España, Europa y Estados Unidos: el poder militar
por Ignacio Cosidó, 16 de diciembre de 2003
(Ponencia presentada en FAES, el 16 de diciembre de 2003)
Estados Unidos es hoy la única superpotencia superviviente de la Guerra Fría y el único país con una proyección estratégica de alcance global. La Unión Europea, por el contrario, se encuentra en un momento difícil de consolidación de su proceso de integración interna y de debate sobre su papel en el mundo. España, por su parte, es una potencia de tipo medio que está emergiendo en este inicio del siglo XXI como uno de los países con mayor protagonismo estratégico.
En este contexto, España tiene la oportunidad de construir una relación especial con Estados Unidos que más allá del valor estratégico que tiene en si misma permita una revitalización del vínculo entre ambas orillas del Atlántico. La diferencia esencial de esta nueva relación bilateral frente a otras etapas del pasado es que no responde a intereses diferenciados para cada una de las partes, sino a un interés común por lograr un mundo más seguro, más democrático y mejor.
La cooperación militar hispano-norteamericana tiene en realidad medio siglo de historia. En 1953 se firmaron los primeros acuerdos de cooperación militar bilateral. Estos acuerdos permitieron a Estados Unidos disponer en España de una serie de bases aéreas y navales que resultaban vitales en su estrategia de contención de la Unión Soviética y, llegado el caso, para la defensa de Europa Occidental. Por su parte, España pudo romper a través de esta relación el aislamiento internacional al que habían sometido al régimen de Franco las democracias europeas. España obtuvo también, a través de esta relación, una importante ayuda material para modernizar sus ejércitos, una más limitada cooperación económica que resultó sin embargo importante para el desarrollo español en la década de los 60 y una vinculación a la seguridad occidental.
La posterior integración de España en la OTAN en 1982 y su ingreso en la Comunidad Europea cuatro años más tarde hicieron perder buena parte del valor estratégico de esa relación bilateral. España quedaba así vinculada a Europa y a la seguridad occidental sin necesidad de puertas traseras. El nuevo plano de igualdad democrática sobre el que se renovaron los acuerdos con Estados Unidos hacía además que nuestro país renunciara a compensaciones directas por la cesión de las bases.
Por parte norteamericana había también un menor interés en la relación bilateral. Por un lado, los desarrollos tecnológicos, especialmente el mayor alcance de las plataformas capaces de portar armas nucleares, hacían que las bases españolas, aunque importantes, perdieran parte de su relevancia estratégica. Por otro lado, la incorporación definitiva de España a la Alianza Atlántica dejaba a España claramente enmarcada en el bloque occidental.
Sorprendentemente, el final de la guerra fría sirvió para volver a revalorizar la relación estratégica entre ambos países. Por un lado, desaparecida la amenaza soviética, el gran Oriente Medio, aquel que abarca desde el Norte de África hasta el Asia Central, se convirtió en el polo de máxima atención y tensión estratégica. Esto resituaba a España en primera línea de la nueva confrontación y no en la retaguardia como en tiempos de la amenaza soviética. Este cambio se puso en evidencia durante la I Guerra del Golfo de 1991 en la que un tercio del despliegue aéreo estadounidense se realizó desde bases españolas. En la reciente guerra de Irak gran parte del despliegue norteamericano ha pasado a través del Estrecho de Gibraltar.
La relación bilateral con Estados Unidos debe ser ahora revisada sobre nuevos presupuestos. Por un lado, el firme compromiso de ambos países en la lucha global contra el terrorismo. Por otro, la nueva doctrina de seguridad de la actual Administración Bush, mucho más proactiva en la resolución de los problemas de seguridad mundiales. Finalmente, el giro efectuado por el Presidente Aznar desde el europeismo vinculado al eje franco-alemán de los gobiernos socialistas a la búsqueda de una relación especial con Estados Unidos que fortalezca nuestra posición en una Europa ampliada.
La hegemonía militar de Estados Unidos
Estados Unidos emergió tras la Guerra Fría como la única superpotencia mundial. Esta hegemonía estratégica se sustenta en su superioridad económica, tecnológica y cultural, pero es especialmente significativa en términos militares. Los ataques terroristas del 11 de septiembre han transformado además a Estados Unidos de la superpotencia moderadamente pasiva de los años 90, a una potencia hegemónica con voluntad de ejercer su poder para la transformación del mundo en un planeta mejor y más seguro.
