Estados Unidos y la cuestión de la legítima defensa preventiva

por Carlos Eymar, 7 de mayo de 2002

En el actual marco internacional y, especialmente tras las campañas de Kosovo y Afganistán, las polémicas entre los expertos en Derecho Internacional acerca de la extensión y límites del recurso a la fuerza, no han hecho más que multiplicarse. No basta, para lograr el consenso,  con acudir al artículo 2.4 de la Carta de las Naciones Unidas que consagra la prohibición a los Estados miembros de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza en sus relaciones internacionales. Ese capítulo, tradicionalmente conocido como ius ad bellum, es decir, el derecho a recurrir a la guerra, está siendo sometido a una profunda discusión. En lo que respecta a Kosovo la cuestión de la legalidad de la intervención, más allá de las diferentes posiciones doctrinales (1) se halla pendiente de una resolución de la Corte Internacional de Justicia ante la demanda de Yugoslavia contra los países intervinientes. Pero tampoco han faltado discusiones sobre la legalidad de la intervención de Estados Unidos en Afganistán, si bien el argumento más empleado para fundamentarla jurídicamente haya sido el de la legítima defensa ante un ataque armado (2). Ahora bien, la legítima defensa llevada a cabo por Estados Unidos, lejos de ejercerse en los términos clásicos, cuyos requisitos vamos a recordar, se ha efectuado con una clara vocación preventiva. Sobre este concepto de legítima defensa preventiva parece que tienden a fundamentarse las futuras intervenciones que, con bastante probabilidad, emprenderá Estados Unidos en los próximos meses o años contra del terrorismo internacional. Así pues, el tema de la legítima defensa preventiva adquiere una especial relevancia la cual exige un intento de precisión conceptual y de actualización.
 
Requisitos de la legítima defensa individual
 
 No puede entenderse el concepto de legítima defensa preventiva sin ser puesto en relación con el concepto más amplio de legítima defensa y con la restricción generalizada del recurso a la fuerza consolidada por la Carta de las Naciones Unidas. Como excepciones a la prohibición, prevista en el  citado artículo 2.4 de la Carta, del recurso a la fuerza por parte de los Estados tomados aisladamente, se suelen citar: la legítima defensa individual, la participación en el sistema de legítima defensa colectiva, el uso de la fuerza autorizado por el Consejo de Seguridad, el uso de la fuerza consentido por el Estado en cuyo territorio se ejerce y el uso de la fuerza basado en consideraciones humanitarias (3).
        
De todas estas excepciones, vamos a tratar brevemente de la legítima defensa individual contemplada expresamente, junto con la legítima defensa colectiva en el artículo 51 de la Carta que establece lo siguiente: “Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un Miembro de las Naciones Unidas, hasta tanto el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales...” (4)
         
Por tanto, para que un Estado pueda invocar con fundamento la legítima defensa para utilizar la fuerza, debe cumplir con los dos requisitos básicos que se derivan de lo dispuesto en el citado artículo 51, esto es:
 
a)      ser objeto de un ataque armado
b)     ejercer la fuerza de forma provisional hasta que el Consejo de Seguridad adopte las correspondientes medidas.
 
La principal polémica en la doctrina internacionalista se ha centrado en el primer punto, es decir,  en definir en qué consiste un ataque armado. A este respecto cabe identificar los conceptos de ataque armado y agresión y así lo demuestran las traducciones inglesa y francesa de la Carta. Mientras los franceses hablan de agression armée, los ingleses utilizan la expresión de armed attack para referirse a una misma realidad  En este sentido Márquez Carrasco ha señalado que es posible subsumir la noción más restrictiva de ataque armado en la más general y abstracta de agresión (5) Por esta razón para definir qué es un ataque armado podemos acudir a la Resolución 3314 (XXIX) de 14 de diciembre de 1974 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que establece el concepto de agresión. Dicha Resolución a la que se llegó tras un largo proceso de arduas discusiones y negociaciones, no tiene una fuerza vinculante por tratarse de una Resolución de la Asamblea General, pero, al representar el consenso de la mayoría de los Estados miembros, goza de un gran valor orientativo para las Resoluciones vinculantes del Consejo de Seguridad. En este sentido el artículo 1 de esta Resolución define la agresión como “el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado o en cualquier forma incompatible con la Carta de las Naciones Unidas”.
    
Conviene precisar varios extremos a propósito de esa Resolución:
 
1.      Se ha de tratar de una agresión realizada por un Estado, si bien los Estados pueden realizar las llamadas agresiones indirectas, definidas en el artículo 3.g de la citada Resolución, a través de “bandas armadas grupos irregulares o mercenarios”.
 
