Ineficacia Pandémica

por Ángel Pérez González, 29 de abril de 2020

Superados ya los peores momentos,  es evidente que la gestión de la crisis provocada por el coronavirus  en España ha sido y es extremadamente deficiente. La ausencia de habilidad para prever, gestionar y reducir los efectos de la pandemia se deben por lo menos a dos razones. La primera, la usencia de un poder central sólido y eficaz. Un estado pequeño, con una población pequeña, como es España, puede evidentemente garantizar autonomía local y regional si lo desea, pero no en cualquier ámbito ni a cualquier precio. La crisis sanitaria ha puesto de relieve la realidad: no existe un sistema nacional de salud. Sin estructura, personal y capacidad de coordinación, llegado el momento, ha sido incapaz de hacer que los diferentes sistemas regionales actúen al unísono.  La segunda, el alto contenido ideológico del Gobierno. Un órgano gestor tan inclinado a actuar siguiendo preferencias ideológicas y sometido a tensiones de poder internas multiplica las oportunidades de error. Prácticamente todas las decisiones de carácter técnico, desde aconsejar a los ciudadanos como comportarse hasta la compra de materiales de uso sanitario, se han tomado atendiendo a ficciones  y no realidades. Ni siquiera en los peores momentos cambió la miopía gubernamental. Y en el ámbito económico sucederá lo mismo. Todas las medidas tomadas hasta ahora son inconsistentes con la realidad actual y la que se avecina. Reaccionar tarde tiene y tendrá costes. Si el Gobierno no los percibe con claridad  es solo debido a su recalcitrante  ausencia de realismo.

Dos ámbitos en particular son muy preocupantes. El económico, por supuesto, y el exterior, concretamente, nuestro papel en la UE. En ambos casos el Gobierno vive en una realidad paralela muy peligrosa.

La economía

La paralización de la actividad económica ha supuesto de facto que nuestras empresas, grandes, pequeñas y micro, se queden sin demanda. En otras palabras, una crisis económica inducida es una crisis de demanda, no de oferta. Este hecho es capital para imaginar las medidas económicas  dirigidas a mantener el tejido productivo vivo hasta que la demanda vuelva a generarse. La forma de abordar una crisis de demanda y de oferta es distinta. Una crisis de oferta suele consistir en la inexistencia de productos o servicios demandados por el mercado (por tanto hay que crearlos) o en la necesidad de ajustar o incrementar la producción de los existentes (por tanto hay que modificarlos o aumentar su número). En una crisis de oferta lo que hay que hacer es facilitar créditos a las empresas que permitan atender la demanda (sabemos con certeza que la demanda existe). Créditos a devolver  más tarde con los beneficios obtenidos al satisfacer la demanda  con una oferta ajustada a la realidad. En una crisis de demanda no hay nada que ajustar. La propia empresa deja de tener sentido. No se puede cambiar de producto, ni de maquinaría; ni ampliar instalaciones ni buscar mercados exteriores alternativos, también cerrados. Una crisis de demanda total es algo muy poco probable. Pero eso es lo que ha generado la pandemia. Una crisis de demanda no se combate. No hay nada que combatir. Se compensa. Dado que la demanda se ha paralizado por decisión del Estado, se entiende que esta volverá a existir, si quiera parcialmente,  terminada la crisis sanitaria. Las empresas solo deben evitar su desaparición y volver a crecer. Para ello existen dos alternativas. Bien el Estado se hace cargo de los costes laborales y descarga  a las empresas de impuestos durante el período de hibernación (actividad cero, costes cero, pero capacidad de producción de bienes y servicios intacta). Bien el Estado transfiere dinero a las empresas para que paguen esos costes e impuestos. En ambos casos se transfiere liquidez y se procede a paralizar la actividad económica. La decisión del Gobierno ha sido no aplicar ninguna. En su lugar se ha preferido una política de oferta, es decir, se ofrece a las empresas endeudarse (contratar créditos cuyo riesgo ni siquiera cubre el Estado por completo), con cargo a posibles beneficios futuros, para pagar costes actuales innecesarios (salarios e impuestos) y poniendo en riesgo costes futuros (es decir el pago de salarios e impuestos más adelante). En pocas palabras, hay que elegir entre adquirir deuda o cerrar. El problema se agrava por la naturaleza sanitaria y global de la crisis. Desde un punto de vista sanitario, se desconoce cuándo habrá vacuna o medicación eficaz; por tanto la crisis puede prolongarse. Desde un punto de vista geográfico, afecta a todo el planeta; por tanto no existen zonas libres en las que desarrollar una economía normal. El endeudamiento, público y privado, adquirido hoy puede convertirse en un pesado lastre mañana y las alternativas de signo comunista como la nacionalización de empresas olvidan que aquellas, incluso en manos del Estado, seguirán teniendo la necesidad de producir y vender algo a alguien. De lo contrario solo contribuirán a la ruina de las cuentas públicas.

El Gobierno plantea una dicotomía que es falsa. No es cierto que haya que elegir entre salud y economía. Se puede gestionar la crisis con menos ineficiencias y mejorar el pronóstico de ambas. De hecho el Gobierno ha hecho la más difícil, elegir la salud en detrimento de la economía  y empeorar ambas de manera exponencial. Las cifras de muertos e infectados son catastróficas; y las de paro y pérdidas empresariales también. Esas pérdidas auguran una larga recesión, un déficit publico insostenible y, si no cambia nada, la posibilidad de un nuevo rescate financiero, total, parcial o camuflado. De forma inmediata lo más conveniente es terminar con el estado de alarma. Prorrogarlo una y otra vez no tiene más sentido que otorgar al Estado poderes excepcionales que ya ha demostrado que no sabe o puede usar. Eso permitiría de entrada acabar con las confiscaciones de productos y materias primas de uso sanitario (y poner fin también a la intervención de precios) y daría la oportunidad a la industria local de producir o importar, aunque fuera  con beneficios limitados, geles, mascarillas,  respiradores y productos afines destinados al mercado interior y exterior. Vender al exterior es la única forma de obtener recursos que permitan reinvertir beneficios, aumentar producción y por ende reducir costes por unidad producida. Centenares de empresas que pueden y desean colaborar en esta producción (en sectores como el alcohol, calzado, cosmética, etc.) no pueden hacerlo, ni mantener en pie por tanto los puestos de trabajo, porque el Estado, que gasta millones en China, no está dispuesto a pagar a los proveedores españoles, y cuando lo está, lo hace demasiado tarde. Hubiera sido conveniente además testar a tiempo a una parte significativa de la población. Discriminar entre infectados y no infectados; inmunes y no inmunes; hubiera permitido mantener activa a una parte de la fuerza de trabajo y protegida a la población más vulnerable. El confinamiento obligatorio sin testeo es una forma de matar moscas a cañonazos, o la prueba palpable de la incapacidad del Estado. El confinamiento debe servir para ganar tiempo mientras otras medidas toman forma, no puede ser un fin en sí mismo. Por último, el férreo sistema policial, persiguiendo supuestos comportamientos irresponsables, se ha convertido en una actividad escandalosa. El Estado es capaz de poner multas, pero no de aumentar unidades de cuidados intensivos a tiempo, mantener a salvo residencias de ancianos o evitar la muerte de miles de ciudadanos. Aunque los medios de comunicación lo silencien, los abusos de autoridad policial han sido frecuentes y la interpretación abusiva de la ley, esto es, del decreto de alarma y sus limitaciones, también.

El extraordinario colapso económico, por último, provocará una concentración de riqueza en un segmento pequeño de empresas, y reforzará además a las empresas de aquellos países dispuestos a gastar más en sostenerlas. Las que ya eran fuertes antes saldrán reforzadas de facto tras una crisis que las convertirá en cuasi monopolios. De igual forma, las economías más potentes, consolidarán su peso frente a las debilitadas, por ejemplo Alemania en la UE. Esta concentración irá en detrimento, en particular, de micro, pequeñas y medianas empresas, a cuya cabeza están los autónomos. Ese vasto tejido empresarial no solo ocupa a varios millones de ciudadanos, además garantiza la libertad de mercado y  genera unas sinergias económicas locales y regionales insustituibles, independientemente de su mayor o menor productividad. La política del Estado hacia ellos se ha guiado por el mismo criterio que la política económica general. Las ayudas solo existen en caso de quiebra. Por tanto cerrarán o quebrarán. Y no volverán a reabrir hasta que lo peor de la tormenta haya pasado (un hotel no puede abrir sin clientes, una zapatería sin consumidores, y así un largo etcétera). La idea de que este fenómeno equivale a la destrucción creadora propia del capitalismo no es correcta. La destrucción pandémica del tejido económico no es producto de la actividad capitalista, sino de la actividad gubernamental. En este caso la destrucción de empresas no tendrá rápida sustitución, ni los sectores en crisis son necesariamente los más ineficientes, destinados a desaparecer. Por otra parte el poder político ha demostrado siempre una proverbial ineficacia previendo que sectores son útiles o no. En los años noventa, por ejemplo, la industria del calzado se dio por muerta porque era intensiva en mano de obra y Asia parecía capaz de sustituirla por completo. Por suerte los fabricantes españoles, portugueses e italianos de calzado siguieron haciendo lo que sabían hacer. Adaptarse y sobrevivir con más que notable eficiencia. 

