España, Estados Unidos y el ataque a Irak

por GEES, 4 de marzo de 2002

Sumario ejecutivo
 
A pesar de haber perdido en buena parte la sensación de urgencia, todo parece indicar que Washington ha hecho del derrocamiento de Saddam Hussein uno de los pilares de su política global de seguridad y que está preparando diversos planes de contingencia para poder contar, en un futuro indeterminado pero no lejano, con todas las opciones militares necesarias para asestar un golpe de fuerza decisivo e irreversible. De lanzarse Estados Unidos a un ataque contra Saddam Hussein, España se encontraría en la tesitura de poder contribuir significativamente, sobre todo con apoyo logístico, a la campaña bélica, pero sentirse al mismo tiempo constreñida diplomáticamente por la actitud generalizada en Europa, contraria, inicialmente, a dicho ataque. Sin embargo, el Gobierno español no debe sentirse prisionero de las encuestas de opinión, muy influenciables según se desarrollen las hostilidades, ni de lo que manifiesten públicamente algunos de sus socios, sino que debe prepararse para poner en práctica una estrategia que afiance su papel de bisagra entre Estados Unidos y Europa.
 
España ante Estados Unidos
 
La relación estratégica entre España y Estados Unidos ha basculado históricamente sobre la utilización de las bases conjuntas por parte de las fuerzas americanas. Aunque la evolución de la tecnología militar y de la propia situación del entorno estratégico ha hecho variar el peso de la fuerza aérea y de la marina estadounidense en la utilización de las instalaciones españolas a su disposición, bases como Rota y, sobre todo Morón, se han manifestado imprescindible en la planificación americana ante contingencias como las de la guerra del Golfo en 1991 (cuando se utilizaron para aprovisionamiento y para estacionamiento de bombarderos B-52 en misiones de combate) y Kosovo en 1999 (esencialmente para el estacionamiento de aviones de repostado en vuelo).
 
De la misma forma, la fuerza aérea americana ha seguido empleando las bases españolas para el mantenimiento de su misión Southern Watch de exclusión aérea sobre Irak, de acuerdo con las resoluciones de Naciones Unidas de 1991. De hecho, se calcula en decenas de miles de autorizaciones de uso y sobrevuelo de nuestro espacio aéreo nacional, las concedidas desde 1991 por este motivo.
 
Sin embargo, la guerra de Afganistán ha puesto de relieve la menor dependencia americana de las bases a la hora de conducir un ataque a larga distancia. En parte por la capacidad de ejecutar misiones con sus bombarderos estratégicos B-2 desde suelo estadounidense, y en parte por el recurso a la aviación táctica embarcada (así como por encontrar posteriormente bases más cercanas al teatro de operaciones). De ahí que a pesar de haber solicitado el Pentágono al Ministerio de Defensa español techos mayores para el despliegue de todo tipo de aviones, desde tankers a bombarderos de largo alcance, la realidad haya sido, finalmente, que dicho despliegue fuera innecesario.
 
De llegar a producirse un ataque sobre Irak, no obstante, la situación sería radicalmente distinta: a la fuerza aérea americana le resultaría más ventajoso desplegar parte de sus aviones en las bases españolas y turcas que lanzar sus ataques desde suelo americano o exponer a sus portaaviones a los riesgos de operar permanentemente en las angostas aguas del Golfo.
 
La posición geográfica de la Península Ibérica es una razón de peso para figurar en los posibles planes del Pentágono, aunque debe tenerse en cuenta que otro país aliado de Estados Unidos, como Turquía, cuenta con las mismas ventajas geoestratégicas que España cara a una ofensiva contra Saddam Hussein y, además, juega en la actualidad un papel más destacado en la lucha contra el terrorismo global. Desde luego ha tenido una participación mayor en la guerra contra Afganistán y parece seguir teniéndola, como enlace y estación de paso, en el despliegue de las fuerzas americanas en Asia Central y el Cáucaso.
 
Que España ocupe un lugar central en la estrategia americana dependerá, en gran medida, no sólo del acceso que se conceda a las tropas americanas a nuestras bases, sino también por la actitud pública que se evidencie al respecto, particularmente si las autoridades turcas se manifiestan decididamente como un fiel aliado de Washington.
 
España ante Europa
 
Tras los dramáticos acontecimientos del 11 de septiembre los europeos reaccionaron al unísono no sólo condenando los ataques terroristas, sino manifestando su solidaridad y apoyo a los Estados Unidos en la lucha contra el terrorismo global, llegándose incluso a activar por primera vez en su historia el articulo 5 del Tratado de Washington, según el cual todos los miembros de la OTAN se consideran agredidos tras el ataque a los Estados Unidos. Sin embargo, el desarrollo de las acciones militares en Afganistán supuso un primer punto de desencuentro entre Washington y sus aliados europeos, pues éstos hubieran preferido jugar un papel más visible y, en todo caso, haber actuado a través de los canales instituidos de la Alianza Atlántica y no, como sucedió, por acuerdos bilaterales con Norteamérica y el establecimientos de enlaces ad hoc en CETCOM.
 
Pero donde han surgido mayores disensiones ha sido, tras la rápida caída del régimen talibán, en la definición de la siguiente etapa de la guerra antiterrorista y, más particularmente, que la llamada Fase II tenga como objetivo el derrocamiento del régimen de Saddam Hussein en Irak. Ya en la célebre conferencia de seguridad de Munich, la Vehrkunde, celebrada a comienzos del mes de febrero se produjeron discrepancias entre las posiciones de dirigentes como el subsecretario de defensa americano, Paul Wolfowitz y su asesor Richard Perle, por un lado, y buena parte de la audiencia, por otro.
 