La supremacía de las capacidades militares de Estados Unidos resulta incuestionable. Así, las Fuerzas Armadas norteamericanas disponen de un presupuesto mayor que la suma de las otras diez principales potencias militares del mundo. Los últimos incrementos de sus presupuestos de defensa hacen que su gasto en defensa sea ya el doble del conjunto de sus aliados europeos. Con un esfuerzo inferior al realizado durante la Guerra Fría, el gasto militar estadounidense se sitúa en estos momentos en torno al 3,5% de su PIB, frente al 6% que llegó a alcanzar en la segunda mitad de la década de los 80, la distancia en términos de capacidades militares se agranda aún en mayor medida.
No obstante, la distancia militar de Estados Unidos es aún mayor en términos cualitativos que cuantitativos. Así, los norteamericanos con sólo el doble de gasto que los europeos pueden obtener unas capacidades reales del orden de veinte veces superiores a las nuestras. Por poner sólo un ejemplo, de las casi 250 brigadas de combate de las que disponen los países europeos, sólo 50 son desplegables fuera de su territorio. Pero si tenemos en cuenta la necesidad de rotación de estas unidades en sus operaciones en el exterior, la cifra de disposición real de fuerzas sería de tan sólo 15. Esto significa que de los casi 2 millones de efectivos de los que disponen las fuerzas armadas europeas tan sólo 80 mil pueden ser desplegados simultáneamente en el exterior.
Las capacidades de combate de estas brigadas europeas son además muy inferiores a las de las norteamericanas. Es más, sería muy difícil que estas fuerzas europeas pudieran actual frente a un enemigo consistente sin el apoyo de los sistemas de comunicación e inteligencia global, sin la cobertura aérea y el apoyo naval y sin las capacidades de transporte estratégico de Estados Unidos.
Lo inquietante, desde un punto de vista europeo, es que esta distancia se incrementará de forma muy notable en los próximos años. Así, el proceso de transformación impulsado por el Pentágono, acompañado de un fuerte incremento de su gasto militar, colocará a las Fuerzas Armadas norteamericanas literalmente en otra órbita. La maquina militar estadounidense multiplicará en los próximos años su capacidad de proyección y de combate hasta dejar obsoletos a los ejércitos europeos.
La superioridad tecnológica está en la base de este creciente desfase militar entre Estados Unidos y sus seguidores. Así, el mayor esfuerzo militar norteamericano se está centrando más en los programas de innovación, investigación y desarrollo que en los propios programas de adquisiciones. Pero la diferencia esencial entre el ejercito estadounidense y los del resto de los países no estribará sólo en que estas dispongan de mejores equipos, sino en la forma de desarrollar el combate. Se trata de incrementar el ritmo de las operaciones para romper el ciclo de decisión del enemigo y de realizar operaciones basadas en el efecto que con unidades mucho más reducidas consigan resultados similares a los que en términos estratégicos más tradicionales se obtenían a través de la masa.
La conclusión de todo ello es que no sólo no existe ningún competidor militar en el mundo que pueda hacer sombra a Estados Unidos en un futuro previsible, sino que la distancia entre los norteamericanos y el resto de las potencias mundiales tenderá a incrementarse de forma sustancial en los próximos años. Ni siquiera una improbable y contra-natura coalición de todas las otras potencias regionales -Unión Europea, China, Rusia- podría compararse en términos militares a la superpotencia norteamericana.
La paradoja es que esta hiperpotencia militar se siente a la vez más vulnerable que nunca. Los atentados del 11 de septiembre del 2001 supusieron por primera vez en la historia un ataque directo a gran escala contra el territorio de Estados Unidos. La hipótesis de que un ataque terrorista de este tipo pudiera repetirse con la utilización de armas de destrucción masiva es un escenario tan probable como inaceptable.
En esta nueva realidad estratégica, la indiscutible supremacía militar norteamericana no es suficiente para disuadir a sus potenciales agresores. La naturaleza asimétrica de la amenaza terrorista hace que esta superioridad militar no garantice por si sola su seguridad y que la doctrina tradicional de la disuasión quiebre ante el carácter nihilista de los grupos terroristas a los que nos enfrentamos.
