Fiasco constitucional

por Joseph Stove, 1 de febrero de 2011

Dicen que la Canciller Merkel va a efectuar una oferta de trabajo a jóvenes españoles cualificados que estén en paro. Se dice que, desde la intervención de Irlanda, la emigración ha aumentado. Si el panorama se confirma, en pocos años habremos pasado de ser un país receptor de abundante inmigración poco cualificada, a exportar capital humano bien formado. El envejecimiento de la población aumenta. La ecuación parece sin solución. ¿Es que no hay futuro en España?

Son ya bastantes años los que se lleva avisando, desde diversos círculos y por personas de solvencia probada, que la sociedad española lleva una acelerada deriva hacia ninguna parte. Puede decirse que se ha analizado todo sobre los síntomas de la situación que vive España, lo que no impide que carezcamos, a día de hoy, de un diagnóstico integral de la dolencia que la aflige. El problema a plantear es qué debiera hacer la sociedad española el día después de la implosión, no necesariamente violenta, en el que puede acabar el proceso de deriva que lleva el Estado.
En cualquier patología -y mucho más si se trata de una grave-, el contar con un diagnóstico adecuado es el inicio para la posible solución de la dolencia. El tratamiento elegido debe estar acorde con el mal, pues de otra forma, entraríamos en el ámbito de la hechicería. El paciente España ha recibido los cuidados de un brujo en vez de los de un doctor, y la sociedad contempla entre extasiada y malhumorada, como se le intentan aplicar a los males que la afligen conjuros, sortilegios y otras prácticas sin sentido.

Ha sido preciso llegar a la ruina del Estado y de gran parte de la población para que la alarma sea pública y no se circunscriba a determinados círculos “ilustrados”. Nos habíamos creído que podía llegarse a ser “demócrata de toda la vida” con sólo ir unos pocos años al gimnasio a practicar ejercicios de democracia formal, y que para hacerse rico bastaba con entrar en las entonces Comunidades Europeas. Tal equivocación ha minado la salud nacional hasta extremos graves y los doctores dicen que solo podría intentarse un tratamiento de choque para reanimar al paciente e ingresarlo en la UVI.

Una de la leyes de Murphy proclama que cuando algo puede salir mal, saldrá, y lo hará en el momento más inoportuno. Esa ley se ha cumplido implacablemente en el caso español, como consecuencia de que el peor momento es el resultante de las consecuencias del mismo precepto de Murphy en la Unión Europea.
La ruina es la némesis del pueblo español, la pena por sus pecados de acción y omisión; de acción por dejarse llevar de un optimismo negligente, por abrazar falacias sin cuento, por prestarse sumisamente a aceptar un absurdo tras otro. El pueblo español es culpable in vigilando por permitir la perversión de la democracia, por perder el horizonte de que el único ambiente en que una sociedad libre es capaz de pervivir es en una atmósfera cultural y moral que promueva una visión de la naturaleza humana ni muy optimista ni muy pesimista. El optimismo crónico, “la vida en colores”, o el pesimismo desconfiando son las antesalas del colectivismo, y en sus aledaños nos movemos.
No creo que sea el momento de volver a enunciar las averías de nuestro texto constitucional que, por cierto agotó su periodo de garantía, la Transición, sin ir a reclamar al fabricante los defectos; ni de acusar merecidamente a los que contingentemente ostentan la representación política, porque son consentidos y mantenidos por el pueblo español; ni de acusar a los mercados porque mercados somos todos; ni reprochar a los gremios la forma de como se han hecho con un poder sin el necesario título de representación. Es hora de otra cosa.
Un famoso filósofo americano, Reinhold Niebuhr, afirmaba que “La capacidad de justicia del hombre hace la democracia posible, pero la inclinación del hombre a la injusticia hace la democracia necesaria”. La democracia utiliza los formalismos como instrumento de relación, pero estos sólo son válidos sin sirven a la justicia. Confundir el formalismo de las instituciones con la substancia de la democracia, sin referencia moral, es la base de la corrupción. No pueden emplearse los formalismos de la ley para defraudar a la Constitución. No puede utilizarse el fraude de ley por los gobernantes para imponer sus visiones ideológicas. El pueblo español ha vivido muy alejado de los fundamentos democráticos y su némesis, materializada en forma de ruina moral, intelectual, política y material, es merecida.
Al contrario que en 1931, en 1978, cuando el pueblo español abrazó la democracia, se contaba con una clase media lo suficientemente amplia para hacerla factible, pero no se acudió al pesimismo necesario para comprender que se carecía de la tradición histórica -por lo tanto cultural- necesaria para implantar el sistema. No se introdujeron las cautelas suficientes, por carencia de pesimismo, y los esfuerzos se centraron en los formalismos. Durante la Transición se oyó a políticos ejerciendo una labor pedagógica de usos democráticos, de cuya experiencia carecían. Se poseía la base económica en forma de clase media, pero se carecía de la intelectual. Poner los esfuerzos intelectuales en destrozar al franquismo, excepto lo relacionado con lo “social”, en vez de crear cultura democrática básica en relación con la justicia, implicaba una labor pedagógica ingente, que quedó desatendida.
La falta de fundamentos democráticos convirtió a la sociedad española en fácil presa de las perversiones políticas. ¡Cuántas veces se ha oído pregonar interesadamente que la sociedad española es una sociedad madura! La falta de conciencia de ciudadanía libre ha permitido la implantación en la sociedad de lo que Kenneth Minogue denomina una “mentalidad servil”. Teóricamente, los gobiernos democráticos tienen que conformar un marco legal en el que cada individuo se procure su propia felicidad, tarea de la que los representantes políticos responden ante los ciudadanos. En la actualidad occidental, y muy especialmente en la sociedad española, se han invertido los papeles y son los representantes los que les piden cuentas a los representados. Si fuman, si comen, si son buenos padres, si ven determinada televisión, si tienen que cambiar determinadas creencias, si hablan de determinada manera, si tienen que rotular negocios en idiomas obligatorios, si sus hijos tienen que aprender en una determinada lengua, etc. El Estado ha penetrado en nuestra esfera moral y de ciudadanos hemos pasado a siervos.  