Estas divergencias se agudizarían aún más tras el discurso sobre el Estado de la Unión del Presidente Bush y su caracterización de Corea del Norte, Irak e Irán como “el eje del mal”. Calificativo que fue puesto en entredicho en la mayoría de las cancillerías de Europa y tildado de “simplista” por Hubert Vedrine y de tentación unilateralista inaceptable por Joschka Fischer. El propio comisario europeo Chris Patten en una disputa pública con Colin Powell, en las páginas del Financial Times, escribiría que “la rápida y sorprende victoria americana en Afganistán es un tributo a la capacidad militar americana, pero que ha reforzado tal vez un instinto peligroso: creer que la proyección del poder militar es la única base para una seguridad verdadera”.
 
En suma, en Europa, la opinión generalizada es que a falta de un vínculo claro y rotundo entre Saddam y los actos terroristas del 11-S, no hay un casus belli suficiente para legitimar una intervención militar occidental. Es más, se piensa que una intervención armada podría poner en peligro el delicado equilibrio regional, máxime si no se cuenta con un recambio político aceptable para gobernar un Irak sin Saddam. Y todo ello, imaginando que la actuación bélica pudiera ser decisiva y exitosa como en Afganistán. El riesgo de que el régimen de Bagdad pueda llegar a desarrollar armas de destrucción masiva no se acepta como un problema extremadamente urgente. Y de hecho, esta distinta percepción de la amenaza que representa Saddam Hussein es lo que causa la divergencia de opiniones entre ambas orillas del Atlántico.
 
De momento el Gobierno español se ha inclinado más por las tesis europeas que por las posturas americanas y asÍ se ha expresado que un ataque a Irak no puede basarse en la continuación de la guerra contra el terrorismo. Al mismo tiempo, nuestros líderes se han cuidado muy mucho de plantear críticas abiertas a la política de Washington, lo que no sólo revela una mayor inteligencia, sino que deja la puerta abierta a jugar una especial relación como bisagra entre Estados Unidos y Europa.
 
España como bisagra transatlántica
 
A nadie interesa que las disputas transatlánticas escalen y menos aún a España, a caballo entre ambos mundos. Aprovechando su periodo al frente de la presidencia de la EU, donde nuestro país encuentra un mayor eco internacional, España debería instrumentar una política  dual, hacia los estados Unidos y hacia los socios europeos, encaminada a tender puentes y salvar las distancias ahora creadas. Esta política, expresa y pública, debería fundamentarse en los siguientes argumentos:
 
No hay pruebas que vinculen a Saddam Hussein con los atentados del 11-S; sin embargo, su permanencia en el poder hace que Irak se convierta en un problema regional e internacional muy grave.
 
Irak incumple sistemáticamente y viola todas las resoluciones fijadas por las Naciones Unidas en 1991;
 
Irak ha ocultado cuanta información ha podido a los inspectores de las Naciones Unidas y desde su expulsión del país en 1998 no hay forma de controlar el ritmo de desarrollo de sus programas químicos y bacteriológicos, ni tampoco frenar su investigación en misiles y, en menor medida, sistemas nucleares.
 
Si el Irak de Saddam Hussein llegara a poseer armas de destrucción masiva se produciría un vuelco en el escenario regional y en el entorno estratégico global, que, dado el aventurerismo expansionista y la ausencia de escrúpulos políticos de Saddam, se tornaría mucho más inestable y peligroso.
 
De ahí que reinstaurar el sistema de inspecciones sea vital, pero siempre y cuando el régimen de inspecciones garantice la libertad de movimientos de los equipos de inspectores, sean posible las inspecciones sorpresa e intrusivas, así como el establecimiento permanente de nuevos sistemas de sensores y de detección.
 
En la medida en que los informes de los inspectores se fueran juzgando satisfactorios, se podría avanzar en un levantamiento paulatino del embargo para transformarlo en un régimen de “sanciones inteligentes”, que no permitieran el castigo que inflinge Saddam sobre su propia población y que presenta públicamente como un efecto del embargo, por lo demás cada día menos respetado.
 
Ahora bien, si las sanciones inteligentes y las inspecciones intrusivas se demuestran insuficientes o se pone de relieve la intención de engañar por parte del régimen de Saddam, la opción para una intervención militar debe aceptarse como una posibilidad ante el fracaso de cualquier otra salida previa.
 
En suma, a España le corresponde el papel de articular una política esencialmente declaratoria en primera instancia, que acerque las visiones americana y europea sobre Saddam Hussein: los europeos deben aceptar públicamente que Saddam representa un peligro mayor y los norteamericanos tienen que asumir que antes de la opción militar hay que agotar otras fórmulas de presión y disuasión.
 
Haciendo así, España se comportaría, una vez más, como un fiel aliado de los Estados Unidos, a la vez que pondría las bases para resolver no sólo un malentendido, sino el grave problema que supone la permanencia de Saddam Hussein al frente de Irak.
 
Y, por supuesto, si se vuelve inevitable un ataque contra Saddam, España debería apoyar sin fisuras y con todo los elementos posibles cualquier acción militar de las fuerzas americanas. Pues sin Saddam todos viviríamos un poco más tranquilos.