El 11-S despertó por tanto a Estados Unidos del confortable sueño de sentirse seguro en un mundo crecientemente convulso. Ni siguiera el parapeto de su Iniciativa de Defensa Estratégica era suficiente para defenderse de la amenaza de un ataque de efectos catastróficos contra su población. Tener las capacidades no era suficiente para garantizar su seguridad sino disponía simultáneamente de la voluntad de usarlas.
La salida al dilema de su superioridad-vulnerabilidad fue la utilización de su poder hegemónico para transformar el mundo en un lugar más seguro. Este objetivo de más seguridad pasa a su vez por el ideal de un mundo más democrático. En esta ambiciosa agenda de transformar el mundo el poder militar juega sin duda un papel esencial, aunque no único. Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos tendrán la misión de destruir las capacidades de los terroristas allí donde se encuentren, imposibilitar la producción de armas de destrucción masiva en aquellos países que supongan una amenaza potencial e incluso derrocar aquellos regímenes totalitarios que apoyen de cualquier forma al terrorismo o sean en sí mismos una amenaza para la democracia. Sin embargo, el desarrollo de sociedades democráticas requiere de instrumentos más diversos y complejos.
Esta nueva doctrina de seguridad convierte a Estados Unidos no sólo en la única superpotencia militar de alcance global en el mundo actual, sino en un poder hegemónico con voluntad de transformar el planeta en un mundo más democrático y más seguro.
Confusión europea
La hegemonía de Estados Unidos crea un dilema a los europeos. Así, algunos europeos consideramos que se trata de una hegemonía benigna y que Europa y Estados Unidos deben fortalecer su alianza para hacer frente a las amenazas y a los desafíos del futuro. Por el contrario, otros creen que esta situación hegemónica entraña graves riesgos, que Europa debe prevenir mediante una estrategia de contención e incluso confrontación con los estadounidenses. En este sentido, algunos gobiernos consideran incluso que la alianza de Europa con otras potencias regionales, como China o Rusia, puede ser útil para esta estrategia de control del hegemón. Esta división sobre la visión del nuevo orden mundial está polarizando no sólo a los gobiernos nacionales sino a las opiniones públicas dentro de los países miembros.
Una segunda cuestión es la divergencia entre Europa y Estados Unidos sobre el papel del poder militar en el mundo actual. El Concepto Estratégico aprobado recientemente por el Consejo de la Unión Europea es presa de una ambigüedad calculada que trata de recoger ambas visiones. Así, el Concepto defiende por un lado la necesidad de la Alianza Atlántica como elemento fundamental de la defensa de Europa. Pero por otro, considera que los desafíos a la seguridad requieren en mayor medida una respuesta diplomática, económica y de cooperación al desarrollo, que meramente militar. No hay una renuncia expresa al uso de la fuerza, pero apenas hay mención a ella en el documento.
Esta concepción crea dos problemas. En primer lugar, ensancha el desfase conceptual entre la estrategia de Estados Unidos y la estrategia de la Unión Europea. Por otro, hace que la OTAN, en tanto que organización política-militar, pierda relevancia como un instrumento adecuado para afrontar los problemas de seguridad actuales.
Una tercera cuestión esencial en este debate es la medida en que Europa debe aspirar a una defensa autónoma o compartida con Estados Unidos. En este sentido, la decisión acordada recientemente en Nápoles de crear una célula de planificación y conducción de operaciones en el Estado Mayor de la Unión Europea parece que sienta un tímido primer paso hacia la construcción de una defensa europea autónoma de la Alianza Atlántica. Países supuestamente contrarios a esta concepción de una defensa autónoma, como España o el Reino Unido, parecen haber aceptado la creación de esta Célula como un mal menor a la alternativa de creación de un nuevo Cuartel General en Tervuren acordado por Francia y Alemania.
El problema es que mientras Europa debate cual debe ser su papel en el mundo y si debe disponer de una defensa autónoma o compartida con Estados Unidos, la realidad es que al final puede no tener ni la una ni la otra. El creciente desfase militar de los países europeos respecto de Estados Unidos, al que ya nos hemos referido, junto a la inadecuación de las capacidades que disponemos para hacer frente a las amenazas actuales como el terrorismo, están provocando una creciente irrelevancia de Europa como socio estratégico de los norteamericanos y, de no corregirse con urgencia, una progresiva indefensión de Europa.
