Fiscal Cliff

por GEES, 1 de enero de 2013

 Desde las elecciones, lo más importante, casi lo único importante en Estados Unidos es la cuestión del acuerdo o no al que deberían llegar el presidente y la mayoría republicana de la Cámara Baja sobre ingresos y gastos del Gobierno federal.

Es el fruto de un desacuerdo hace año y medio. En junio del 2011 no pudieron llegar a un compromiso sobre impuestos y recortes para reducir el déficit presupuestario, doblado por la Administración Obama, hasta algo por encima del 7%, y por tanto muy parecido al nada glorioso que padece nuestra economía. La palanca legal en manos del Congreso era y es la fijación del techo de la deuda pública, que corresponde a la Cámara de Representantes. Ante la imposibilidad de ponerse entonces de acuerdo, se fijaron unas medidas de ingresos y gastos que se aplicarían automáticamente a partir del 1 de enero del 2013 si antes no se llegaba a un convenio general sobre esos temas. No se ha conseguido, y la dimensión política del asunto, tan importante como la económica, consiste en culpar a la otra parte de intransigencia y por tanto de las malas consecuencias, en las que todos coinciden, que se producirán inexorablemente a partir de la aplicación automática de aquel amenazador y provisional documento de hace año y medio, una suerte de espada de Damocles que debería haber forzado un pacto casi equivalente a una reforma fiscal, o que al menos sentase las bases de la misma. 
 
Quedan unas horas y los dos contendientes practican el llamado juego del gallina: dos coches lanzados contra un precipicio, el primero que frene pierde, pero no es nada seguro que al otro, o a ambos, le quede algo por ganar. La caída por el precipicio es el peor de los casos. Cabe esperar que, como mínimo, se trate del deslizamiento por una abrupta pendiente en la que de alguna manera se pueda frenar y aminorar la catástrofe, pero no se le hará ningún favor a la renqueante recuperación americana, que podría transformarse en nueva recesión, y ya se sabe que eso tiene inevitables consecuencias mundiales.
 
Obama está siempre imbuido de razón y firmemente decidido a ser uno de los grandes presidentes transformadores de la historia de los Estados Unidos. Conoce bien las metas a las que tiene que conducir al Estado y la sociedad americanas, que habrán alcanzado un nuevo estadio de perfección después de él. Para eso ha sido reelegido, dice. El caso es que los votantes, en un país en el que se valora el equilibrio de poderes, han vuelto a confirmar una mayoría de diputados republicanos, que se sienten urgidos por el mandato de frenar esas transformaciones, porque a sus electores la meta no les gusta y porque los costos del camino les parecen ruinosos.
Naturalmente, los republicanos no pueden tener la voluntad unitaria de un presidente. Los hay dispuestos a hacer concesiones porque esa es la esencia de lo política democrática y americana. Otros porque temen perder. Obama se siente fuerte y cree que puede explotar y hacer estallar las divisiones de sus rivales. El pulso  se mantendrá hasta el último minuto, y después queda mucho por ver. Realmente, todo.