2.      La agresión debe llevar aparejado el uso de la “fuerza armada” con lo cual se excluyen otro tipo de agresiones como la ideológica o la económica que, en un primer momento, en el contexto de la Guerra Fría, fueron susceptibles de ser valoradas como verdaderas agresiones por Estados Unidos y la Unión Soviética respectivamente
 
3.      Para determinar quién es el agresor, es necesario acudir al criterio de la anterioridad de tal forma que, conforme a lo dispuesto en el artículo 2 de la Resolución, “el primer uso de la fuerza armada” constituye la prueba determinante para calificar a un acto de agresión.            
 
 Lo dicho hasta aquí  se refiere al primer requisito de la legítima defensa individual, es decir,  a la previa existencia de un ataque armado. En cuanto al segundo requisito exigido en el artículo 51 de la Carta, se trata más bien de una limitación temporal que trata de subrayar el papel primordial del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en el mantenimiento de la paz, tal y como se dispone en el artículo 24 de la Carta. Tan pronto un Estado adoptara medidas de fuerza en ejercicio de la legítima defensa individual, tendría la obligación de comunicárselo al Consejo de Seguridad para que éste adoptara las correspondientes medidas.
 
Pero quizás, aparte de la discusión sobre la noción de ataque armado, la cuestión más debatida por la doctrina,  sea la de determinar si la regulación del derecho de legítima defensa individual se agota o no en lo dispuesto en el artículo 51. Sobre esta cuestión disponemos de una importante sentencia de la Corte Internacional de Justicia de 27 de junio de 1986 a propósito de las actividades militares y paramilitares en Nicaragua (6). En esa sentencia, la Corte señala que el derecho de legítima defensa individual no se agota en la regulación del artículo 51 de la Carta. El derecho de legítima defensa es un derecho anterior a la Carta que ésta misma reconoce cuando afirma que se trata de un derecho “inmanente” de cada Estado. En el texto inglés se utiliza la palabra inherent, mientras que en el francés se emplea la más expresiva de naturel. Esto quiere decir que  el derecho de legítima defensa pertenece al ámbito del Derecho internacional consuetudinario, preexistente, de cada Estado, del cual la Carta regula solamente algunos aspectos pero no todos, lo cual, según la Corte, significa que el artículo 51 no suplanta, ni resume, ni agota el Derecho internacional consuetudinario (7). Sí se reconoce que, también desde el punto de vista del derecho consuetudinario, es necesaria la existencia de un previo ataque armado para poder ejercer la legítima defensa individual. En este aspecto puede decirse que existe una casi identidad entre el artículo 51 de la Carta y el derecho consuetudinario. Pero hay otros aspectos que no están contemplados en la Carta y, sin embargo, pertenecen al derecho consuetudinario, como son las condiciones de ejercicio de la legítima defensa. Entre estas, las más importantes son la necesidad y la proporcionalidad..
 
La necesidad de la legítima defensa puede ser descrita con los famosos requisitos señalados por el Secretario de Estado Webster en 1837: “instant, overwhelming, leaving no choice of means and no moment for deliberation”. No deben existir, por tanto, otros medios que el uso de la fuerza para repeler la agresión. Y, en cuanto a la proporcionalidad, ésta significa la adecuación entre los medios empleados y la finalidad de la defensa del Estado (8).    
                    
¿Qué es la legítima defensa preventiva?    
 
 El artículo 51 de la Carta reconoce, como hemos visto, el derecho a la legítima defensa, siempre y cuando se dé un previo ataque armado el cual se ha identificado con la agresión definida en la Resolución 3314. ¿Debe concluirse, por tanto, que hasta que no se está sufriendo físicamente la agresión o el ataque no puede un Estado iniciar su defensa?. Es aquí donde hay que situar el debate acerca de la legítima defensa preventiva. ¿Puede un Estado utilizar la fuerza para prevenir un probable ataque? ¿sería legítima moralmente y acorde con la legalidad internacional una tal actitud?. Las respuestas a esta difícil cuestión suelen adoptar dos formas opuestas e irreconciliables.
 
