Elecciones. Japón paralítico

por GEES, 12 de julio de 2010

 

No es que nadie piense que Japón sea un país de segunda. Todo lo contrario. Pero de él se habla menos que de bastantes de tercera, y casi siempre según la regla de que sólo las malas son noticias que valen la pena. Quizás eso indique que las buenas abundan, porque las malas se limitan a un cierto estancamiento económico y una reciente inestabilidad política, más algún que otro rifirrafe con China o Estados Unidos. Pero de un país tan importante esperaríamos un mayor protagonismo internacional, no el continuo recuerdo de la anécdota de De Gaulle preguntando mordazmente en una reunión política acerca de los representantes nipones: "¿Quiénes son esos viajantes de comercio?".

El pretexto para hablar del Japón son las elecciones del domingo 11. Pero la razón es de gran calado, por más que no sea novedosa, pero sí poco mencionada. Un declinar del Japón emparejado a un ascenso de China y una posible retracción internacional de los Estados Unidos de Obama, cambian el mundo.

Lo exterior es consecuencia de la evolución interna y estas elecciones, aparentemente de poco pelo, se producen en el momento en que está en curso un cambio de época política doméstica que, con los resultados, parece quedar colgado de ninguna parte.

Se trata de renovar la mitad de los escaños de la cámara alta, llamada de los Consejeros, senadores para entendernos, que tienen un mandato de 6 años y se renuevan por mitades cada tres. Tiene la nada despreciable capacidad de bloquear las leyes si el gobierno no consigue una mayoría de dos tercios en la cámara baja, como solía suceder con el partido liberal demócrata (PLD), pero no es ahora el caso, a pesar de una fuerte ventaja, con el gubernamental Partido Demócrata del Japón (PDJ). La gran transformación política está precisamente en esas siglas. Los primeros, conservadores, han monopolizado el poder casi sin excepción durante cincuenta años, pero lo perdieron en las elecciones a la cámara baja, que elige al primer ministro, en el pasado agosto. En total, cinco jefes de gobierno en cuatro años. Los tres últimos del PLD, figuras grises, indecisas, sin garra, que ahondaron el profundo anhelo de cambio en la sociedad japonesa, con la ruptura de la férrea coalición de muy variados intereses sociales que atenazaba al país. Pero el nuevo hombre, Hatoyama, cae enseguida en desgracia ante la opinión pública: hace promesas incumplibles, se ve enzarzado en escándalos de financiación del partido y en disputas internas al mismo, con el poderoso e intrigante secretario del partido y ex jefe de gobierno Ozawa. Hatoyama se ha buscado una crisis en las relaciones con Estados Unidos a propósito del traslado de la importantísima base de americana en Okinawa, que en nada contribuye a su popularidad.

Ambos políticos dimiten de sus respectivos cargos el dos de junio. Naoto Kan, al frente de un renovado más que nuevo gobierno, alcanza envidiables cotas de popularidad del 70%. La rotación de partidos parece consolidarse. A su favor Kan tiene el no pertenecer a una dinastía política, hablar sin pelos en la lengua y haberse iniciado como un activista de base. Pero comete lo que resulta ser un garrafal error, basar su campaña en un aumento de impuestos para sacar a Japón del relativo estancamiento en el que se encuentra y prevenir males mayores. Su popularidad cae. Él da marcha atrás. Muchos japoneses confiesan no saber qué hacer con su voto. La preocupación generalizada es por un futuro dominado por el envejecimiento. Kan no consigue la mayoría en estas elecciones. Sus desplazados rivales del PLD recuperan algunos escaños. De nuevo nadie sabe a dónde va el Japón.