Europa acordó en la Cumbre de Helsinki de 1999 disponer a finales del 2003 una Fuerza de Reacción Rápida de 60 mil efectivos para realizar misiones fuera de área. Sin embargo, el grado de operatividad y disponibilidad de la mayoría de las fuerzas europeas y sus carencias en áreas claves como las comunicaciones, la inteligencia, el mando y control o el transporte estratégico, parece difícil que esta fuerza sea realmente operativa, más allá de las declaraciones oficiales.
Pero incluso en el momento en el que se alcanzara la plena operatividad de esta Fuerza de Reacción Rápida, está por ver si su concepción como fuerza de paz robusta se adapta a los nuevos escenarios de conflicto a los que deberemos hacer frente en el marco de la guerra global contra el terrorismo y cuál es el nivel de interoperatividad que tiene con las unidades de combate de Estados Unidos.
En resumen, Europa tiene tres problemas. El primero es que no sabe lo que quiere. El segundo es que carece de la voluntad política para generar las capacidades que necesita. El tercero es que aún cuando llegara a saber lo que quiere y decidiera dotarse de los medios para lograrlo, tendría serios problemas para generar los recursos necesarios para ello.
España como potencia emergente
España se ha convertido en la octava potencia económica del mundo. Nuestro país es además, con cuarenta millones de habitantes, el quinto país más poblado de la Unión Europea. Pero el creciente peso de nuestro país en la Unión Europea y en el mundo no se explica sólo por su dimensión demográfica ni por su creciente dinamismo económico, sino esencialmente por la renovada voluntad de nuestro país de ejercer un mayor protagonismo en la escena internacional y por la firmeza con la que el Gobierno español ha traducido esa vocación de proyección exterior.
España se ha transformado radicalmente en la última década. Nuestro país ha pasado en pocos años de ser un país de emigrantes a convertirse en el principal receptor europeo de inmigración. Así, si hace diez años había poco más de 300 mil extranjeros viviendo en España, hoy nos aproximamos a los dos millones. La renta española se ha aproximado a su vez en ocho puntos a la media de la Unión Europea desde 1996. Nuestra economía se ha internacionalizado, convirtiéndonos en exportadores netos de capital. En áreas como Iberoamérica, España ha pasado a ser el primer inversor y cobramos cada vez mayor relevancia en los países del sur del Mediterráneo. Las grandes empresas españolas o los principales bancos, se han transformado en multinacionales. España ha abierto nuevos mercados en lugares en los que antes apenas existía, como Europa del Este o Asia.
Esta proyección exterior en términos económicos ha tenido también una dimensión política. España ha dejado de ser un socio europeo acomplejado y dependiente a ultranza de las ayudas de los países ricos para garantizar nuestro desarrollo. La ampliación de la Unión hacia el Este y la convergencia de nuestro nivel de renta nos coloca ante un escenario en el que España puede pasar a ser un contribuyente neto de fondos a la Unión Europea en un futuro no tan lejano. Ser un país rico tiene el inconveniente de no recibir ayudas, pero tiene también la gran ventaja de que aumenta sustancialmente la capacidad de influencia en las decisiones.
España ha desarrollado así la voluntad de ejercer una mayor responsabilidad internacional. Hay numerosos ejemplos, pero quizá el más significativo sea el hecho de que las Fuerzas Armadas españolas realicen hoy misiones en prácticamente todas las áreas de conflicto, ya sea los Balcanes, Afganistán o Iraq. Incluso la Guardia Civil tiene hoy desplegados efectivos en casi veinte países desarrollando distintas misiones. La proyección internacional de la cultura española vive también un momento de auge. Todo esto ha hecho que el peso de España en el escenario internacional haya crecido enormemente en la última década.