 Hay quienes consideran que la pura amenaza del uso de la fuerza, los actos de preparación militar, de despliegue, de concentración de armas o tropas en un determinado territorio, cerca de las fronteras con un Estado o que apuntan a sus centros vitales, puede ser considerada suficiente a los efectos de iniciar una acción armada para prevenir el probable ataque. El fundamento jurídico de esta legítima defensa preventiva, antes de que el ataque, en sentido estricto, se haya producido, se busca en los mismos fundamentos de la legítima defensa individual, es decir en el derecho consuetudinario de los Estados, anterior a la regulación de la Carta de las Naciones Unidas. El ejercicio de este derecho inmanente de los Estados se trata también de encuadrarlo en una consideración realista de las relaciones internacionales y de los modernos sistemas de armas, en especial de las armas de destrucción masiva. El primer golpe nuclear, por ejemplo, tendría  unas consecuencias tan devastadoras para quien lo sufriese, que resultaría absurdo condicionar el ejercicio de la legítima defensa al requisito previo de sufrir este ataque. En este sentido, la “crisis de los misiles” de octubre de 1962 es una buena muestra de una acción de defensa preventiva, de la utilización de la amenaza del uso de la fuerza como respuesta no a una agresión en sentido estricto, sino a un despliegue de armas. Pero, quizás, aunque se puedan mencionar otros muchos, el caso paradigmático de legítima defensa preventiva lo constituye el bombardeo por parte de Israel del reactor nuclear de Osirak el 7 de junio de 1981. El fundamento alegado por Israel fue que, a pesar de estar supervisado por la Agencia Internacional de la Energía Atómica, el reactor permitiría a Irak la construcción de bombas atómicas que serían utilizadas en contra de Israel. La invasión de Kuwait en 1990, es, sin duda, un argumento de peso en apoyo de la tesis israelí.
 
Los argumentos en contra de la justificación de la legítima defensa preventiva son, asimismo, bastante contundentes. A pesar de que la práctica de los Estados antes de que se redactase la Carta de las Naciones Unidas fuera bastante favorable y generalizada a favor de la defensa preventiva, no puede derivarse de ello la existencia de una regla de derecho. El derecho consuetudinario, además de una práctica generalizada, exige además la creencia y la convicción de que esa práctica es legítima y se trata de una verdadera regla de derecho. Es lo que en Derecho Internacional se conoce como el requisito de la opinio iuris (9). Pues bien, para los críticos de la legítima defensa preventiva, la concurrencia de este requisito dista mucho de ser evidente. Como argumento  de autoridad se puede citar a Hugo Grocio que en su célebre De iure belli ac pacis en 1625, se opone radicalmente a la legitimidad de la llamada defensa preventiva que con la excusa de evitar agresiones futuras trata de disminuir el poder de una potencia en crecimiento (10).
 
Fuera del derecho consuetudinario habría que subrayar que una interpretación extensiva de la legítima defensa, de forma que incluyera dentro de esta a la legítima defensa preventiva, iría en contra del carácter restrictivo del uso de la fuerza en las relaciones internacionales, impuesto por la Carta de las Naciones Unidas. Si se dejara al arbitrio de cada Estado la apreciación de las amenazas contra las cuales estaría legitimado para ejercer su fuerza, se estaría abriendo la puerta a la legitimación de la agresión: También Hitler apeló a la legítima defensa preventiva para invadir Polonia. Pero, fuera de este argumento fundamental, hay que referirse a las decisiones adoptadas a este respecto por la Corte Internacional de Justicia y por el Consejo de Seguridad. En su sentencia sobre las actividades militares y paramilitares en Nicaragua de 27 de junio de 1986, la Corte desestimó las alegaciones de Estados Unidos según las cuales, éstos fundamentaban su intervención en defensa de otros países limítrofes en el hecho de que Nicaragua instigaba y apoyaba la acción violenta de guerrilleros en estos mismos países vecinos, de que fomentaba el tráfico de armas hacia la guerrilla salvadoreña o de que mantenía un alto grado de militarización incompatible con su extensión, acciones que solo eran explicables por sus intenciones agresivas. Aún en el supuesto de que esos hechos fueran ciertos, la Corte consideraba que no constituían una “genuina agresión armada” que pudiera justificar el uso de la fuerza en legítima defensa (11). Es por esto por lo que una buena parte de la doctrina, así como la postura oficial de muchos Estados, ha sido la de declarar que no se puede invocar la legitimidad de una defensa preventiva, ni basándose en la Carta de las Naciones Unidas, ni acudiendo a un presunto derecho consuetudinario anterior a la misma (12)  
 
Por su parte, en lo que respecta a Israel, el Consejo de Seguridad en su Resolución 487 (1981) declaró que el ataque israelí contra las instalaciones nucleares de Irak constituía una grave amenaza para la paz y la seguridad internacionales, además de para la Agencia Internacional de la Energía Atómica. En consecuencia “condenó enérgicamente el ataque militar de Israel que viola claramente la Carta de las Naciones Unidas y las normas de comportamiento internacional”.
 
