Escucha, joven sabra

por Juan F. Carmona y Choussat, 9 de mayo de 2011

 

(Publicado en Aurora, 5 de mayo de 2011)
 
Uno ha aprendido que los judíos tienen devoción a la sabiduría pero duda, joven sabra, si hoy conoces bien tu historia. Porque oye también, y no sabe si creer, que Israel sufre idénticos males en la enseñanza que las sociedades occidentales. Conviene quizá alegrarse, porque ¿no es esta “normalización” ser “como las demás naciones”, una de las razones siempre dadas para tener un Estado? O preguntarse, como acaso harán tus abuelos, si era para descansar de la exigencia, que eternamente acompañó a los judíos, para lo que necesitábamos el Estado de Israel.

En el siglo XIX los judíos alcanzaron la ciudadanía de mano de las revoluciones liberales. En sus naciones de acogida adquirieron la igualdad legal. Pero mientras sucedía este hecho en principio benéfico, algunos concibieron la idea de regresar a Judea. ¿Por qué? George Eliot, seudónimo de una escritora victoriana, compuso una novela titulada Daniel Deronda. Los occidentales, decía, criados en el cristianismo, tenían una deuda peculiar y, lo reconocieran o no, una plenitud de camaradería en sentimiento moral o religioso hacia los hebreos. En su libro, Daniel se prepara para partir al Este y restaurar “una existencia política para mi pueblo, haciéndolo de nuevo una nación, dándole un centro nacional, como lo tienen los ingleses, aunque esté dispersado por la faz de la tierra”. La obra fue inmensamente popular.

Por entonces, Teodoro Herzl era corresponsal de un diario vienés en París. Tuvo la ocasión de presenciar el Affaire Dreyfus, lo que le inspiró para escribir “Der Judenstaat”, y poner en marcha el moderno sionismo. Había visto la quiebra, práctica, de la realidad teórica de la igualdad. Quiebra chocante tratándose de Francia que los judíos idealizaban. He aquí una muestra de su libro de oraciones: “Permite que Francia no guarde para sí el monopolio de tolerancia y justicia para todos, un monopolio tan humillante para otros Estados como glorioso para ella. Permite que encuentre muchos imitadores, y que mientras impone al mundo sus gustos y su lengua, los productos de su literatura y sus artes, haz que también imponga sus principios, que son más importantes y necesarios”.

Sin embargo, dos hijos de esa patria prometida del progreso: el conde de Gobineau, autor de la teoría sobre la desigualdad de las razas, y Renan, que había caracterizado a Jesucristo como “inmune a casi todos los defectos de su raza”, pondrían las bases de un naciente antisemitismo.

Los judíos contraatacaron con tal éxito que no sólo rehabilitaron a Dreyfus sino que generaron más resentimiento. Teorías y envidia fueron haciendo su camino. Esta victoria de amargas consecuencias fue lo que acabó de convencer a Herzl. Escribía: “Hemos intentado integrarnos honestamente… con la comunidades nacionales que nos rodean y guardar sólo nuestra fe. No se nos permite… Si tan sólo nos dejaran en paz… pero no creo que lo hagan”.

Quería contar con los judíos más notorios para apoyar su proyecto, pero no quisieron. Tuvo que admitir a los que no esperaba, los judíos pobres del Este, a los que impresionaba vistiendo siempre con aristocrática elegancia. Su figura era mítica.

Ben Gurion oyó el rumor en la Polonia rusa cuando fue a visitarla: “El Mesías ha llegado, un hombre alto, apuesto, un hombre educado, de Viena, un doctor, no menos”. Comenzaron los congresos sionistas en Basilea o Constantinopla. Nordau, Wolffson, que eligió el color de la bandera, “de nuestras estolas de oración”, eran algunos de los amigos de Herzl que pusieron manos a la obra. Después de buscar ayuda en Austria, Alemania, Turquía y Rusia volvió sus ojos a Inglaterra. Lord Rothschild superó sus reticencias y logró que una comisión británica pidiera “el reconocimiento de los judíos como pueblo, y el encuentro de un hogar legalmente reconocido”.