La democracia en España es puramente instrumental y determinadas tendencias políticas emplean su representación para poner en práctica ensoñaciones que nada tienen que ver con el interés general. La acción política se desarrolla en un ámbito de impunidad muy amplio, algo que pervierte la democracia desde sus mismos fundamentos. A los políticos, por sus acciones se les piden sólo responsabilidades políticas, sin saber en qué consisten, y, por el contrario, a los ciudadanos se les exigen de todo tipo, entre otras, la reposición de los desmanes de aquellos. La práctica de esta anomalía está en la raíz que ha acarreado las desgracias del país.

Es hora de pensar en lo que hacer después de la implosión. No basta con modificar los formalismos: hay que ir a la raíz del problema. El pueblo español tiene que tomar conciencia de que ha estado pasivo, que esa pasividad le ha llevado a pedir que el Estado le resuelva sus problemas cotidianos y esta actitud provoca que los estadistas de otros tiempos hayan sido reemplazados por personas, normalmente de escasa preparación, que entienden la política como una actuación para resolver los problemas que afligen diariamente a los ciudadanos y, esa forma de actuar, está muy lejos de para lo que fue concebida la democracia. Los políticos tampoco están para crear derechos, los derechos que afecten a la condición física o moral de los ciudadanos y a la sociedad en su conjunto, a referéndum. Aunque no exista conciencia pública de ello, esta forma de actuar es la base del descrédito de la clase política en el mundo occidental y, especialmente, en España.

El día después hay que recuperar la responsabilidad de vivir en democracia. Hay que darle a cada uno lo suyo. Hay que exigir que todos seamos iguales ante la ley en todo el territorio nacional. Hay que arbitrar sólidos procedimientos para vigilar la actuación de los que ostentan la representación popular, que se limiten a velar por el interés general y que, de esta función, den cuenta de sus actos. Hay que responder públicamente del empleo de la mentira como forma de hacer política. Hay que tomarse en serio que vivimos en un mundo compuesto por seres humanos no por personas benevolentes y que nadie nos va a resolver nuestros problemas, y nuestros intereses pueden verse perturbados. Hay que reconocer que cada uno da de sí según sus capacidades, preparación y dedicación, y que esta circunstancia, la acreditación de la necesaria capacidad, es el criterio selectivo para acceder a los cargos o empleos públicos. Hay que disminuir el tamaño del estado. Hay que borrar la responsabilidad colectiva a favor de la individual, la justicia social por la justicia al individuo…
La ciudadanía debe tomar conciencia de que se ha producido un fracaso colectivo, que ella, y sólo ella, puede iniciar otro camino. Debe de construirse la esperanza, tiene que haber futuro en España.