombres hechos y derechos, dos miembros de los cuerpos de seguridad del Estado, se pongan de acuerdo en ir de viaje y fiesta con el único objetivo de compartir a una muchacha y usarla como un pedazo de carne con orificios? ¿Es esto la nueva normalidad sexual? Sólo un país profundamente amoral puede quedarse frío ante un comportamiento patológico y que causa tanto daño.

Segundo ejemplo, mucho más tonto, pero igualmente revelador. Puigdemont, personaje huido y en manifiesta rebeldía contra España, tiene derecho a cobrar una pensión como expresidente autonómico en torno a los 90 mil euros de las arcas del Estado, esto es, de su bolsillo y del mío. Con sólo reconocer que acata el artículo 155. ¿Puede haber un disparate semejante por muy legal que sea según Hacienda? No es por utilizar la expresión de Pablo Iglesias II, pero si las elites políticas españolas no son una casta aparte, con todo un sistema de protección de sus privilegios, desde luego parecen creérselo.

Un tercer y último ejemplo: El orgullo gay. A mí, sinceramente, me da lo mismo lo que cada cual haga con su cuerpo, siempre que se sea mayor de edad y no se dañe a nadie. Pero no puedo más que mostrar mi mayor desacuerdo con la moda de elevar a categoría de normal lo que no lo puede ser. Y lo que no debe ser es que se ensalce el estilo de vida de una minoría y se condene la normalidad de la mayoría de la gente. Concebir la sociedad como un conglomerado de identidades que se empeñan en extraer el máximo de beneficios para ellas, sea la raza, la religión o el sexo, sólo puede acabar minando la cohesión social e imponiendo la tiranía de sus identidades. No quiero saber qué habría podido hacer la Cruz Roja, por ejemplo, con la factura de los semáforos de género.

En fin, antes había una cosa que se llamaba el pueblo español. Desapareció bajo el peso de las instituciones y abstracciones del régimen del 78, partitocrático, anti-democrático y anti-popular. La idea de nación, muy anterior a nuestra constitución, también pasó al olvido. Y de ahí mucho de nuestros males actuales. España está muy enferma. Y el actual gobierno, supuestamente el valedor de la patria frente a todos los que aspiran a darle la puntilla, parece contentarse con administrar cuidados paliativos. Y así no hay quien escape de la metástasis. Los medios y algún que otro político local se ríe de la decoración de Navidad que ha llevado Melania Trump a la Casa Blanca. Cómo me gustaría que Viri se atreviera a instalar un belén en Moncloa igual de grande que el que han puesto los Trump. Tal como estamos, eso sí que resultaría revolucionario. ¿Le parece normal?