En este proceso, la política exterior española ha experimentado un cambio significativo. España ha pasado en dos décadas de ser un aliado renuente de la OTAN a ser uno de los principales adalides de la relación trasatlántica. La declaración Conjunta España-Estados Unidos de enero de 2001 sienta las bases para una relación especial entre ambos países. Es más, en la reciente crisis europea generada por el conflicto de Iraq, España ha liderado el grupo de países que apostaron por un decidido apoyo a Estados Unidos frente a la dura oposición de Francia y Alemania. La imagen de las Azores, en la que pudo verse al presidente del Gobierno español junto al Presidente Bush y al Primer Ministro Blair, era una foto impensable hace solo unos pocos años. Nuestra reforzada relación bilateral con Estados Unidos, ofrece a nuestro país unas oportunidades que sólo el tiempo podrá mostrar en toda su potencialidad.
Esta relación especial con Estados Unidos tiene sin embargo dos problemas: por un lado, el persistente antiamericanismo instalado en la opinión pública española; por otro, la irrelevancia militar de España como socio estratégico.
El antiamericanismo español tiene raíces profundas que alcanzan su punto de máxima expresión tras la Guerra de Cuba de 1898. Más adelante, los acuerdos de Estados Unidos con Franco de 1953 fueron percibidos por las fuerzas de izquierda españolas como un apuntalamiento del régimen autoritario. En cualquier caso, una mayoría de los españoles -el 52%- tiene hoy una valoración negativa de los Estados Unidos y un 57% considera el unilateralismo norteamericano como una amenaza. Por el contrario, en el último barómetro del Instituto Elcano, contrasta que el 37% de los españoles consideren a los Estados Unidos como el país más amigo de España, frente al 10% que consideran como tal a Francia, el 8% al Reino Unido o el 7% a Alemania. Esto puede ser un indicador de que el cambio en la política exterior puede estar liderando a su vez una transformación en la percepción pública, pero esto es algo que deberá contrastarse.
El segundo problema es la irrelevancia militar de España, que nos hace ser un aliado más dialéctico que real. Así, España se mantiene como el miembro europeo de la OTAN que realiza un menor esfuerzo en su defensa en relación a su riqueza total, a pesar de sus crecientes ambiciones estratégicas. Es más, a la tradicional insuficiencia de sus medios materiales, los ejércitos españoles unen ahora la escasez de recursos humanos. Sin embargo, los últimos programas aprobados por el Gobierno, por valor de 20,5 millardos de euros, significarán tanto un progresivo incremento del gasto militar español como un aumento de nuestras limitadas capacidades militares.
En cualquier caso, la creciente ambición estratégica demostrada por nuestro país tras el conflicto de Iraq hace imprescindible un mayor equilibrio entre el creciente peso político, económico y cultural que nuestro país tiene en el mundo y sus escasas capacidades militares. Una España que quiera proyectarse y asumir mayor responsabilidad en el mundo, necesita ineludiblemente del complemento de un instrumento militar moderno y eficaz. Esto será especialmente relevante para la consistencia futura de nuestra relación con Estados Unidos.
Conclusión: Una relación bilateral reforzada
España ha dejado de ser un socio europeo irrelevante para convertirse en uno de los países lideres de la Unión Europea, tanto en la definición de su política exterior y de seguridad, como en el desarrollo de la agenda de reformas económicas. Por otro lado, nuestro país ha equilibrado la dimensión europea de su política exterior con una renovada vocación atlantista que pasa tanto por una potenciación de las relaciones con los países iberoamericanas como por la voluntad de ser un interlocutor privilegiado de los Estados Unidos en Europa. El valor esencial de esta doble dimensión es que en vez de ser excluyentes, ambas resultan complementarias.
El objetivo fundamental que España debe perseguir en su nueva relación especial con Estados Unidos es garantizar nuestra seguridad frente a la amenaza terrorista. Para ello, España debe no sólo poder realizar una contribución significativa a esta lucha, sino fortalecer el vínculo trasatlántico dentro de la Unión Europea como el instrumento más importante para garantizar la seguridad de Europa frente a esta amenaza.
Una contribución más significativa de España a la lucha global contra el terrorismo, más allá del apoyo político mostrado hasta la fecha, exige un aumento de las capacidades militares españolas, así como un fortalecimiento de la cooperación militar bilateral con Estados Unidos.
