La Democracia de Amiguetes

por Rafael L. Bardají, 24 de septiembre de 2018

Pocos no habrán escuchado alguna vez (sobre todo desde el arranque de la crisis a finales de 2007) la expresión “capitalismo de amiguetes”.  Antes de la crisis, la izquierda la empleaba para describir la colusión entre empresarios y políticos a fin de obtener ventajas mutuas y sus voceros lo denunciaban como la mejor expresión de la corrupción de un sistema que defendía siempre a los ricos frente a los desposeídos. Desde la crisis, la expresión ha servido para describir la intensa relación entre líderes del sector financiero y de los responsables gubernamentales con éstos, en una maraña de intereses y relaciones cruzadas que no sólo desembocaron en el estallido de la burbuja que dio arranque a la crisis, sino en las fórmulas empleadas ara salir de ella, primando a unos, los más grandes, frente a los más pequeños.

 

En España, la relevancia del Estado (y, por ende, del gobierno que en cada etapa lo dirige) ha sido -y sigue siendo- enorme. La distribución de los presupuestos del estado sirve de carantoñas para algunos mientras que se usa para castigar a los adversarios sin tener mucho en cuenta eso que tradicionalmente se ha llamado “el bien común”. La capacidad de regular igualmente es una palanca con la que premiar y castigar. Y no me estoy refiriendo únicamente a los sectores tradicionales de la economía, de la agricultura a los astilleros, lo hemos visto continuadamente en las relaciones de los gobiernos con la prensa.  

 

Pero podríamos decir que la ambición de controlar cuanto más mejor por parte del universo político es consustancial a la democracia que, recordando a Churchill, resulta ser el menos malo de todos los sistemas políticos. Lamentablemente, para que la visión de Sir Winston Churchill sea verdad del todo, hay algunas condiciones que se deberían cumplir, como una sociedad fuerte que limite los excesos de los gobernantes; unas instituciones independientes que sirvan de contrapeso al poder político; y unos mecanismos de transparencia que permitan fiscalizar de verdad los que nuestros dirigentes hacen.

 

Desgraciadamente nada de eso se da hoy en nuestra querida nación. Y no quiero decir con ellos que nuestra democracia sea débil -que lo es- o limitada -que también lo es. Lo que sí quiero decir es que la democracia salida del régimen del 78 y su constitución alimenta y ampara lo que podríamos denominar “democracia de amiguetes”,  esto es, un sistema en el que se conservan los rituales democráticos, en especial la elecciones y el derecho al libre voto, pero en el que las relaciones reales de poder corren por otros vericuetos.

 

La democracia española del 78 no cree en el individuo, en el español, cree en la institución del partido político como eje vertebral de toda la vida nacional. Lo que en su momento se vendió como una necesidad de fortalecer unas organizaciones que habían estado prohibidas durante 40 años, pasó rápidamente de ser un esquema de apoyo financiero a las mismas para convertirse en un sistema de reparto de toda esfera de poder público (y a veces privado). De las grandes compañías donde se colocan a los amiguetes, aunque sea unos auténticos cenutrios de la gestión empresarial, a la magistratura, cuyos tribunales más altos se pactan entre las fuerzas políticas. Hoy, en una situación nacional de emergencia como la que vivimos, añoramos y alabamos figuras de la izquierda, como la de Alfonso Guerra, queriendo ver en ellas algo de sensatez y razón frente a la radicalidad y sectarismo del socialismo actual, olvidándonos que fue el propio Guerra quien gritó aquello de “Monstesquieu ha muerto” cuando su PSOE logró reformar en 1985 la Ley del Poder Judicial para quietarle su independencia. 

 

Sea como fuere, el hecho es que en España se contesta inmediatamente a una llamada de un líder de un partido político, se le atiende y se le complace. Quien hoy está en la oposición en algún momento llegará al poder y no conviene enemistarse con nadie, de la extrema izquierda al centro. Con la derecha ya es otra cosa, porque todo el mundo se ha encargado de deslegitimarla hasta el punto de que da miedo. Si Vox llega al Congreso con toda seguridad ese antidemocrático cordón sanitario saltará por los aires. Porque la verdad es que se puede ser conservador sin ser franquista o nazi, que es el discurso superficial de la izquierda que compra interesadamente todo el que quiere ocupar el centro-derecha, como el PP.

 

La crisis ha puesto palpablemente de manifiesto la extensión de las redes de corrupción consideradas normales por nuestros políticos, pero no solo. También ha puesto en evidencia que el establishment se protege cuando se siente amenazado. Hasta el punto de entrever que nuestro país está en manos de una red clientelar y de amiguetes que está muy por encima de sus respectivas ideologías políticas. No es de extrañar que quienes llegaron a tocar poder denunciando “la casta”, se hayan acomodado a ella sin rechistar y, aún peor, sin problemas de conciencia.

 

Pero, ay, un problema sacude esta beatífica situación: el separatismo que amenaza la integridad de España. Y no porque nuestros responsables no estén dispuestos a negociar o pactar y hasta buscar soluciones “imaginativas”, no. Es un problema porque ha permitido que una fuerza extraparlamentaria como Vox se coloque en primer plano y se vea públicamente como el único ariete que defiende el futuro de nuestra nación. Un futuro, hay que subrayarlo, roto por socialistas y populares al frente de los sucesivos gobiernos. Si no hubiera sido por Vox ejerciendo como acusación popular contra los golpista del denominado “proces”, Soraya estaría riéndoles las gracias a Junqueras por las Ramblas o Sánchez estaría plagiando las actitudes de Companys.

 

La democracia de amiguetes que nos hemos dejado construir nos permite votal cada cuatro años y eso debería bastarnos. Afortunadamente, los españoles de bien podemos hacer algo más: por un lado, definir eso que ahora se llama “la agenda”, esto es, qué problemas nos importan; y dos, influir en cómo se abordan. 

 

Para los amiguetes de nuestra democracia votar podría ser mejorado con una preocupación social económica -de la que no han dado pruebas hasta ahora. Pero llegan tarde pensando que “es la economía, estúpido”. En nuestra España, la España de hoy, la crisis es de identidad, de ser español o no serlo. Y para este problema existencial, ni han querido ni han sabido cómo encararlo. El cambio de caras ya no basta. Es un cambio de régimen lo que es necesario.