Elecciones: cinismo y hartazgo

por Rafael L. Bardají, 26 de febrero de 2019

Los españoles, como cualquier ciudadano mayor de edad de una democracia madura, recibimos las elecciones con un cierto grado de cinismo. Al fin y al cabo, los dirigentes políticos y los candidatos de los partidos corren a bombardearnos con una interminable ristra de promesas que todos sabemos nunca van a cumplirse. Pro así ha sido la política hasta ahora: unos pocos hacen que escuchan a los más, mientras que éstos prefieren creer que son tenidos en cuenta antes que rebelarse o caer en la desesperación. Con un poco de honestidad no tendría por qué ser así.

 

Para empezar, la política no debe entenderse como un mercadillo donde los futuros representantes ganan a sus competidores ofreciendo más que nadie. Más bueno, más bonito, más barato. En realidad deberían esforzarse en defender aquello que sí está al alcance de su mano y que puede mejorar la vida de los demás. Por ejemplo, si se promete bajar los impuestos, no se debería incumplir dicha promesa –y mucho menos hacer lo opuesto- porque las cuentas no cuadran. En ese profundo desconocimiento de la situación  financiera de las arcas públicas se escudó el PP de Rajoy y Montoro, pero también es el escudo en el que el nuevo presidente de la Junta de Andalucía parece esconderse para no cumplir con sus promesa de rebajar la presión fiscal en esa región. A estas alturas, la experiencia debería haber prevalecido: Si fue imprudente prometer menos impuestos, la imprudencia debería pagarla el imprudente, no el resto de ciudadanos. Es fácil prometer revoluciones fiscales, pero lo españoles aún soñamos con ver alguna. Si el PP, como reza su nuevo slogan, es el partido de “sabemos cómo hacerlo”, tendrían que explicar por qué no lo han hecho hasta ahora, porque su paso por el poder central -y por el regional allí donde lo mantiene- lleva a pensar más bien  que  hablamos del partido de “sabemos cómo no hacerlo”.

 

La política, como afirmaba con rotundidad Margaret Thatcher no es el arte de lo posible, sino de hacer posible lo deseable. Todo planteamiento es aceptable si conlleva aparejado un plan para poder realizarlo. Si simplemente se trata de un slogan vacío, un canto al sol, es pura hipocresía o, como está tan de moda decir, populismo.  Porque populismo, visto así, lo hay en todos los partidos, me temo. Pero llegar con un plan de acción legislativa para modificar la Constitución de tal forma que se puede poner punto y final a la España de las autonomías, o trabajar desde un grupo parlamentario para derogar las leyes funestas que la izquierda, con la complicidad de la una derecha pasiva y cobarde, ha impuesto, no es un desiderátum. La eficacia estará en función del apoyo popular recibido. Por eso, cuando un partido, como el PP, tuvo ese apoyo de manera abrumadora y lo desperdició, ahondando la crisis que nos afecta, no puede caer fácilmente en el olvido. Como tampoco creo que pase en otra formación, como Ciudadanos, donde no se atrevieron a dar el paso adelante que la situación en Cataluña exigía y renunciaron a dar la batalla por el gobierno. Todo su voto e ilusión, desperdiciados.

 

Ahora estamos en plena batalla de cifras. Pero los españoles miramos las encuestas con un notable desapego. En lugar de datos para la reflexión se han convertido en un arma más del marketing de cada partido y sus resultados van de lo asombroso a lo inservible. Cierto, vivimos una situación novedosa, pero no más que la irrupción de Donald Trump en la campaña presidencial norteamericana y allí los gabinetes de encuestas que trabajaban para él sí supieron leer la predisposición de sus votantes. Por lo tanto, no es una cuestión de profesionalidad o metodología inexplorada. Tiene mucho más que ver con el servicio y el rédito político que se otorga y espera de cada encuesta.

 

En política hay que transmitir ilusión. No sólo por ganar, sino ganar para cambiar algo. Sánchez quiere vencer para salvarse de las quema y seguir aferrado a su nuevo colchón de La Moncloa y al Falcon; el equipo actual del PP aspira a no perder demasiado; y de Ciudadanos es complejo saber qué quiere. Y la gente está harto del teatro de que todos actúan por el bien de todos los españoles, pues el bien común ha dejado de ser lo más común en esta hoguera de las vanidades de la política electoral.  Posiblemente haya que tener la juventud y el arrojo de Vox para movilizar a un electorado descontento de estar continuamente descontento. Es lo nuevo y también lo prometedor. Quien dice que no hay que votar con el corazón se equivoca. El voto de la razón sólo nos ha traído monstruos. Ya es hora de dejar que fluyan nuestras pasiones. Pasión por España, por su cultura, por su historia, por su gente. Pasión por nosotros mismos.