Aumentar las capacidades militares españolas tiene sin duda como primer requisito un aumento del escaso esfuerzo que realiza nuestro país en gasto de defensa. Será difícil que España pueda responder a los nuevos requerimientos de las Fuerzas Armadas con un presupuesto de defensa situado en el 0,86% del PIB y que en términos OTAN mantiene un diferencial de ocho décimas frente al resto de sus aliados europeos. En este sentido, el aumento del presupuesto de defensa español tiene que ver no sólo con la necesaria potenciación de sus capacidades militares, sino también con su credibilidad política como un interlocutor válido a estos efectos.
Pero no es sólo una cuestión de aumentar la entidad de los recursos, sino de orientarlos hacia una estrategia de transformación de las Fuerzas Armadas que las permita acomodarse a las nuevas condiciones del campo de batalla y poder mantener la interoperatividad con el ejército norteamericano. Este proceso de transformación incluye una reducción del número de plataformas tradicionales (aviones, buques, carros) y una priorización de las capacidades de mando, control, comunicaciones, inteligencia, observación y vigilancia, así como de los medios de proyección de fuerza y de las armas de precisión de largo alcance.
Esta relación bilateral debe garantizar además un acceso de las fuerzas armadas españolas a los sistemas norteamericanos más avanzados tecnológicamente. Esto implica no sólo la posibilidad de adquisición de los mismos, sino unas relaciones industriales que permitan la cooperación del sector de defensa español tanto en la producción como en el mantenimiento posterior de esos sistemas. En contraprestación, debe haber un más fácil acceso al mercado estadounidense por parte de las empresas españolas de material de defensa.
La compatibilidad tecnológica de los sistemas es en cualquier caso una condición necesaria pero no suficiente para garantizar la interoperatividad de las unidades. Por ello debería incrementarse el intercambio de alumnos entre los centros de enseñanza militar de ambos países y establecer un calendario de ejercicios bilaterales conjuntos añadidos a los que ya existen en el ámbito de la OTAN. Todos estos aspectos podrían negociarse en el marco de las revisiones periódicas del actual Convenio bilateral.
España podría ofrecer por último alguna capacidad adicional, especialmente de unidades de la Guardia Civil adiestradas para situaciones post-conflicto, que podría resultar de enorme interés estratégico para Estados Unidos. Pero sería un error centrar la aportación española únicamente en este tipo de misiones de paz o reconstrucción. Por el contrario, potenciar nuestras capacidades de combate es necesario no sólo para poder ser un socio estratégico de primer nivel, sino para poder hacer frente a aquellas amenazas no compartidas.
Por otro lado, la relación militar con Estados Unidos debería también abarcar la cooperación militar con los países iberoamericanos. España y Estados Unidos compartimos el interés por lograr la estabilidad democrática de estos países, para lo que unas fuerzas armadas profesionales y plenamente sometidas al poder político resulta un requisito fundamental.
Finalmente, España debe seguir defendiendo desde dentro de la Unión Europea la necesidad de fortalecer el vínculo trasatlántico como mejor garantía para la seguridad europea. En este sentido, la ampliación hacia el Este de la Unión puede jugar un doble efecto positivo: por un lado, lograr una Europa más equilibrada en la que ningún país acapare un poder excesivo; por otro, una mayor vocación atlantista por parte de los nuevos miembros.
Más Europa significa una relación trasatlántica más estrecha. Así ha sido históricamente y así parece que seguirá siendo en el futuro. La unión europea ha sido posible gracias al impulso inicial norteamericano y al paraguas de seguridad que Estados Unidos ha proporcionado a Europa en los últimos cincuenta años a través de la OTAN. El futuro de la Alianza Atlántica depende a su vez de que Europa pueda desarrollar una defensa más coherente y más capaz. Sólo así será posible seguir manteniendo una Alianza equilibrada y útil para ambas partes.
El dilema entre una defensa europea o una defensa trasatlántica es por tanto un debate falso y peligroso. España, por su creciente peso dentro de la Unión Europea y por su incipiente relación especial con Estados Unidos está en condiciones de jugar un papel de creciente liderazgo en la conjunción de ambas esferas. Para ello será esencial no sólo mantener la actual coherencia estratégica de su actuación, para lo que es imprescindible un cambio en la mentalidad de nuestra sociedad, sino incrementar de forma progresiva nuestras hoy muy limitadas capacidades militares