Herzl murió en 1905 agotado por su idea, y su familia siguió un triste destino. Pocas de las tendencias del judaísmo apoyaban el sionismo, a veces religiosamente disputado. Los racionalistas como Herman Cohen, el profesor alemán que enseñó a Ortega en Marburgo, entendían que el judaísmo era la religión de la razón y, no siendo su monopolio, una vez que una nación había alcanzado cierto desarrollo intelectual estaba lista para ella. Esta patria adecuada a los talentos judíos era Alemania.

Weizmann, un judío ruso educado por su padre y por el ingenio de algún profesor de la Rusia zarista, acabó por doctorarse en química en Berlín y cogió su testigo. Partió a enseñar a Inglaterra donde convenció al conservador Balfour, ministro de Exteriores, para lograr un compromiso británico. “El Gobierno de Su Majestad contempla favorablemente el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío y hará uso de sus mejores esfuerzos para facilitar la realización de este objetivo, quedando bien entendido que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina ni los derechos y el estatuto político de que gocen los judíos en cualquier otro país”.

Tras la Segunda Guerra Mundial y la inefable experiencia del Holocausto parecía que nada podría detener el Estado judío. El recelo a establecerse que había detenido a la comunidad desapareció. Pero el Imperio británico había restringido la emigración para evitar enfrentamientos con los árabes, mediante el Libro Blanco, efectiva revocación de la Declaración Balfour. Provocó la expresión de Ben Gurion: “Ayudar a los británicos como si no hubiese Libro Blanco, y oponerse al Libro Blanco como si no hubiese guerra”. Weizmann creía en la buena fe de los británicos, y Ben Gurion en ganar primero la guerra, pero el Irgún y el Grupo Stern no diferenciaban resistencia de terrorismo. Tras una campaña de atentados, destacando la voladura del Hotel Rey David, sede de parte de la administración británica, los ingleses decidieron marchar, dejando la cuestión palestina en manos de las Naciones Unidas.

La Asamblea General aprobó la partición con un Estado judío, otro árabe y la zona internacional de Jerusalén. Los judíos aceptaron; los árabes no, e iniciaron la Guerra de Independencia. En el armisticio de 1949, Israel aceptó una nueva demarcación. Según Abba Eban: “La tesis central del Sionismo era que había suficiente espacio en Eretz Israel para una sociedad judía densamente poblada sin que hubiera que desplazar poblaciones árabes, e incluso sin entrometerse en su enraizada cohesión social”. Israel se preparaba a vivir frente a la hostilidad de 19 países dedicados a su destrucción. En 1956 inició su única expedición exterior, retirándose del Canal de Suez en cuanto Eisenhower pidió a franceses e ingleses que lo hicieran.

La Guerra de los Seis Días siguió en 1967. Israel, que respondía a la intención de Nasser de borrar a los judíos del mapa, recuperó Judea, Samaria, Jerusalén Oriental, y tomó los Altos del Golán y el Sinaí. Los árabes fulminaron cualquier esperanza de paz por territorios con los tres nos de Jartún: no al reconocimiento, no a la negociación, no a la paz. En 1973 hicieron su último intento como Estados en la Guerra del Iom Kipur siendo vencidos con dificultad. Vino el tratado de 1979 y la retirada del Sinaí. Los refugiados de las guerras y las tierras reconquistadas pasaron a ser utilizados como peones de la nueva estrategia terrorista para disputar la existencia de Israel.