Entre estas dos posiciones, es decir, entre la plena libertad de apreciación de los Estados individuales para decidir cuándo y cómo pueden utilizar su fuerza para prevenir un ataque, y la otra posición que exige una “genuina agresión armada” para que la legítima defensa pueda ejercerse, es preciso buscar un punto de encuentro. Es evidente que hay que evitar que bajo el concepto de legítima defensa preventiva se puedan camuflar auténticas agresiones. Es por esto por lo que el articulo 2 de la Resolución 3314, considera que el primer uso de la fuerza armada constituye una prueba fehaciente de que existe una agresión, pero cabe la posibilidad de que el Estado que da el primer golpe llegue a suministrar una prueba en contrario. Por eso, el citado artículo señala que el Consejo de Seguridad, a la vista de las circunstancias y de la gravedad de las acciones emprendidas, puede llegar a la conclusión de que el Estado que ha dado el primer golpe no ha cometido un acto de agresión. Tal disposición podría ser utilizada, en su caso, para legitimar una hipotética defensa preventiva. Pero, para llegar a la conclusión de que quien golpea primero está legitimado para ello, se hace preciso extremar las exigencias y las precauciones. La legítima defensa preventiva, en cuanto variedad de la legítima defensa, debería, ante todo, cumplir los criterios que para e ejercicio de ésta última impuso el derecho internacional consuetudinario, es decir, los de necesidad, proporcionalidad e inmediatez, a los que hay que añadir los de provisionalidad y subsidiariedad con respecto al Consejo de Seguridad. Especialmente vamos a referirnos  a los dos primeros.                 
         
Ya hemos hecho breve alusión a la expresiva frase de Webster sobre los requisitos de la legítima defensa preventiva. Posteriormente la doctrina ha  intentado definir con mayor precisión lo que ha de entenderse por necesidad en Derecho Internacional. A este respecto puede citarse el proyecto de la Comisión de Derecho Internacional que estableció los requisitos del llamado estado de necesidad. Si bien los conceptos de estado de necesidad y de legítima defensa no sean los mismos, resulta ilustrativo recurrir a la detallada explicación de necesidad para comprender mejor el concepto de legítima defensa preventiva. Así, para que se pudiera invocar la necesidad, sería necesaria la concurrencia de estos cuatro requisitos (13):
 
1.      La existencia de un peligro grave e inminente
2.      Que este peligro recaiga sobre un interés esencial del Estado
3.      No podrá invocarse la necesidad cuando esta situación haya sido provocada por el Estado que la alega.      
4.      La acción que se realice para escapar del peligro inminente y grave debe ser el único medio para escapar del mismo.     
 
Si a la concurrencia de esos requisitos añadimos el de la  proporcionalidad en la respuesta a la amenaza o al ataque que se sufre, podríamos concebir la posibilidad de una legítima defensa preventiva. En este sentido se ha pronunciado por ejemplo el profesor Bermejo (14) para quien parece una exigencia ajena a la realidad, en un mundo en el que los ataques armados se caracterizan por su eficacia y rapidez, obligar a un Estado que se encuentra en una situación de peligro inminente de ataque, esperar a que éste se produzca. En definitiva señala Bermejo que “siempre que el peligro sea lo suficientemente grave, es decir, siempre que haya una necesidad inmediata y siempre que se respete el principio de proporcionalidad, el Derecho internacional no puede prohibir la legítima defensa preventiva” (15). 
 
Para que esta posibilidad de la legítima defensa preventiva no pudiera ser interpretada como un cheque en blanco para que los Estados, individualmente considerados, pudieran realizar auténticas agresiones, es preciso subrayar la plena vigencia de los principios de provisionalidad y subsidiariedad. La legítima defensa individual, y la legítima defensa preventiva como una variedad excepcional de ésta, han de ser recursos transitorios que deben ser reconducidos  a la legítima defensa colectiva en el seno de las Naciones Unidas o de una organización regional defensiva.
 
Los Estados Unidos y la legítima defensa preventiva
 
 El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, al día siguiente de que Estados Unidos sufriera el ataque terrorista, adoptó la Resolución 1368 en la que calificó a esos actos como una amenaza a la paz y seguridad internacionales y se declaró dispuesto a adoptar todas las medidas necesarias para reestablecerla. Poco después, en la Resolución 1373 de 28 de septiembre, el Consejo de Seguridad reafirmaba expresamente el derecho de legítima defensa individual o colectiva reconocida en la Carta de las Naciones Unidas, así como la necesidad de luchar “con todos los medios” contra la amenaza que representa “todo acto de terrorismo internacional”. Se ha hecho notar por algún destacado internacionalista que esta Resolución 1373 implica, en el fondo, la asunción por parte del Consejo de Seguridad de competencias que no le corresponden (16). Con su Resolución, el Consejo de Seguridad se está transformando en un legislador universal que justifica la utilización de medidas no solamente contra los actos terroristas del 11 de septiembre, sino contra todo acto futuro de terrorismo internacional sin mayores concreciones circunstanciales de tiempo, modo y lugar. En otras palabras, el Consejo de Seguridad parece justificar una lucha preventiva universal contra el terrorismo internacional sin ofrecer siquiera ninguna definición de este término, ni limitación temporal alguna.
         
La Resolución 1373 hay que entenderla como una respuesta, en el contexto de conmoción internacional provocada por los atentados, a las exigencias de los Estados Unidos que, desde el primer momento, encuadraron su posible reacción bajo el epígrafe de la legítima defensa. Era algo que, en esos trágicos momentos, nadie podía poner en duda. Ahora bien, ¿contra quién ejercer la fuerza que la legítima defensa autoriza?, ¿dónde está el enemigo?. Dado que en Derecho Internacional son los Estados los únicos sujetos capaces de agresión a otro Estado, era preciso vincular la acción terrorista a un Estado. Esto lo hizo genéricamente el propio Consejo de Seguridad en la citada Resolución 1373, al recordar la Declaración sobre los principios de Derecho Internacional referentes a las relaciones de amistad y cooperación entre los Estados, aprobada por Resolución 2625 de la Asamblea General el 24 de octubre de 1970. En el desarrollo de uno de estos principios se afirmaba: “Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar en actos de guerra civil o en actos de terrorismo en otro Estado o de consentir actividades organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos, cuando los actos a los que se hace referencia en el presente párrafo impliquen recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza”. De esta forma, al consentir el entrenamiento de terroristas en su territorio, Afganistán, o el régimen talibán que lo representaba en ese momento, estaba violando ese principio y se convertía en cierta forma en un agresor indirecto de Estados Unidos con lo cual la acción armada de éste podía ampararse en el derecho a la legítima defensa individual. Esto lo demuestra la misma decisión de Estados Unidos de aplicar la III Convención de Ginebra relativa a los prisioneros de guerra a aquellos “detenidos”en la campaña militar que tuvieran nacionalidad afgana. Esa decisión implica, en el fondo, el reconocimiento de haber sufrido una agresión indirecta, por medio de una banda armada al servicio de Afganistán. De este modo se vincula la agresión sufrida a un Estado y se hace más coherente jurídicamente la respuesta armada.
          
Que el ataque sufrido por los Estados Unidos tenía el carácter de una agresión armada “desde el exterior”, fue algo que el Consejo Atlántico, el 12 de septiembre, se encargó de confirmar al encuadrarlo en el artículo 5 del Tratado de Washington. Dicho artículo que estipula que un ataque dirigido desde el exterior contra uno o varios de los países aliados sería considerado como un ataque dirigido a todos los aliados, se sitúa en el ámbito de la legítima defensa individual o colectiva. La misma conclusión se desprende de   la posición adoptada por la Unión Europea que, a través del documento aprobado por el Consejo europeo extraordinario  21 de septiembre, consideró como legítima una respuesta americana a los atentados sobre la base de la Resolución 1368 del Consejo de Seguridad (17)
 
Comprobamos, por tanto, que tanto el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, como el Consejo Atlántico y la Unión Europea, otorgaron una bendición jurídica a la posible respuesta de Estados Unidos, antes de que ésta se produjera, fundamentándola en el derecho de legítima defensa. Pero dado el carácter singular y extraordinario de la agresión terrorista sufrida, la reacción contra la misma no podía ejercerse fácilmente bajo los moldes clásicos. Los teóricos del Derecho internacional habían imaginado normalmente la agresión como el ataque armado de un Estado e incluso se había discutido sobre las posibles reacciones legítimas contra actividades terroristas como atentados con bomba o toma de rehenes (18). Nadie podía imaginar un atentado terrorista de la magnitud y de la gravedad que tuvo el perpetrado el 11 de septiembre. Ante un acto terrorista de tales características cometido por un comando suicida no cabe, en un sentido lógico, una defensa, puesto que el ataque ya se ha consumado. Las únicas reacciones posibles son las represalias o las acciones preventivas. Las   represalias han sido condenadas unánimemente por el Derecho Internacional y, así, la Resolución 188 (1964) del Consejo de Seguridad condenó la represalias como incompatibles con los propósitos y principios de las Naciones Unidas y en el mismo sentido se pronuncia la famosa Resolución 2625 de la Asamblea General. No obstante, la posibilidad de adoptar represalias  se ha ido abriendo paso bajo el término de contramedidas. Cada vez más, se admite que un Estado que ha sido víctima de un ilícito internacional tiene derecho a pedir reparación, y, si no la obtiene, a adoptar inmediatas contramedidas (19). La otra posible reacción, la preventiva, es la que se impone con mayor claridad aunque su parentesco con la represalia no puede ser olvidado. La lógica vindicativa y retributiva de las represalias suele ocultarse bajo acciones sustentadas en argumentos preventivos. En definitiva ha sido esta componente preventiva la que predomina en la reacción norteamericana. Así, las respectivas decisiones de apoyo a los Estados Unidos, por parte de los organismos citados, no dejaban de asumir la necesidad de acciones preventivas contra el terrorismo internacional. En este sentido  la Resolución 1373 del Consejo de Seguridad insta a los Estados miembros a “prevenir y reprimir los actos de terrorismo”. Aunque entre los medios de prevención la citada Resolución insista sobre todo en medidas económicas de congelación de fondos, obstáculos a la financiación y abstención de apoyo activo o pasivo a entidades o personas que participen en la comisión de actos de terrorismo,  también decide, sin otras expresiones restrictivas, que los Estados “adopten las medidas necesarias para prevenir la comisión de actos de terrorismo”.
          
La buena disposición del Consejo de Seguridad, del Consejo Atlántico y de la Unión Europea hacia un concepto amplio de legítima defensa que incluye de forma implícita la legítima defensa preventiva, al menos en el caso de la campaña militar de Afganistán, ha sido llevada mucho más allá por Estados Unidos. Del discurso oficial y de la práctica política estadounidense parece derivarse la voluntad de utilizar de forma laxa y generalizada el concepto de  legítima defensa preventiva para el uso de la fuerza contra el terrorismo internacional.
       
La resolución conjunta del Congreso y el Senado norteamericanos, de 15 de septiembre de 2001, autorizó al Presidente de los Estados Unidos a utilizar todas las fuerzas necesarias y apropiadas contra aquellas naciones, organizaciones o personas que planearon, autorizaron, se comprometieron o ayudaron a la comisión de los atentados, así como contra los que protejan o acojan a tales organizaciones o personas, “a fin de prevenir cualquier acto futuro de terrorismo contra los Estados Unidos”. Más tarde, al día siguiente del inicio de la campaña militar contra Afganistán, el 7 de octubre, el representante estadounidense en el Consejo de Seguridad presentó un informe en el que, entre otras cosas, se afirmaba que la acción militar se había iniciado  en respuesta a los ataques terroristas sufridos y de conformidad con el derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva, “para prevenir y disuadir de futuros ataques a los Estados Unidos” (20)
       
Con ello volvemos a la inspiración de la United State’s National Security Decision Directive 138 de 3 de abril de 1984 en plena era Reagan, dictada bajo la reciente impresión de la muerte de 241 marines en el aeropuerto de Beirut el 23 de octubre de 1983. Dicha directiva, en contra del criterio mayoritario de la comunidad científica, establecía la legitimidad de represalias y ataques armados preventivos contra los terroristas (21). Las posteriores acciones de Estados Unidos contra Libia el 14 de abril de 1986, y, más tarde, contra Bagdad el 26 de junio de 1993 y contra Afganistán y Sudán el 2de agosto de 1998, no han hecho más que confirmar una práctica sustentada sobre los principios de la represalia y la prevención. 
       
Una muestra de la vehemente defensa del concepto de legítima defensa preventiva por parte de la actual administración norteamericana, la tenemos en las expresiones elogiosas que Bush y Cheney dirigieron al embajador israelí, Mr Ivry, cuando éste acompañó a Simón Peres en su visita al despacho Oval en el mes de octubre del pasado año. Mr Ivry había desempeñado el cargo de comandante en jefe de la fuerza aérea  en el raid que Israel dirigió contra el reactor nuclear de Osirak el 7 de junio de 1981, y los elogios del presidente estadounidense se fundamentaban precisamente en el hecho de haber sabido demostrar qué acciones preventivas había que tomar cuando determinadas armas de destrucción masiva se encontraban en malas manos. La acción de Israel contra la central nuclear de Osirak  pasa, por tanto, a tener el carácter de modélica y las condenas que, en su día, recibió, no son sino la muestra de que no siempre conviene hacer caso al Derecho Internacional. Comentando este hecho, George F. Will, un analista del Washington Post, se congratulaba de la comprensión que la administración republicana demostraba hacia el papel de un “robusto unilateralismo” como el israelí, y concluía: “ni abogados citando el derecho internacional, ni diplomáticos invocando la opinión mundial, impedirán que América actúe como lo hizo Israel, en legítima defensa preventiva” (22).
      
Ante esas expresiones, a un asesor jurídico internacional no le quedaría más remedio que o callarse de acuerdo con la máxima de Cicerón: “silent leges inter armas”, o bien tratar de dar una cierta forma legal a la legítima defensa preventiva, reconduciéndola al cumplimiento de unos determinados requisitos, ya enunciados, como los de necesidad, proporcionalidad, provisionalidad, subsidiariedad...Hay que recordar que la propia doctrina oficial norteamericana en materia de uso de la fuerza admite la legítima defensa preventiva en los términos enunciados por el Secretario de Estado Webster en 1842, es decir, conforme a los principios de necesidad y proporcionalidad (23). Se reconoce también que la legítima defensa preventiva (anticipatory self defense), como pretexto para ejercer represalias o incluso para acciones preventivas, no ha sido consagrada por el uso, si bien los Estados Unidos la hayan empleado de forma creciente en los últimos años, como respuesta a actos de violencia, efectivos o intentados, contra ciudadanos o intereses norteamericanos (24).
         
Con estos presupuestos, pasado el momento de la acción en Afganistán que puede ser fácilmente encuadrada, como ya hemos visto, en el marco del derecho inherente de legítima defensa, e incluso dentro de una supuesta legítima defensa preventiva de Estados Unidos, no sería posible seguir manteniendo esta justificación legal para futuras intervenciones que se basaran exclusivamente en una percepción subjetiva, no apoyada en pruebas inequívocas y contrastables. Prevenir otro atentado como el sufrido, sin otros criterios y matizaciones, no puede convertirse en una permanente autorización para el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y en este sentido la Resolución 1373 no puede ser considerada como un cheque en blanco para utilizar la fuerza. A este respecto,  y centrándonos en la peculiar posición de Estados Unidos, hemos de insistir, al menos, en el cumplimiento  de dos de los requisitos señalados:
 
1.  Necesidad: Es decir, inmediatez en el tiempo y proximidad en el espacio de la amenaza que no permitan más alternativa que el uso de la fuerza armada. Es lógico que, a medida que  vayan cicatrizando las  heridas sufridas por Estados Unidos sin que sean reabiertas por nuevos atentados, la apelación a una necesidad de intervenir en cualquier escenario, sea cada vez menos justificable. También lo sería el uso de la fuerza armada como único medio para combatir y prevenir el terrorismo, sin tener en cuenta todas las medidas preventivas: diplomáticas, policiales, económicas, cooperativas etc, recomendadas por las Naciones Unidas. En este sentido podemos recordar que la condena de Estados Unidos a Israel por su intervención en Irak en 1981 se fundamentó no en la negación de un derecho a la legítima defensa preventiva, sino en el hecho de no haber agotado todos los medios pacíficos para suprimir la amenaza. Sería deseable que en posibles intervenciones, amparadas en una supuesta legítima defensa preventiva, los Estados Unidos se aplicaran a sí mismos este criterio. En el mismo sentido, la Carta de América, publicada por un grupo de intelectuales norteamericanos, que pretendía enmarcar la intervención militar en Afganistán bajo el concepto de “guerra justa” afirma que no se puede legítimamente hacer la guerra cuando el peligro es mínimo y dudoso, de consecuencias inciertas, o puede ser superado mediante la negociación, la apelación a la razón o la mediación (25). Es preciso recordar las tragedias producidas por un uso de la fuerza preventivo cuya necesidad no estaba suficientemente acreditada.La muerte de 290 pasajeros de un avión comercial de la compañía Iran Air, el 3 de julio de 1988, destruido por un misil lanzado desde un buque de guerra americano, constituye un ejemplo ilustrativo.
 
2.  Subsidiariedad: Aún concebida como un derecho inmanente de los Estados, la legítima defensa tiene un carácter excepcional. Como hemos tenido ocasión de ver, en el artículo 51 de la Carta, el derecho de legítima defensa de los Estados individuales, ha de ejercitarse “hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales”. En este requisito radica el núcleo de la actual polémica mundial en torno al unilateralismo norteamericano. La propia Carta de América a la que nos hemos referido pone en tela de juicio que la ONU sea una instancia superior para decidir cuándo y en qué condiciones el recurso a las armas está justificado (26). Esta crítica al Derecho internacional vigente, por parte de muy diversas instancias norteamericanas, nos muestra, como ha indicado William Pfaff, la paradoja de que el miembro más poderoso de la comunidad internacional practica políticas deliberadamente destructivas de un orden al que  considera pasado de moda (27). No queda otra solución que el intento de invertir esa tendencia de separación entre Estados Unidos y la comunidad internacional, reafimando no solo la legitimidad, sino la utilidad del multilateralismo. En la medida de sus responsabilidades y competencias, definidas en el Nuevo Concepto Estratégico de abril de 1999, la OTAN (o cualquier otro organismo regional) de acuerdo con los propósitos y principios de las Naciones Unidas, puede adoptar medidas para la lucha y prevención del terrorismo. El terrorismo internacional, aunque les haya golpeado de forma especial, no constituye una amenaza solamente para Estados Unidos. Sería deseable, por tanto, que, a fin de no ahondar en la crisis atlántica y del Derecho internacional, la lucha contra el terrorismo, en lugar de plantearse en el ámbito de una legítima defensa individual, se enmarcase dentro de una defensa colectiva a la que se otorgara preeminencia de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas.                                                      
 
Hasta la fecha, a pesar de todos los indicios apuntados, se puede afirmar que la comunidad internacional, la Organización de las Naciones Unidas y la mayoría de la comunidad científica, han admitido las acciones militares de los Estados Unidos como fundadas en el derecho de legítima defensa  incluso con su carácter claramente preventivo. La Resolución 1373 , aunque discutible, es, sin duda, un buen fundamento para considerar legitimadas las acciones emprendidas por Estados Unidos hasta la fecha. Otra cosa sería considerar fundamentado en el derecho natural de la legítima defensa preventiva cualquier acción futura contra cualquiera de los Estados sospechosos de albergar o ayudar a terroristas relacionados con los atentados del 11 de septiembre.
 
La posibilidad de separación entre el Derecho Internacional y la Realpolitik resulta perjudicial tanto para el Derecho como para la política efectiva de los Estados. Es necesario un esfuerzo de convergencia y esto resulta especialmente válido en la cuestión de la legítima defensa preventiva. El que, en esta materia,  la voz del Derecho, con exigencias ajenas a las leyes de la realidad, pueda llegar a ser totalmente ignorada, resulta tan desolador como la descarnada vigencia de la ley del más fuerte. Como decía Rousseau, el más fuerte nunca lo es demasiado si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber.   
 
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS:
 
1)   Entre las posiciones contrarias a la intervención vid entre otros, A. REMIRO BROTONS, “¿De la asistencia a la agresión humanitaria?. OTAN versus Consejo de Seguridad”, en Política Exterior nº 69 y entre las favorables R. BERMEJO, “Cuestiones actuales referentes al uso de la fuerza” en Anuario de Derecho Internacional XV, 1999, pág.60, o mi artículo “El derecho de injerencia” en Cuadernos de la Guardia Civil XXI, 1999.
2)   Sobre esta justificación y la polémica vid el artículo de L. CONDORELLI, “Les attentats du 11 septembre et leurs suites: Où va le Droit international” en RGDIP, 105/2001/4. Una posición crítica la de REMIRO BROTONS, “Estados Unidos no se pregunta en que se equivoca” en Política Exterior nº 85
3)   Vid. C. DÍAZ BARRADO, “La prohibición del uso de la fuerza y sus excepiones: Balance a los cincuenta años de Naciones Unidas” en el lbro colectivo Balance y perspectivas de Naciones Unidas en el cincuentenario de su creación, Madrid, Universidad Carlos III y BOE, 1996.
4)   Pasamos aquí a resumir los requisitos clásicos de la legítima defensa. Entre otras, se pueden consultar las obras de R. BERMEJO, El marco jurídico internaciona en materia de uso de la fuerza: ambigüedades y límites, Madrid, Civitas, 1993 y M.C. MÁRQUEZ CARRASCO, Problemas actuales sobre la prohibición del recurso a la fuerza en Derecho Internacional, Madrid, Tecnos, 1998
5)   MÁRQUEZ CARRASCO, Op cit, pág.119
6)   Recueil CIJ, 1986
7)   Ibid. paragraf 176
8)   Vid. MÁRQUEZ CARRASCO, Op. cit., págs 138 y sgs
9)   Vid. por ejemplo P.M. DUPUY, Droit International Public, Paris, Daloz, 1998, pág 293.
10)   H. GROCIO, Del Derecho de la Guerra y de la Paz, Madrid, Reus, 1925, Libro II, C.XVI y XVII.
11)   Recueil CIJ 1986
12)   Ver por ejemplo, PASTOR RIDRUEJO, Curso de Derecho Internacional Público y Organizaciones Internacionales, Madrid, Tecnos, 1996 o JIMÉNEZ DE ARÉCHAGA, “La legítima defensa individual en la Carta de las Naciones Unidas”, en Estudios de Derecho Internacional en homenaje al profesor Barcia Trelles, Santiago de Compostela, 1958.
13)   C. GUTIÉRREZ ESPADA,  El estado de necesidad y el uso de la fuerza en Derecho Internacional, Madrid, Tecnos, 1987, págs 47 y sgs.
14)   R. BERMEJO, Op. cit., pág. 311
15)   Ibid.
16)   L. CONDORELLI, Op. cit., pág 841
17)   Ibid.
18)   Ver por ejemplo, J. ALCAIDE FERNÁNDEZ, Las Actividades terroristas ante el Derecho Internacional contemporáneo, Madrid, Tecnos 2000
19)   Ibid, pág. 240
20)   CONDORELLI.,Op. cit, pág. 839
21)   ALCAIDE, Op. cit., pág 284
22)    G. F. WILL, “The F-16 Solution” Washington Post de 1 de noviembre de 2001
23)   Operational Law Handbook, International and Operational Law Department, Charlottesville, Virginia, The Judge Advocate Geneal School, United Sates Army, 2000, pág. 4
24)   Ibid.  
25)   Lettre d’Amérique, les raisons d’un combat, Le Monde, 15 de febrero, 2002.
26)   Ibid.
27)   W. PFAFF, “El Resurgimiento del destino manifiesto” en Política Exterior nº 86 marzo/abril 2002