La Unión Europea

Cada vez es más evidente que los gobiernos sucesivos en España se empeñan en no entender en qué consiste la UE. Sobre esta organización se pueden tener opiniones de variado signo. Para unos mala, para otros es un ideal aspiracional. Pero para nadie parece ser lo que es, una estructura económica, con competencias sustancialmente comerciales. Olvidar la realidad y actuar como si la UE fuera un mega-estado genera continuos enfrentamientos con otros países miembros, en definitiva aliados. La UE no es un estado, ni una ONG, ni el FMI. Ni España es un país pobre que necesite su asistencia. En realidad la UE es un sistema complejo de cooperación estatal. Y en ese marco deben emprenderse todas las posibles negociaciones. El actual Gobierno de España  hace como que no lo sabe. Y esta vez la UE es lo suficientemente débil como para que el juego salga mal. 

La retórica norte-sur, habitual en los medios españoles; y el carácter caritativo que adoptan las peticiones españolas son manifiestamente inadecuados en una estructura como la UE. Se basa en dos postulados falsos. El primero en la pobreza del sur frente al norte. Y el segundo en la naturaleza  de las sociedades del norte de Europa capaces de aprovechar las sinergias que crea la UE mejor que los piases del sur. Esta última viene a ser una acusación velada de competencia desleal. La primera responde a la retórica histórica que condena a España desde hace mucho tiempo a un eterno puesto segundón, en la Unión y en el mundo. España no es un país pobre, y en todo caso, ser más rico  depende en gran medida de la sociedad y administración propias. No de los demás. La idea de que el sur de Europa es pobre por alguna razón inexplicable resulta bochornosa. Y de cualquier forma esa no es una razón para merecer más dinero de la Unión. El dinero de la UE se debe utilizar para alcanzar un objetivo, y no como hasta ahora, para complementar las políticas de subvención pública  a las que el país se ha hecho adicto. La segunda supone una manifiesta incomprensión del funcionamiento de la Unión. La razón por la que algunos estados son capaces de jugar un papel de intermediación comercial y financiero, atrayendo así sedes fiscales y centros de decisión no es ningún misterio. De la misma forma que Madrid no se aprovecha de las demás regiones españolas al rebajar impuestos; Holanda o Luxemburgo no  se aprovecha de España al facilitar actividades con políticas fiscales atractivas y garantías jurídicas reforzadas. España se autoexcluye de esa liga al adoptar políticas impositivas francamente hostiles y abandonar cualquier pretensión de influencia estratégica en Europa. 

Los dos elementos descritos no serían más que una anécdota si no influyeran tan profundamente en la posición de España en la Unión. En la UE se puede estar o no estar. Pero si se está, hay que hacerlo bien y eso exige adquirir la influencia política, burocrática y económica suficiente. Mendigar no es la forma de adquirir peso, único mecanismo que permite al final influir en los flujos de impacto económico que la UE genera. Por otra parte supone someter a otras sociedades europeas a una crítica que no merecen. No se puede descalificar permanentemente a alemanes, holandeses o escandinavos por tener opiniones y sistemas de gestión distintos al nuestro. Nada nos impide imitarlos en lo que sea conveniente, y rechazarlos en aquellos aspectos que no nos sirvan. Pero sobre el futuro de la Unión, del dinero comunitario o sobre las condiciones de pactar ayudas financieras tienen tanto derecho a opinar como los demás. La idea de que los supuestos ricos de la UE tienen algún deber moral hacia los supuestos pobres de la UE es una estupidez ajena a la política comunitaria y solo genera frustración.

La UE sobrevivirá a esta crisis. Aunque solo sea porque la interdependencia entre algunos de sus miembros es, a estas alturas, lo suficientemente intensa. Habrá algunas ayudas, las que tolere Alemania. Pero España debe abandonar cuanto antes este lamento continuo y establecer las bases materiales y fiscales que permitan generar riqueza y converger con los grandes de la UE. Ese debería ser un objetivo permanente que, por desgracia, nunca parece estar presente en los planes gubernamentales.