El terrorismo mutó. La Asamblea General de la ONU había votado a favor de la declaración del Sionismo como racismo, ante la oposición elocuente de los Estados Unidos. La OLP había cambiado el combate en campo abierto por otro más apropiado a los tiempos. Su establecimiento en Jordania le valió su expulsión en 1970. Reanudó los ataques desde el Líbano, aprovechando su guerra civil, siendo echada en 1982. Entonces, el propio terrorismo mutó y lanzó la primera intifada, que llevó a las negociaciones de Oslo, el reconocimiento de la OLP, su tránsito a Autoridad Palestina, y la entrega de poderes a ésta en los “territorios ocupados“. Esto, lejos de traer la paz, alumbró más terrorismo. Cuando Israel, que ya había firmado un tratado con Jordania, quiso zanjarlo entregando los territorios en una propuesta de Barak en 2000, Arafat rechazó. Se usó entonces una visita de Sharón al Monte del Templo para excusar la segunda intifada destinada a lograr más concesiones. Sobrevino el 11 de septiembre de 2001 y la época en que el mundo pareció decirle no al terrorismo. Sobre esa base, Bush fue el primer presidente americano en hacer público un plan de reconocimiento del Estado palestino.

La novedad estaba en la condición original: la renuncia efectiva al terrorismo. Como primicia, desde que en Oslo comenzara a hablarse, y no ha cesado, de “proceso de paz”, la carga de la demostración del compromiso recaía sobre los palestinos. Para evitar atentados, Sharón construyó el muro de separación y, después de que Barak retirara las tropas del Sur del Líbano, salió unilateralmente de Gaza en 2005, desplazando a 8.000 colonos. La respuesta fue más guerra, en 2006 y 2008. A través de pie- zas iraníes: en el Líbano Hizbola y en Gaza, Hamás.

El nuevo liderazgo americano redescubrió el Mediterráneo de la paz por territorios, y los conjuros incesantemente invocados: proceso de paz, resolución de conflictos. Desaparecida la exigencia de rechazar el terrorismo junto con la expresión misma de guerra contra el terror, aunque no los 200.000 soldados destinados a tal fin en Afganistán e Irak, regresaban las viejas presunciones. Y con ellas, la violencia. Atroces asesinatos de colonos niños, multiplicación de misiles sólo detenidos por sofisticados mecanismos producto del ingenio y desarrollo económico israelí y un nuevo atentado en Jerusalén, todo ello bajo la amenaza de la declaración unilateral de un Estado palestino. Porque, al no ser posible negociar, era mejor forzar las circunstancias. Y no era posible porque faltaba el supuesto esencial, expresado por Herzl, y recordado por Bush: si nos dejaran en paz. Para terminar, se unían las dos facciones palestinas, de lo que era razonable esperar una radicalización de Fatah, y no una suavización de Hamás.

Pero Israel, tras 63 años, nunca estuvo mejor. La solvencia económica, la progresión de la educación y la técnica, la vida social y cultural, tus siete millones y medios de compatriotas. En breve, el cumplimiento del mandato mosaico de elegir la vida. Lo único desalentador era que Occidente desaprovechara la “primavera árabe”, ausente América por retirada estratégica, sin sustituir aún ninguna tiranía por democracia. Si antaño los judíos franceses elevaban su corazón a Dios para pedirle la merced de un mundo racionalista en vano, -pues si el judío era miserable, provocaba antisemitismo, y si alcanzaba el éxito, engendraba antisemitismo- harías bien en versificar para tu libro de oraciones otra petición: puedes pedir alivio para el hartazgo de cosechar el mismo fruto de la violencia tras sembrar siempre la consabida semilla del proceso de paz; inteligencia para advertir que hay que plantar algo nuevo que es en realidad lo más viejo del mundo: no contentar a los que no se van a contentar, ni premiar lo que finge verse en lugar de lo que se ve. Y, en suma, que una nueva “George Eliot” guíe a todos hacia el cambio de actitud, que ninguna concesión puede reemplazar, en que cultivar la paz.
 
 
Juan F. Carmona y Choussat es Doctor en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid.